Al inicio de ¿No es romántico? (2019), cinta dirigida por Todd Strauss-Schulson y estrenada hace unas semanas en Netflix, una regordeta y sonriente niña llamada Natalie (Alex Kis) mira embobada, frente al televisor, Mujer bonita (Marshall, 1990), el cuento de hadas hollywoodense que solidificó el entonces incipiente estrellato de Julia Roberts. En ese momento llega a la casa la mamá de Natalie, quien después de servirse una generosa copa de vino de tetrapak procede a derrumbar el sueño romántico de su hija. Eso que está pasando en la película no sucede en la vida real a mujeres como ellas, esas historias de amor solo les pueden pasar a las que tengan un cuerpo y un rostro como los de la Roberts y más vale que ella, que está gordita y seguramente crecerá gordita, se vaya acostumbrando.
Natalie crecerá para convertirse en la robusta Rebel Wilson, una joven y solitaria arquitecta que, por supuesto, no quiere saber nada del amor, pues está convencida que nadie podría interesarse románticamente en ella, por más que sea obvio que un agradable compañero de trabajo, Josh (Adam Devine), quiere ser algo más que su amigo de la oficina. La premisa argumental escrita por Erin Cardillo no carece de ingenio metanarrativo: después de un accidente en el que Natalie es llevada de urgencia al hospital, la muchacha despierta en un Nueva York de comedia romántica hollywoodense noventera, de tal forma que la ciudad es irrealmente bella, las calles son limpias, todos son amables, su arisco vecino (Brandon Scott Jones) se convierte en su inseparable compinche gay y, por supuesto, cliché obliga, Natalie es perseguida por un millonario imposiblemente atractivo (Liam Hemsworth), al mismo tiempo que se da cuenta que el único al que siempre ha amado es al modesto y simpático Josh, quien está a punto de casarse con una atractiva modelo y “embajadora de yoga” (Priyanka Chopra). Claro, todo ello aderezado con citas de la ya mencionada Mujer bonita, además de Cuando Harry encontró a Sally… (Reiner, 1989), Cuatro bodas y un funeral (Newell, 1994), Jerry Maguire: Amor y desafío (Crowe, 1996), Un lugar llamado Notting Hill (Michel, 1999) y otras más.
Más allá del previsible desenlace –que ya adivinará quien haya visto un par de comedias románticas– lo que le interesa a la argumentista Cardillo y a su estrella (y productora) Rebel Wilson es plantear no solo la obviedad de que mujeres con el cuerpo y la talla de Natalie pueden, claro, encontrar el amor, sino que para encontrarlo deben primero amarse ellas mismas y, de pasada, amar lo que hacen. Es un discurso de reafirmación femenina tan antiguo como el clásico de la screwball-comedy hollywoodense Ayuno de amor (Hawks, 1940), con el añadido de que la protagonista no es la energética y elegante reportera Rosalind Russell, sino una insegura arquitecta de unos 120 kilos de peso. La relativa novedad de una comedia tan blanda y previsible como ¿No es romántico? es que tanto su protagonista femenina como todos quienes la rodean no padecen de obesofobia. La lección del filme es que, más allá de la fantasía en la que vive Natalie –y de la que regresará cuando despierte del coma en el que se encuentra–, es posible tener una vida emocional sana y una productiva vida profesional sin tener que seguir la tiranía de tener un cuerpo de “embajadora de yoga”.
La realidad es que ser obesa en Hollywood es estar condenada, como dice Natalie en algún diálogo clave, a ser prácticamente invisible. No hay gordas protagonistas en el cine hollywoodense –ni de otras partes– y si alguna mujer pasada de peso aparece en alguna película –digamos, la gran Hattie McDaniel– es porque estará encasillada para siempre como la criada o nana de la heroína. No pasaba lo mismo, por cierto, si se era un hombre obeso: la gordura era una característica más, ya fuera el actor un comediante –desde el injustamente perseguido Roscoe “Fatty” Arbuckle o el inolvidable Oliver Hardy hasta los desatados John Belushi o Chris Farley– o un serio actor dramático, como Charles Laughton.
No es sino hasta fines del siglo pasado que la gordura femenina empezó a ganar espacios protagónicos en el cine y la televisión, primero con Oprah Winfrey en su influyentísimo The Oprah Winfrey show (1986-2011), luego con la comediante Rosie O’Donnell y su multipremiado The Rosie O’Donnell show (1996-2002) y, ya en este siglo, y proveniente del hip-hop, con la rotunda sensualidad de Queen Latifah (Beauty Shop, Woodruff, 2005), con la abierta agresividad de Melissa McCarthy –desde su papel secundario robaescenas en la escatológica Damas en guerra (Feig, 2011) hasta la notable película biográfica ¿Podrás perdonarme? (Heller, 2018), pasando por la desternillante parodia feminista jamesbondesca Spy: una espía despistada (Feig, 2015)– y con dos actrices y guionistas que, cada una en su estilo, han propuesto distintas versiones/visiones de lo que significa ser mujer con un cuerpo y un rostro “normales”. Me refiero a Amy Schumer, cuya ingeniosa serie televisiva Inside Amy Schumer (2013-2016) sigue siendo el mejor trabajo de su carrera; y Lena Dunham, cuyo programa Girls (2012-2017) provocó más de una polémica, especialmente cuando su personaje central, Hannah Horvath (la propia Dunham), apareció llevándose a la cama al galán Patrick Wilson en el episodio cinco (“One man’s trash”) de la segunda temporada.
La comediante Rachel Dratch, veterana de Saturday Night Live, no tiene peso de más, pero como ni su rostro, ni su cuerpo ni su estatura encajan con lo que el público identifica como las características que debe tener una protagonista, dijo alguna vez que todos los papeles que le ofrecen son del tipo de “las incogibles” (“the unfuckables”). Es decir, en el cine y en la televisión, la vida sexual suele estar conectada con el cuerpo “adecuado”: esbelto, delgado, proporcionado. Más aún si se trata de una mujer.
Por eso, más allá de los aciertos de la creadora/guionista Dunham en su crónica existencial de un cuarteto de veinteañeras millenials estadounidenses, lo que más levantó polémica en aquella temporada de 2013 de Girls fue que una mujer con la cara y el cuerpo de Dunham pudiera acostarse con alguien con el rostro y el cuerpo de Wilson. ¡Eso no sucede en la realidad!, decían algunos. Por supuesto, el problema no es que no suceda en la realidad –claro que sucede–, sino que nadie está acostumbrado a verlo en el cine o en la televisión. No es problema de la realidad, sino de la representación.
Este es el tabú que dinamita desde el inicio Shrill (EU, 2019), la reciente serie televisiva de seis episodios disponible en Hulu desde el pasado mes de marzo. Basada en las memorias de la escritora, activista y feminista Linda West, Shrill: Notes from a loud woman (2016) y creada por ella misma en colaboración con la guionista Alexandra Rushfield y la actriz protagónica de la serie, la comediante de Saturday Night Live Aidy Bryant, Shrill nos presenta, desde el primer episodio, que una mujer de mucho más de 100 kilos de peso no es, para nada, “incogible”. Es cierto que el novio de Annie Easton (Aidy Bryant) no es el mejor galán del condado –es un hípster bueno para nada que maneja el carro de su mamá, trabaja en una ferretería y produce un podcast ¿sobre la cárcel de Alcatraz?–, pero, en contraste, siempre está dispuesto a coger con Annie, por más que luego le pida que salga por la puerta trasera, para no tener que dar explicaciones a sus compañeros del departamento.
La activa sexualidad de la más que robusta Annie –en otro episodio se encamará con alguien más, un entrañable amigo de la infancia– no es el único elemento novedoso a considerar. La guionista Rushfield, siguiendo con cierta fidelidad los textos originales publicados por Linda West, nos presenta el despertar (existencial y profesional) de Annie a partir de la gozosa autoaceptación de su obesidad. Así, luego que uno de sus ensayos, “Hello, I’m fat”, se convierte en una inesperada cause-célèbre al ser publicado en el sitio web donde trabaja –las opiniones a favor y en contra inundan la sección de comentarios–, Annie no solo se convierte en una apasionada activista en contra de la dictadura del “cuerpo perfecto”, sino que obtiene uno de los mayores triunfos que alguien puede tener en este nuevo bravo mundo de las redes sociales: se consigue su propio, exclusivo y obsesivo troll, pues ya se sabe que, en el ciberespacio, si te trolean, luego existes.
Aparentemente no hay gran diferencia en los respectivos desenlaces edificantes de ¿No es romántico? y la primera temporada de Shrill. En los dos casos, nuestras jóvenes profesionistas pasadas de peso terminan aceptándose como son, se ganan el respeto de quienes las rodean (porque antes han empezado a respetarse a sí mismas, claro) y logran una suerte de equilibrio amoroso y emocional –más en el caso de la ñoña cinta protagonizada por Rebel Wilson. La diferencia es que en todos los ejemplos fílmicos y/o televisivos antes mencionados, la obesidad de la protagonista era obvia pero no estaba en el centro de la historia. En Shrill, los kilos de más de Annie representan el peso –pun intended– de la historia.
Las consecuencias de la publicación del ensayo “Hello, I’m fat” –en contra de la opinión de su jefe y editor fanático de la salud Gabe (el cineasta John Cameron Mitchell, espléndido)–, la llevan tanto a analizar sus recuerdos –de niña, no salía a nadar en la alberca para esconder su gordura– como a replantearse su presente, tanto en su relación con su (no tan) ojete novio Ryan (Luka Jones, divertidísimo), como en la simple aceptación del gozo y la felicidad que significa apropiarse del propio cuerpo (la escena de la piscinada en la que Annie está rodeada de mujeres iguales de gorda que ella).
Así pues, Annie puede tener el valor para poner sus condiciones a Ryan, enfrentar a su patético trol –acaso la mejor escena de toda la serie– y mandar muy pero muy lejos a una molesta especialista en ejercicios y dietas, que le dice una y otra vez que tiene que comer menos, estar saludable, quererse a ella misma, para poder dejar de estar tan gorda. Annie no necesita de eso: sonriente, va por la calle, segura de sí misma, mientras escuchamos “Pretty Ugly” de la rapera Tierra Whack: “Don’t worry ‘bout me, I’m doing good, I’m doing great, alright/It’s a bout to get ugly flow so mean I just can’t be polite”. Y al que no le guste, pues es su bronca.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.