Foto: Presidencia de la República.

La ingenuidad del presidente

Tras la estrategia de AMLO frente a la delincuencia se vislumbra la aparente convicción de que el “amor”, en un sentido cristiano, basta para superar la gravísima crisis de seguridad. Pero la realidad no se somete a reduccionismos doctrinales.
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Los hechos de extrema violencia ocurridos en Culiacán el 17 de octubre, tras la aprehensión y posterior liberación de Ovidio Guzmán López, revelan un estado de cosas inédito en el país: el reblandecimiento absoluto del Estado frente a una fuerza delincuencial bien organizada.

Las acciones del actual gobierno, entre ellas su inexplicable reacción ante lo sucedido en Sinaloa, son impulsadas en gran medida por las opiniones religiosas del propio presidente. Me refiero con esto a un cristianismo de muy escasa hondura reflexiva, acaso sin más justificación teológica que la fantasía mesiánica de corregir el desequilibrio introducido en la historia por el pecado. No se trata de un proyecto tanto como de una misión: difundir en el mundo secular el caritas de la revelación crística. Todo esto me parece muy respetable, pero resulta claramente un peligroso despropósito cuando trasciende la esfera de lo privado y se involucra en el universo de las decisiones de gobierno, que por serlo deben ajustarse con exclusiva obligatoriedad a los límites que les impone la ley. Es un error monumental asignar al Estado, creado para poseer un carácter impersonal, atributos de la conducta humana. El Estado no debe aspirar a ser misericordioso sino justo; el Estado no debe aspirar al “amor” sino a la defensa permanente de la legalidad.  

El cristianismo lopezobradorista del que hablo es de carácter maniqueo y divide el mundo entre aquellos que ejercen el poder y quienes lo padecen. Las políticas sociales y de seguridad pública implementadas por el actual gobierno responden a esta lectura de la realidad. Desde esta perspectiva no hay delincuentes sino hombres que delinquen debido a razones ajenas a su propia responsabilidad: el crimen organizado tiene un contexto cuya causa fundamental es la desigualdad social originada por las élites económicas.

Los empresarios son los enemigos más visibles de esta cruzada reivindicadora; son ellos los que con su afán de lucro –palabra que en el universo paleoconservador del presidente debe entenderse como sinónimo de robo– han trastocado el orden “natural” del mundo. El deseo de acumular capital ocasionó la trágica pérdida del paraíso en el que los adjetivos posesivos eran desconocidos por todos. Por ello la severidad con que AMLO insiste en el tema de la corrupción o cualquier forma de hurto, porque ahí radica según él la causa primera de toda distorsión social ulterior. En esto no le falta algo de razón: la corrupción debe ser combatida, faltaría más, pero nunca desde un púlpito sino desde un tribunal y con los instrumentos propios de los códigos y leyes vigentes.

Como consecuencia de todo lo anterior, su imagen de la sociedad está más cerca del comunitarismo que de la libertad individual: la propiedad privada como distorsión del deber ser frente a un colectivismo anónimo que redime a los pobres de espíritu. De acuerdo con la perspectiva del presidente, la avaricia de los comerciantes tiene una derivación funesta: la formación de una clase mayoritaria empobrecida. Esto explica sus ataques constantes a la Coparmex en una suerte de reescenificación de aquel pasaje del Evangelio donde un Cristo colérico vuelca las mesas de los cambistas en el templo de Jerusalén (Mc 11: 15-18). El presidente de México pertenece a ese grupo de detractores que el filósofo español Antonio Escohotado ha dado en llamar “los enemigos del comercio”, es decir, los enemigos de la independencia de la persona frente al poder político. Se trata de representantes de un poder institucional (religioso, político, monárquico) que recela, como es natural, de la actividad comercial porque esta permite que el ciudadano más ordinario y simple pueda afianzarse socialmente. La persona autosuficiente es una amenaza para el discurso populista porque desmiente con hechos lo que los demagogos predican con grandes aspavientos. 

De estas creencias es que se deriva su abdicación ante la violencia del crimen organizado. La “estrategia” de AMLO frente a los violentos puede explicarse con una regla de tres simple: cuando se repartan suficientes limosnas entre los pobres y cuando se les catequice debidamente, ellos habrán de renunciar al ejercicio delincuencial porque “el fuego no se combate con fuego” y a los balazos hay que responder con abrazos de reconciliación. El hombre parece estar convencido de que el “amor” basta para superar la gravísima crisis de seguridad e instituciones impartidoras de justicia que vivimos en el país: la imposición de un prejuicio sobre la prudencia republicana; la metanoia por encima del debido proceso.

Estos argumentos, más teológicos que filosóficos, han sido expuestos por personajes cercanos al propio López Obrador, como Enrique Dussel, teólogo de la liberación y uno de los personajes visibles del Instituto Nacional de Formación Política de Morena. Se trata de posturas sumamente perjudiciales para las instituciones democráticas del país, porque hacen del presidente un pontífice o un inquisidor, es decir, alguien que no representa la justicia sino que la encarna de manera hipostática.

Pero la realidad es insumisa a los reduccionismos doctrinales del presidente. La violencia rampante que recorre el país no va a detenerse con oraciones ni homilías; tristemente muchos más han de morir mientras las entidades públicas se desvanecen socavadas por la culposa ingenuidad de López Obrador, empecinado en creer que la realidad es el espejo de sus propios deseos.

Ante la claudicación del Estado en Sinaloa, López Obrador ha utilizado, como era previsible, el argumento de la prudencia. Se llama a sí mismo humanista y echa, como siempre, balones fuera, culpando a la administración de Felipe Calderón. Se equivoca y se equivocan quienes aplauden semejantes disparates; el presidente puede tener las creencias que le apetezcan, pero como jefe supremo del ejército es directamente responsable por todas las acciones que este implemente, incluyendo el fallido intento de aprehensión del capo Guzmán. La obligación de AMLO es actuar responsablemente, con inteligencia y valor, reconociendo el deber asumido voluntariamente de representar al Estado mexicano.

De cara a los delincuentes no puede existir ni piedad ni ánimo de venganza, sino la serenidad y la certeza de que se hace lo justo y necesario, es decir, la defensa de la gran mayoría de los mexicanos, que no pertenecen al crimen organizado, que solo buscan vivir y trabajar en paz. El Estado está llamado a administrar con eficacia su propia violencia en defensa de los más vulnerables.

Ni el narco es consecuencia directa de la pobreza, ni los empresarios son enemigos de la nación. La violencia no disminuirá con indulgencias, ni el hostigamiento de los sectores productivos desde el poder político reducirá en modo alguno la desigualdad social. Alentar estos oscuros prejuicios y, lo más grave, asumiéndolos como directrices de gobierno no puede ser sino una receta para el desastre.

Tarde o temprano, el presidente debe hacerse responsable de todas las consecuencias que el menosprecio al orden institucional conlleve. Mientras tanto, es deber de la crítica señalar todas estas cosas, poner el dedo en la llaga, hacerle ver que su necedad, cuando ni siquiera se ha cumplido un año de gobierno, ya ha costado mucha sangre.

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es profesor en la Penn State University.


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