Lecciones de la Edad de Piedra

El libro más reciente de Jared Diamond nos muestra lo vigentes que pueden ser las sociedades tradicionales.
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No es difícil entender los resortes ocultos tras el nostálgico y multirreseñado último libro de Jared Diamond –The World Until Yesterday– sobre los grupos o tribus que se quedaron en la Edad de Piedra y habitan aún rincones remotos de Africa, la selva amazónica o Nueva Guinea. En pequeños oasis casi intocados y ecológicamente prístinos.

El contraste con la vida “moderna” occidental es tan grande, que dan ganas de salir corriendo con Diamond a Nueva Guinea. No todo lo moderno es negativo, pero lo malo es malísimo: ciudades contaminadas y caóticas; mares, ríos y lagos llenos de pesticidas y plásticos, que destruyen cualquier valor nutritivo de los peces y mariscos a los que nos hemos vuelto tan adictos; bosques devastados; miles, si no es que millones de especies en peligro de extinción en la tierra y en el mar; comida chatarra, enlatada y llena de preservativos, y modos de vivir que alimentan la desigualdad, han destruido a las familias extendidas y confinan al desván de la historia a amplios grupos sociales, para no hablar de la agonía del arte de conversar resultado de la informática moderna.

Ese contraste explica en parte el subtítulo del libro: ¿Qué podemos aprender de las sociedades tradicionales? La otra justificación es histórica: hasta la aparición de la agricultura (hace apenas 11,000 años), y de estados poderosos (ayer en la historia –hace unos cinco milenios), grupos tradicionales de cazadores y recolectores estuvieron a cargo de la supervivencia y expansión de la especie humana. Si lo hubieran hecho mal no estaríamos aquí.

En el ámbito de la violencia, que parece ser un mal endémico entre los humanos, ellos y nosotros estamos tablas. Los nativos de Nueva Guinea, a quienes Diamond conoce como a la palma de su mano, desmontan los conflictos resarciendo emocionalmente a la víctima –o compartiendo el dolor de su familia y de su clan. Una estrategia que sería benéfico sumar a nuestras sentencias judiciales. (La historia habría sido diferente si los padres de Cassez –y ella misma– les hubieran pedido perdón a sus víctimas, y el presidente de Francia a todos los mexicanos.) Y los grupos tradicionales deben agradecer a los modernos el Estado de derecho que ha disminuido la violencia entre ellos.

Pero tenemos mucho que aprenderles en el terreno de la “paranoia constructiva”: en la identificación precisa de los peligros que nos acechan y en la protección de lo que puede garantizarnos una vida sana y un futuro como especie. Los habitantes de las llamadas sociedades tradicionales cuidan el medio ambiente que los rodea porque son pocos y porque destruirlo implicaría escenificar un suicidio colectivo a muy corto plazo. En cambio, las sociedades modernas han relegado la protección del medio ambiente al sótano de la agenda política: no hemos podido ponernos de acuerdo siquiera en medidas eficaces para resolver el calentamiento global. No vemos o no queremos ver el impacto terrible que ha tenido ya la destrucción de bosques, manglares y de los recursos marinos, incluyendo la sobreexplotación de las pesquerías. Compramos y consumimos, sin informarnos, especies que corren tanto peligro de extinción como las tortugas (entre ellas, el atún de aleta azul y el abulón).

Todo ello para no hablar de las clases de buena nutrición que se desprenden del libro. Y no porque la comida sea abundante: el peligro de hambrunas fue y sigue siendo una amenaza constante para los grupos tradicionales. Pero con una dieta sin sal ni azúcares y centrada en granos, tubérculos y vegetales, no padecen ninguna de las enfermedades que son las principales causas de fallecimiento en las sociedades modernas: ni diabetes, ni cáncer, ni hipertensión, ni males cardiacos. Así que la vuelta al pasado de Diamond le da nueva validez a la importancia de la información para no contribuir a destruir el medio ambiente y al lema que debería guiar nuestras visitas al mercado: “no compres nada que tu bisabuela no reconocería”.

Parece haber un curioso consenso entre todos los antropólogos que han vivido con grupos tradicionales: los niños son modelos de independencia, seguridad y madurez social. No son recomendables, por supuesto, ni su método de control demográfico (el infanticidio), ni algunos de sus sistemas de enseñanza (dejar jugar a los niños cerca del fuego o con cuchillos afilados), pero sí los modos de crianza que producen niños seguros de sí mismos y autónomos. Entre ellos, largos períodos de lactancia, cercanía constante de la madre –que jamás los deja llorar por más de unos segundos–, contacto físico con los padres –con quienes duermen por años–, hermanos, parientes y vecinos, libertad de movimiento, juegos que subrayan compartir más que competir, y ausencia de castigos corporales. Si usted ya echó a perder a una generación, tiene otra oportunidad con la que sigue: en las sociedades que se quedaron en la Edad de Piedra, los abuelos funcionales son muy apreciados. 

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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