Foto: Cristian Hernández/EFE/EFEVISUAL

El origen de la crisis venezolana

En el verano de 2017, el gobierno de Nicolás Maduro decidió romper el orden constitucional por medio de la imposición de una Asamblea Constituyente que reemplazó al poder legislativo legítimo, de mayoría opositora. Los eventos de las últimas horas son una consecuencia de ese acto.
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Mes con mes, semana con semana, día con día, la situación en Venezuela se vuelve más peligrosa. Lo que ha sucedido en las últimas horas era un desenlace previsible desde que, en el verano de 2017, el gobierno de Nicolás Maduro decidió romper el orden constitucional por medio de la imposición de una Asamblea Constituyente perpetua, que reemplazó al poder legislativo legítimo, de mayoría opositora. Antes de aquella decisión existía alguna posibilidad de distender el conflicto por medio de una negociación entre el gobierno y la oposición. Ahora tal vez sea tarde, si no se parte del compromiso de unas elecciones anticipadas y con plenas garantías para todos.

A pesar de que los márgenes de la negociación se estrecharon desde 2017, algunas figuras de la oposición y sectores de la comunidad internacional, como la Unión Europea y el Grupo de Lima, insistieron en que el diálogo no era totalmente descartable. Pasaron meses y el autoritarismo del gobierno y la represión del movimiento opositor continuaron. Todos los protocolos de diálogo, incluyendo el del expresidente español José Luis Rodríguez Zapatero en República Dominicana, se clausuraron. El régimen venezolano, sin embargo, avanzó incólume hacia una reelección de Nicolás Maduro en la primavera de 2018, sin las condiciones mínimas para un proceso confiable.

Dado que tanto la oposición como el parlamento eran desconocidos por el gobierno, la realización de la contienda presidencial solo podía aspirar a una base electoral minoritaria pero predominantemente oficialista. Si la elección de la Asamblea Nacional Constituyente, en 2017, se realizó a partir de normas electorales ad hoc, la nueva contienda se llevó a cabo con menos de la mitad del censo electoral. A pesar de que la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, la Unión Europea, la OEA y la mayoría de los gobiernos latinoamericanos rechazaban esas elecciones por burlar la propia constitucionalidad venezolana, Maduro se aferró a su reelección.

De una población de más de 30 millones y de un padrón electoral de más de 20, a Maduro, según cifras oficiales que ponen en duda organismos independientes y la propia oposición, lo votaron poco más de 6 de millones de venezolanos: apenas el 67% del 46% de los electores. Quienes equiparan ese escenario a elecciones ejecutivas con altos grados de abstencionismo en Estados Unidos, Europa o América Latina, se equivocan, ya que no es lo mismo retirarse de un proceso electoral por considerarlo ilegítimo y abstenerse voluntariamente.

Las consecuencias de aquella reelección forzosa fueron las esperadas: la comunidad internacional la consideró ilegal y solo los aliados incondicionales de Maduro (Rusia, Corea del Norte, China, Cuba, Bolivia, Nicaragua, Turquía, Irán), que no se caracterizan por la confiabilidad electoral, la asumieron como válida. Todavía mediaban varios meses entre la reelección de mayo y la toma de posesión de enero de 2019 y el gobierno venezolano no los aprovechó para ofrecer alguna salida negociada. Es cierto que a esas alturas las credenciales del diálogo ya estaban más devaluadas que nunca, pero tampoco hubo gestos mediadores desde el madurismo.

Finalmente, vino la toma de posesión de enero y sus lógicos efectos: desconocimiento por la Asamblea Nacional, la Corte Suprema venezolana en el exilio y, otra vez, la mayor parte de la comunidad internacional. El pasado 23 de enero, día en que se cumplieron más de seis décadas de la caída de la dictadura militar derechista de Marcos Pérez Jiménez, la oposición venezolana salió a las calles a mostrar su rechazo al gobierno de Nicolás Maduro, que considera espurio, y a jurar lealtad al presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, como mandatario “encargado”.

La crisis venezolana es producto de la deslegitimación mutua entre el gobierno y la oposición. El gobierno desconoció la elección de la mayoría opositora en 2015 y la oposición ha desconocido tanto la elección de la Asamblea Nacional Constituyente como la reelección presidencial de Maduro. Las dos partes justifican sus acciones en el texto constitucional, pero la ruptura del orden propiamente dicha se produjo con la instalación, por fuera de las normas electorales y sin el referéndum previsto por la Carta Magna chavista de 1999, de un poder legislativo paralelo que usurpó las atribuciones del parlamento.

Como siempre sucede en las izquierdas bolivarianas, leales todas al estilo retórico aunque no al modelo institucional cubano, el origen y el curso de la crisis se ocultan bajo un discurso ideológico que presenta el conflicto como dilema binario entre “la Revolución” y “el Imperio” o entre la derecha y la izquierda. Ante la deliberada subordinación de un conflicto doméstico al choque geopolítico del siglo XXI, es necesario recordar que esta crisis comenzó tras la muerte de Hugo Chávez y se agudizó luego del ya citado desconocimiento de la mayoría legislativa en 2015. Entonces casi todos los gobiernos de la región eran de izquierda y en la Casa Blanca vivía Barack Obama, quien impulsaba una normalización diplomática con Cuba, mal vista por Maduro y sus aliados en la región.

El deterioro de las condiciones de vida, el aumento de la violencia criminal, la represión sistemática, la estampida incontenible de migrantes venezolanos e, incluso, las sanciones económicas de Estados Unidos contra algunos funcionarios, no son el origen sino las consecuencias de una crisis política precisa. Cualquier gestión de diálogo o intermediación diplomática que se intente deberá tomar en cuenta la historia de las negociaciones frustradas en República Dominicana o en el Grupo de Lima, pero también la legitimidad negada de la Asamblea Nacional.

En una declaración conjunta de las cancillerías de México y Uruguay, que circuló el 23 de enero en la noche, se defendió una “solución pacífica y democrática” al conflicto venezolano y se llamó a las “partes involucradas, tanto al interior como al exterior del país” a un “nuevo proceso de negociación incluyente y creíble, con pleno respeto al Estado de Derecho y los derechos humanos”. Se trata de una posición que pasa de la defensa del principio abstracto de “no intervención” al trazado de una hoja de ruta más visible para evitar una catástrofe mayor en Venezuela.

La nota menciona a la ONU y a la Unión Europea, a España y a Portugal, como actores con una posición similar. Pero lo cierto es que hay matices entre las posturas de unos y otros. La ONU, por ejemplo, cuestionó la reelección de Maduro y la Unión Europea, a la que pertenecen España y Portugal, “reconoce plenamente” la legitimidad de la Asamblea Nacional y llama a una convocatoria de “elecciones anticipadas”. México y Uruguay, hasta el momento de redactar este texto, no han dado ese paso indispensable para acreditarse como interlocutores de las “partes involucradas”.

Es comprensible que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador no quiera sumarse a la estrategia de las nuevas derechas latinoamericanas, al hostigamiento diplomático del régimen de Maduro y, mucho menos, a una intervención militar que repita las pesadillas de la Guerra Fría. Pero tampoco puede cerrar los ojos a un diferendo interno que ha conducido a la impunidad del autoritarismo madurista y a una evidente crisis humanitaria. Si la apuesta es el diálogo, el reconocimiento de la Asamblea Nacional se vuelve impostergable.

 

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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