La paciencia liberal

En medio del ruido y la confusión propios de una época acelerada, que amenaza con menoscabar la idea misma de la democracia, es necesario recuperar el poder del pensamiento crítico.
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Nuestro tiempo es el de la aceleración. Somos hijos de una época empeñada en arrojarse hacia adelante a velocidades de vértigo; lo que hace unos segundos era novedad, de pronto ha adquirido un insoportable talante viejuno, por lo que hay que suplantar el juguete por otro artefacto que renueve la dopamina electrizante del asombro. La espera entre la “producción” de signos y su “consumo” se ha reducido al mínimo, haciendo de nosotros unos simples seres pasmados por una realidad que por momentos adquiere visos de caleidoscópica incandescencia; no hay manera de que podamos procesar, incluso si nos abocamos a ello con toda nuestra voluntad, el torbellino de información que nos rodea.  

La consecuencia natural de todo lo anterior es la confusión. Lo que hace cincuenta años resultaba claro y de bordes bien definidos, hoy es apenas una mancha que se posa unos instantes sobre el escenario de nuestros sentidos para después desaparecer, dejándonos en un mar de incertidumbre. Esta confusión inducida es sumamente peligrosa; cuando los mecanismos del raciocinio se encuentran obnubilados es cuando somos más vulnerables (y más peligrosos). Una de las raíces más hondas y amargas del miedo consiste en descubrir que no podemos comprender el trozo de universo que nos rodea. Saber dónde estamos parados y cuáles son los riesgos a los que nos enfrentamos es lo que nos ha permitido la supervivencia como especie: la confusión es ceguera intelectual y anticipo de la catástrofe.

Somos, en consecuencia, una generación de ansiosos que tratan de combatir el pánico con distracciones banales. No es casualidad que Lyotard, uno de los teóricos más conspicuos de la posmodernidad, gritara a los cuatro vientos: “Déjennos jugar”. De eso se trata, pues, este tiempo nuestro, de la distracción bulímica que persigue el ansioso agobiado por el peso de una realidad que le resulta insoportable. Esto es más evidente que nunca en la dinámica de las redes sociales: la infantilización, la ruptura irónica, el pastiche, la parodia y, sobre todo, a modo de ethos esencial, las ferocidades fútiles que han terminado por frustrar toda posibilidad de debate. En las redes sociales el éxito o promoción personal va de la mano con la vehemencia. En la nueva plaza pública parece no haber espacio para los sensatos.     

La velocidad, la confusión, el miedo y la bravata son enemigos naturales de la reflexión paciente propia de la sensatez liberal. El sistema nervioso intervenido no tiene más alternativa que la reacción instintiva propia de los seres que caminan por el mundo en “modo supervivencia”. Esta falta de serenidad desemboca en un comportamiento agresivo, animalesco incluso, que desconoce por igual la profundidad y la sutileza. En el universo de los impacientes todo ha de consumarse antes de que muera el día y, sobre todo esto, alguien ha de pagar siempre los platos rotos. Por ello es que el linchamiento (hasta hoy gracias a Dios solo virtual) suele ser la “estrategia” más común entre estos alienados: aspiran al orden, pero equivocan el camino al tomar el atajo infame de la desesperación. La realidad es demasiado enmarañada y no pueden proceder a desenredarla porque tienen las manos temblorosas y engarruñadas por la urgencia. Optan por la vieja estrategia de los locos: construir una realidad a modo y después habitarla haciendo de la imaginación su madriguera. La ira y el instinto son lo opuesto de toda sofisticación; resulta claro que al renunciar a la pausa han arrancado de su juicio toda capacidad de comprensión crítica del mundo. No hablan con argumentos sino con dogmas; no aspiran a la universalidad sino a un telurismo militante y estúpido; no buscan la nobleza sino el voluntarismo ciego y tenaz. Los anima un paradigma salvaje: el imperio de la fuerza.    

Todo lo anterior, que más bien parecería ser parte de una narrativa clínica que de una simple reflexión cultural, nos interpela cuando implica consecuencias concretas en el universo trascendente de las decisiones políticas. Las secuelas funestas de una sociedad exaltada todavía están por verse, aunque no es muy difícil suponer, visto lo visto, que toda esta irrupción emocional implicará un deterioro de las instituciones de la democracia liberal y, algo más severo y a mi juicio inverosímil, un notable menoscabo de la idea misma de la democracia. “¿Por qué obsesionarse con un futuro necesariamente democrático?”, me preguntó recientemente un colega. ¡Y no estaba bromeando!

En un tiempo como el nuestro, donde la autenticidad de la información es mucho más que cuestionable, los agitadores del populismo han hecho del aturdimiento su estrategia favorita en la guerrilla semántica que practican desde el anonimato de las trincheras virtuales. Atizan la confrontación promoviendo un estado de perpetua crisis; la consecuencia de esto, como he explicado, es una sociedad hiperventilante y angustiada que no es capaz de conseguir la serenidad que nuestro organismo requiere para desempeñar con eficiencia sus procesos de reflexión. Ellos, los embaucadores profesionales, ganan. 

Este mal de tiempo que voy describiendo surge, a mi juicio, de una causa fundamental: el abandono de nuestra tradición intelectual. Hemos desarrollado amnesia y abulia; desdeñamos el pasado y hemos dejado de suponer que el mañana será mejor. Nos hemos mudado a vivir en un presente fijo que es repetición infernal, tedio infinito. De este hartazgo nace el sarampión demagógico que nos afecta: deseo irracional de acción, compulsión acrítica, relativismo individualista, furor identitario, impaciencia, urgencia de gratificación, entre otras tantas necedades.

La sabiduría liberal, que no es un proyecto ideológico sino una perspectiva existencial, nos ofrece la alternativa paciente que necesitamos hoy más que nunca. Lo que nos conviene es esa pausa racional que nos permite entender que el presente implica por necesidad sacrificios que darán su fruto en el mañana, para nosotros o para quienes vivan entonces en este planeta. Sin esta solidaridad intergeneracional, propia de las almas grandes, será imposible que sobrevivamos el vendaval que amenaza con desarbolar la cultura occidental y el orden global propuesto.    

La tragedia de una coyuntura fragmentaria como esta que nos encontramos atravesando es el abandono de la analogía, núcleo primordial de la modernidad. La analogía nos permite comprender que el individuo y la sociedad que lo contiene poseen una relación de dependencia proporcional; la analogía nos muestra un esquema de relaciones de grado que hace posible la justificación racional y su desarrollo científico; la analogía nos permite vincular armoniosamente lo diverso; la analogía explica las ideas de progreso, legalidad, libertad y colaboración entre otras directrices del polo liberal. El mundo actual, en cambio, permanece obsesionado con la ruptura y el disenso, articulados por el lenguaje descarnado de los cínicos y los cobardes: la ironía.

Solo quien no se ha dejado envolver por las fuerzas de la vida es capaz de afincarse para siempre en el resentimiento y el desencanto. Esta manera de ser hombres solo puede generar dolor, desconcierto y fracaso planetario. Tengo para mí, movido por la fuerza de la más profunda convicción, que la superación de esta actual crisis de sentido solo será posible cuando recuperemos los dos basamentos sobre los que se ha construido el edificio (por suerte todavía en pie) de occidente: la caridad (caritas) de los cristianos y la prudencia (φρόνησις) de los griegos.

Recuperar entre tanto ruido el poder del pensamiento crítico es la meta; vencer el miedo, no hay duda en esto, es el primer paso para conseguirlo.

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es profesor en la Penn State University.


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