No hace falta saber mucha historia sino, simplemente, tener algo de memoria para estar en condiciones de afirmar que no hay nada absoluta y rigurosamente nuevo, para poder constatar que, cuando se reconstruye una etapa del pasado en la que surgió, pongamos por caso, un artista o un pensador tenido hoy por rupturista o incluso revolucionario en lo suyo, un considerable número de artistas o pensadores coetáneos se dedicaban a presentar en ese mismo momento propuestas en parecida o muy similar longitud de onda. En realidad, es la reconstrucción histórica posterior la que decide a toro pasado seleccionar una figura en particular y convertirla en emblema y síntesis de todas las micronovedades que se estaban presentando por entonces de manera simultánea. Cuando en la actualidad, por poner un ejemplo casi banal, se reconstruye el estallido de la música pop en los años sesenta del pasado siglo lo más frecuente es que se concentre en unos pocos intérpretes (Elvis, por ejemplo) o grupos (Beatles y Rolling Stones casi siempre) lo que andaban haciendo muchas más gentes, a veces incluso de manera extremadamente similar.
Pero a las anteriores reservas podríamos añadirles otras, en cierto modo complementarias. Y es que tiene su parte de verdad la reacción escéptica de los especialistas en cualquier ámbito del conocimiento cuando advierten, no sin cierto fastidio, de que lo que con frecuencia tiende a anunciarse en público como una gran novedad no es para los que de verdad conocen otra cosa que la reedición, no reconocida como tal, de viejas propuestas. De ahí su tendencia a rechazar por déjà vu cuanto aparece con pretensiones de originalidad en el ámbito de su especialidad.
Pero que la reacción tenga una parte de verdad no equivale a que la tenga por completo. Si esto último fuera el caso, casi con toda probabilidad acabaríamos abocados a alguna variante del clásico nihil novum sub sole que, pudiendo resultar de utilidad para dar cuenta de algunas determinaciones casi universales del ser humano, de ningún modo consigue iluminar las profundas transformaciones de todo tipo que atraviesan la historia. En realidad, el asunto está mal enfocado si se plantea en términos esencialistas, en vez de funcionales o prácticos, que es como resulta posible dilucidar lo que de realmente nuevo trae consigo aquello que irrumpe vestido de tal en el escenario de las ideas.
Digámoslo de esta manera: la única forma de escapar del estéril y paralizante “esto ya estaba dicho”, “esto ya se sabía”, “esto ya lo planteó x hace siglos” y similares es estableciendo aquí la misma distinción que algunos autores han planteado respecto a otros conceptos. Y así como se distingue, por ejemplo, entre verdad y efectos de verdad, así también podríamos distinguir entre novedad y efectos de novedad, siendo estos últimos los que en la práctica definen el valor y la eficacia de lo que pretende ser una aportación.
Una buena muestra de lo que podríamos llamar novedad fallida la representaría la autoproclamada en su momento “nueva política”, que a estas alturas ha quedado certificado que nunca lo fue (no por casualidad ha caído por completo en desuso la etiqueta), sino la imagen publicitaria presentada por una emergente generación de políticos ansiosos por precipitar el relevo de sus mayores. Ahora que dicho relevo se ha consumado, se hace evidente que, de haber algo nuevo, era la situación, no sus protagonistas, que no han producido efecto de novedad alguno ni discursivo (bastará para certificarlo con el recordatorio de una sencilla pregunta: ¿qué se ha hecho de presuntas nuevas categorías, anunciadas a bombo y platillo, como “casta”, “gente” y similares?) ni práctico, más allá de su mera presencia.
Un ejemplo de diferente signo es el constituido por la generalización en la esfera del discurso público del concepto de relato. A los no especialistas en determinados asuntos es probable que les parezca una muy novedosa aportación teórica, pero lo cierto es que el concepto lleva en danza mucho tiempo. Sin necesidad de remontarnos a Aristóteles –que ya sabemos que da para casi todo– y limitándonos a épocas más próximas, los autores y corrientes que han ido poniendo el acento en la dimensión narrativa del saber –de Nietzsche y Hans Vaihinger a Paul Ricoeur y Hannah Arendt, pasando por el psicoanálisis y ciertas variantes de la historiografía– han sido ciertamente abundantes.
Pero tal vez sea la propia teoría de la ficción la que nos haya proporcionado la clave para entender y valorar la novedad fundamental aportada por el concepto de relato. Escribía hace algunos años el fallecido profesor de crítica literaria británico Frank Kermode en su magnífico libro El sentido de un final (no confundir con la obra de Julian Barnes de idéntico título) que la lógica narrativa empuja a que el lector transforme el final de un texto, por abierto, incoherente o absurdo que dicho final pueda llegar a ser, en el fin, en el telos desde el que interpretar el sentido de todo lo precedente. Hasta el extremo de que si hiciéramos el experimento de darle a leer a alguien el manuscrito de una novela sin su último capítulo, en el que se aclararan todos los enigmas presentados a lo largo del texto, a buen seguro ese lector se las compondría para reinterpretar a su manera el significado del conjunto de lo anterior desde la perspectiva de lo efectivamente leído, es muy posible que incluso sin echar en falta nada.
La importancia de esta novedad acaso podamos calibrarla adecuadamente al aplicarla a la esfera de la historia. Porque lo que acabamos de ver que sucede con la lectura de los textos, sucede también con la lectura de los acontecimientos, constituyendo la manera más potente y eficaz a través de la cual quienes en un determinado momento ocupan el poder consiguen imponer su interpretación del pasado, del “cómo hemos venido a parar aquí”. Esta manera no debería confundirse (o al menos no se confunde necesariamente) con la descrita por el tópico de que la historia es escrita desde el punto de vista de los poderosos, al menos si entendemos dicho tópico en el sentido de que desde el poder se elabora y difunde un relato explícitamente justificador de su situación, presentándola como designio. En realidad, ni siquiera hace falta que los cambiantes inquilinos del poder elaboren y presenten toda una interpretación global de lo que hubo antes de ellos, porque lo que hay mientras ellos son los poderosos tiende a ser interpretado por los demás como la desembocadura, cuando no el destino, de todo lo precedente. Como en las novelas, en efecto.
Por eso los filósofos, con la jerga que les es propia, suelen insistir en la contingencia de todo presente. Intentan subrayar con ello que, de habitar el sentido en algún sitio, no lo hace en ninguna de las etapas del proceso, aisladamente considerada. Ni siquiera en la de ahora, por más que todos los presentes que en el mundo han sido hayan tenido la querencia de presentarse no como una etapa más, sino como el auténtico y genuino desenlace de la gran novela del pasado. El sentido, de haberlo, solo puede habitar en el entero curso de los acontecimientos o, si se prefiere, en el todo. Dejemos para el final la pregunta del millón: ¿acaso nos es dado, como seres históricos que somos, medirnos en algún momento con dicho todo, o no hay forma humana de escapar del encierro de aquella parte del mismo en la que nos ha tocado en suerte vivir? ~
Manuel Cruz es filósofo y senador por el PSC-PSOE en las Cortes
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