Crímenes del futuro: Las mutaciones de Cronenberg

En su cinta más reciente, David Cronenberg se despide con humor y nostalgia de las imágenes provocadoras que lo convirtieron en una de las figuras más influyentes del cine.
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Semanas antes de que Crimes of the future compitiera en el festival de Cannes, su director David Cronenberg aseguró que los asistentes abandonarían la sala “en los primeros cinco minutos”. No asistí al festival, así que consulté distintas coberturas para averiguar si se había cumplido la predicción. Encontré que cada medio ofrecía una versión diferente. La mayoría reportaba que “algunas personas” (o sea, pocas) se habían levantado de sus asientos, a la vez que la consolidada revista Variety reportaba docenas de walkouts.

Puede parecer frívolo iniciar el comentario de una película describiendo la reacción a su estreno, más todavía si esta no cumplió con las expectativas de su director. Esa anécdota, sin embargo, es tan significativa que es casi necesario mencionarla para hablar de la película misma. Por el contexto de sus declaraciones, se entiende que Cronenberg hubiera deseado que los espectadores de Crimes of the future expresaran asco, indignación o cualquiera de las sensaciones que en su momento generó Crash (1996), sobre un grupo de hombres y mujeres que se excitan con recreaciones de accidentes de auto o con los prostéticos de los accidentados. Después de Crash Cronenberg filmó siete películas, pero aquella puede considerarse su última cinta realmente trasgresora. La polémica que generó está bien documentada, e incluye la resistencia de Francis Ford Coppola, presidente en turno del jurado de Cannes, a darle un premio especial; intentos de prohibir, restringir o retrasar su estreno en el Reino Unido y en Estados Unidos, y la publicación de textos que argumentaban que la película podría propiciar intentos de imitarla y que era irrespetuosa con las personas con discapacidades. Ante esta queja, el Consejo Británico de Clasificación de Películas consultó a personas que utilizaban prótesis su opinión sobre la cinta. Resultó que ninguna de ellas encontraba ofensiva su representación.

Desde Existenz (1999), Cronenberg no había vuelto al body horror –un subgénero que, por así decirlo, le pertenece a él–. Era una película más accesible que Crash, lo que explica que el director pusiera en Crimes of the future la esperanza de volver a escandalizar. A la vez, es ingenuo pensar que el director no está al tanto de lo mucho que se han ampliado los márgenes de la representación explícita de violencia y sexo. En todo caso, quizá no contempló que lo que hoy se considera inaceptable en una película son los supuestos ataques a un pensamiento homogéneo (de un lado u otro del espectro ideológico). Como ejemplo, el zafarrancho reciente que provocó la escena de un beso entre personajes gay de animación. La intensidad de la controversia no era mucho mayor que la que desataron los fajes casi necrofílicos de los personajes de Crash.

Como sea, Cronenberg advirtió que el disgusto que causaría su película ocurriría “en los primeros cinco minutos”. Se refería a la secuencia inicial –que no es gore, fetichista o convencionalmente obscena–. Ocurre en algún lugar donde todo es basura y putrefacción. A orillas de un lago verdoso, un niño llamado Brecken juguetea con una cuchara. Su madre, más harta que preocupada, le grita que no ingiera nada de lo que encuentre ahí. El regaño funciona a medias. Apenas entra a la casa, Brecken se come a mordidas un bote de basura de plástico. Convencida de que su hijo es un “invento” de su exmarido, la madre espera a que el niño duerma para asfixiarlo con una almohada. Deja el cuerpo sobre la cama y llama al padre para que lo recoja.

Las secuencias siguientes dejan claro que Crimes of the future ocurre en un futuro distópico. Los nuevos protagonistas son Saul Tenser (Viggo Mortensen) y Caprice (Léa Seydoux), una pareja de artistas de performance. El acto que los ha hecho famosos es una cirugía en vivo en la que Caprice le extirpa órganos a Tenser. Lo hace a control remoto, mientras él yace en una cama llamada Sark (por “sarcófago”) concebida para realizar autopsias. Tenser padece del llamado “síndrome de evolución acelerada”, una enfermedad provocada por el colapso ambiental, que lleva al cuerpo a producir órganos vestigiales. En casos menos extremos, las personas cuyos organismos aún no se adaptan a los nuevos tiempos dependen de máquinas que los ayudan a comer, respirar y dormir. (Son las máquinas de la próspera empresa LifeFormWare, fabricante del Sark y de otras máquinas/muebles de uso más cotidiano.) Las personas más evolucionadas tienen órganos que les permiten digerir plástico. Es el caso de Lang (Scott Speedman), padre del niño Brecken, quien le propone a Tenser hacer la autopsia de su hijo frente al público de sus performances. Lang pertenece a un grupo clandestino de evolucionistas que celebran las capacidades adaptativas del cuerpo. Sus principales opositores son la empresa LifeFormWare –ellos lucran con la dificultad de vivir en un mundo contaminado– y, sobre todo, el gobierno. Las autoridades quieren tener el control de cualquier cambio en el organismo humano, por lo que asignan a dos agentes la tarea de “registrar” nuevos órganos humanos: Wippet (Don McKellar), quien con ese propósito organiza el “certamen de belleza interior”, y Timlin (Kristen Stewart, estupenda), una burócrata nerviosa, de pronto embelesada con el aura “de artista” de Tenser.

En palabras de Wippet, una de las consecuencias más preocupantes de la evolución forzada es que la mayoría de las personas ha dejado de sentir dolor físico. Vistos de un modo, los argumentos de Wippet tienen sentido: gracias al dolor físico los individuos se percatan de enfermedades que pueden tratar a tiempo, o se abstienen de hacer movimientos que los lesionen. El espectador, sin embargo, intuye una agenda escondida. El guion no lo hace explícito, pero es sabido que infligir dolor es un mecanismo eficiente de control político, lo mismo en gobiernos autoritarios que en los que presumen de lo contrario. (El eufemismo “técnicas de interrogación mejoradas” volvió legal la tortura durante la administración de George W. Bush.)

La fotografía de Crimes of the future, en manos de Douglas Koch, es gótica y crepuscular. (Lo que se extiende al aspecto de Tenser: pálido, doliente y siempre envuelto en una capa negra.) Las imágenes del cuerpo son menos impactantes que en otras cintas de Cronenberg (no lo considero un retroceso, menos una carencia). No faltará a quien le repugne ver las vísceras de Tenser, pero no son tomas muy diferentes a las de los videos de intervenciones quirúrgicas. Son imágenes que, en sí mismas, no desafían un sistema de valores o una convención moral. Lo patológico es la enfermedad misma; lo trasgresor, si acaso, sería la disposición de los artistas a dar a la extirpación de órganos el estatus de acción artística. Y ni siquiera esto es nuevo. Los performances de body art datan de los años setenta, y algunos han exhibido no solo la manipulación del cuerpo sino el dolor físico del artista. Crimes of the future reconoce esto y habla del body art como un tipo de arte mainstream, donde el público pasa de ver la disección de un cuerpo a socializar con otros asistentes, copa de vino en mano. Para nada es una actividad clandestina, como sí lo eran en Crash las reuniones de los parafílicos. Crimes of the future incluso plantea que hay de artistas a artistas. Cuando uno de ellos recorre el escenario con los ojos y los labios cosidos y orejas prostéticas repartidas por toda la cabeza (de fondo se oye la consigna “Es momento de dejar de ver; es momento de dejar de hablar –es tiempo de escuchar”) varios comentan lo burdo de la metáfora. “No todas las orejas son funcionales”, dice una mujer con la acidez propia de una crítica de arte.

Pareciera que Cronenberg reconoce el riesgo de, a estas alturas, poner todas sus fichas en la trasgresión visual. La única escena que recuerda esa veta del director es una en la que Tenser le muestra a Caprice que tiene una nueva cavidad en el abdomen, la cual se puede abrir con un cierre. Esto excita a la artista, quien se arrodilla frente a él y le lame la abertura. Es el único acto sexual de la película, aunque la extirpación pública de órganos tiene una clara carga erótica. Cuando la burócrata Timlin es testigo de uno de los performances, luego le dice a Tenser que, por lo que acaba de ver, “la cirugía es el nuevo sexo”. El artista reacciona con una sorpresa que se siente falsa, ya no se diga en una cinta de Cronenberg. Es una premisa tan establecida en su filmografía que hasta se permite bromear con ella. Secuencias más adelante, Timlin intenta seducir a Tenser. Para justificar su torpeza, el artista le responde que “no es muy bueno en el sexo antiguo”.

Se ha dicho que Crimes of the future deja ver a un Cronenberg redundante. No me lo parece. Más bien da la impresión de que el director se despide con humor y nostalgia de las imágenes provocadoras que lo convirtieron en una de las figuras más influyentes del cine. Hasta hoy, todas las películas que abordan la fusión del cuerpo y la tecnología se consideran sus herederas. Que Crimes of the future se sienta nostálgica tampoco la vuelve una película sosa. El dilema ético al centro de la historia es más perturbador que una imagen ídem: Brecken, el niño comeplástico, ¿era una aberración (como lo consideraba su madre) o una esperanza de supervivencia humana? Cronenberg plantea el asunto con la complejidad que corresponde. El nacimiento del primer ser humano con un sistema digestivo capaz de asimilar porquerías sintéticas no es un evento que hable bien de nuestro manejo del mundo, pero es, después de todo, un milagro adaptativo.

El subgénero de cine ambientalista suele tener mejores intenciones que representantes. Crimes of the future es uno de los pocos ejemplos honrosos, y una película atípica en una filmografía de personajes fríos. Caprice derrama lágrimas ante la vista de un niño muerto, y estas son tan honestas como su discurso en favor de la preservación ambiental. Pero, ojo: Cronenberg es Cronenberg y se lo recuerda a la audiencia en la escena final. No la describo para no arruinarla al espectador, pero es el momento en el que Tenser considera la posibilidad de usar por primera vez los accesorios implantados en su abdomen por la célula evolucionista. El close up con el que cierra la cinta da un significado nuevo a la afirmación de Timlin. La cirugía es el nuevo sexo: la sonrisa en el rostro de Mortensen es de una placidez postcoital. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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