Llega y se va la Virgen

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¿Qué hay en la mandorla? Nada.

Paul Celan

Hay una fotografía que hizo Graciela Iturbide en una expedición al santuario de Chalma. Se titula “Virgen de Guadalupe” y tiene la peculiaridad de mostrarla por ausencia: una metonimia hace visible a la totalidad de la Virgen con apenas su resplandor, el remanente escenográfico de su aparición trashumante:

Y sin embargo su energía icónica es a tal grado poderosa que basta ese resplandor para que la Virgen aparezca y que los espectadores vivamos el trance vicario de ser sus creyentes o sus negacionistas, actores de esa tensión civil y religiosa que marca la espiritualidad mexicana.

¿Resplandor? En tanto que se halla ausente la causa de ese efecto, se complica llamarlo aureola –la luz que irradia de un cuerpo heroico, mágico o sacralizado– pues en español aureola es sinónimo de halo y se reduce a la cabeza (las coronas reales son, de hecho, aureolas sólidas). Así pues, habrá que llamarlo mandorla en el sentido de los iconógrafos: un resplandor de cuerpo entero en forma de almendra, esa fruta cruzada con matemáticas. Mandorla sustituyó al concepto previo, vesica piscis, que se traducía feo (vejiga de pescado) y llevaba una excesiva carga pagana y/o vulvar, un vestigio milenario de la mulier amicta sole –la mujer solar, la fénix eterna– que relumbra en las tradiciones arcaicas bajo incontables advocaciones: de Isis a Guadalupe. Coinciden los estudiosos en que halos y mandorlas son de origen indio (emanan igual de Shiva y de Buda); viajaron a Siria y Caldea, turistearon por Egipto, saltaron a Bizancio, donde vistieron a Apolo y a Helios, que le contagió al Cristo solar la luz encapsulada y vehicular que extendió a su genitora.

Volvamos a bailar a Chalma. El trampantojo de las nubes pintadas en el telón sumadas a las naturales, así como el diálogo entre las pencas de maguey y los rayos de la mandorla, enfatizan el carácter aparicional de la imagen. La mandorla vacía parece de hojalata dorada y alzará un par de metros. El telón de fondo y los magueyes de utilería se montan en la plataforma de un camión que recorre la villa paseando a la Virgen, lo mismo que el palo que la sostiene para que no se caiga con el zarandeo. Ese palo convierte su función teatral en una nueva hendedura que no puede, tampoco, dejar de leerse como una anticipación de la cruz en la que morirá su fruto.

La foto le interesaría a la profesora Gisela von Wobeser, quien publicó en los Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas de la unam un muy nutritivo trabajo sobre los “Antecedentes iconográficos de la imagen de la Virgen de Guadalupe” (2015) en el que documenta su parentesco con la iconografía flamenca-alemana del XV y que puede encontrarse en línea.

Y le encantaría al querido profesor David Brading, quien dedicó un erudito, precioso libro a la Mexican Phoenix. Our Lady of Guadalupe: image and tradition across five centuries (2001) en el que menciona al sabio licenciado José Ignacio Borunda, para quien la imagen de la Virgen está pintada sobre “una hoja que llamamos penca de maguey” que –agrega Brading– es una “mandorla azteca”.

Es el mismo Borunda que sentenció puntualmente en el siglo XVIII que la imagen de la Guadalupana era un “jeroglífico mexicano”. Un jeroglifo lleno de todo y de nada, y tan indescifrable que Graciela Iturbide ha logrado retratarlo… ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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