Estado y narcotráfico: vidas cruzadas

Estado y narcotráfico: vidas cruzadas

The dope. The real history of the Mexican drug trade.

Benjamin T. Smith

W. W. Norton & Company

Nueva York, 2021, 464 p.p.

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En 1914 México vio ascender al poder a quien sería su primer traficante de drogas en la frontera norte. No se trataba de un capo, sino de un político: era el primer gobernador de Baja California, Esteban Cantú, quien durante su mandato logró financiar la transformación de ese estado, hasta entonces inhóspito, a partir de las ganancias obtenidas por el trasiego de drogas hacia Estados Unidos. Este episodio, que ilustra la manera en que la formación del Estado mexicano después de la Revolución es inseparable de la historia del crimen organizado, se puede encontrar en el libro The dope, del historiador británico Benjamin T. Smith, un esfuerzo que relata los lazos entre el mundo de la política y el de las drogas.

La travesía historiográfica de Smith comienza en el porfiriato. Nos lleva a los puestos callejeros de las curanderas indígenas donde se vendía mariguana y a los primeros pánicos antinarcóticos, hasta llegar al hype de la mariguana sin semilla, la favorita los hippies estadounidenses. Transita también por la llegada del opio a México con los migrantes chinos, para luego ver el nacimiento de las primeras familias de exrevolucionarios que innovaron con el cultivo de esta planta en el “Triángulo Dorado”, una actividad luego perfeccionada por sus descendientes del “Cártel de Guadalajara”. El libro explora rutas poco estudiadas del tráfico de drogas, como la de la heroína proveniente de Francia, y retoma otras más mencionadas como la de la cocaína colombiana. Es también la historia del involucramiento de los gobiernos mexicanos, en sus distintos niveles, como parte activa del negocio. Y también de las campañas antinarcóticos impulsadas por Estados Unidos; nos lleva de la Guerra Fría a la guerra sin cuartel contra y entre el crimen organizado.

El autor emplea una narrativa atractiva, alejada del árido lenguaje academicista que suele preocuparse más por demostrar la solidez de las investigaciones que por contar una historia. The dope conecta un sinnúmero de fuentes documentales con relatos y anécdotas que permiten trazar la historia del narcotráfico en México a partir de la de sus narcotraficantes. Retoma trabajos emblemáticos como los de Luis Astorga, pero abona y profundiza: arroja luz sobre periodos hasta ahora perdidos, particularmente de mediados del siglo XX, y construye pequeñas biografías de personajes olvidados como el doctor Leopoldo Salazar, el encargado de la política de drogas de Lázaro Cárdenas que casi logra acabar con el prohibicionismo.

Hay tres tesis centrales que sostienen el libro. La primera es que el negocio del tráfico de drogas no siempre fue el de los llamados cárteles ni estuvo marcado todo el tiempo por la violencia. Inició más bien como una actividad de clanes familiares que, de hecho, no competían entre sí. Si algo caracterizó al narcotráfico durante la primera parte del siglo XX fue la colaboración mucho más que la confrontación. En consecuencia, Smith pone en tela de juicio la visión tradicional que percibe como inevitable la relación entre violencia y narcotráfico.

La segunda tesis sostiene que las “redes de protección” constituyeron el centro de las disputas que existieron. Es decir, la lucha por quién controla el territorio y permite que las actividades criminales ocurran. Durante la mayor parte del siglo XX, el Estado mexicano manejó esas redes de protección, a fin de obtener recursos del crimen tanto para financiar instituciones como para engrosar los bolsillos de sus funcionarios. Pero, contrario a lo que muchos creen, esa red de protección no siempre fue estable o centralizada durante el priismo. De hecho, las disputas gubernamentales (y no las criminales) habrían sido el principal motor de la violencia, misma que estallaba cuando, por ejemplo, los gobernadores arrebataban el control criminal a los alcaldes o a sus predecesores; o cuando la Policía Judicial Federal tomó el control de las “plazas”, que más tarde quedarían en manos de la Dirección Federal de Seguridad. Muchos de esos especialistas de la violencia saltaron del gobierno al crimen organizado. Y luego, en el periodo de la transición democrática, los papeles cambiaron: los criminales “capturaron al Estado” ante la pulverización del poder político y el incremento de las ganancias del mercado de las drogas.

El tercer elemento central del libro es que la fuerza que ha determinado la mayor parte de los cambios en el mercado y las políticas de drogas en México ha venido del exterior. El relato muestra que los narcotraficantes han sido particularmente responsivos e innovadores frente a los gustos cambiantes de los consumidores norteamericanos. También profundiza en algo de lo que no se habla tanto en el país vecino: que las políticas punitivas promovidas por Estados Unidos han tenido un trágico efecto en México. Gran parte de las campañas antinarcóticos de nuestro país se han aplicado a regañadientes (pues las corporaciones mexicanas se beneficiaban de los mercados ilícitos) y han generado tres efectos nocivos: primero, la expansión de prácticas como la tortura y la desaparición forzada con el aval de las autoridades estadounidenses; segundo, el rompimiento de las redes de colaboración entre narcotraficantes, que han sido orillados a traicionarse y competir para no ser víctimas de la coerción gubernamental; y, finalmente, el aumento de los precios de las drogas, lo que ha permitido que el negocio siga siendo atractivo.

Acaso uno de los reproches que se puede hacer al libro es que dirija su batería crítica hacia la hipocresía de las autoridades y los consumidores estadounidenses y, por momentos, parezca un tanto complaciente con México por su fatal vecindad. Me atrevo a especular que, al momento de escribirlo, el autor tenía en mente al lector norteamericano y no tanto al mexicano. Un hecho evidente es que presta menos atención a lo que sucede a partir de los años noventa y, particularmente, a las últimas dos décadas de este siglo, justamente cuando el drama mexicano se explica más por las decisiones tomadas de este lado de la frontera que por las presiones del exterior.

El mismo espíritu crítico del libro debería impulsar a los lectores mexicanos a hacerse preguntas incómodas. Por ejemplo, cuando Smith menciona que la enorme demanda de drogas encontró en la desesperación del campo mexicano su gran fuente de oferta, valdría la pena cuestionarse por qué sucedió de ese modo: ¿cuál es el rol que ha jugado el ejido como un sistema dominante de tenencia de la tierra que, en general, inhibe el capitalismo y genera un espacio fértil para el narcotráfico? ¿Cómo es que nuestro campo parece regirse, en algunos casos, bajo una especie de sistema feudal, pero ahora en manos del crimen organizado?

Respecto a la violencia criminal, Smith asegura que está incentivada por la acción punitiva del Estado, pero esa interpretación no alcanza para explicar la violencia reciente: actos atroces, que llegan hasta el canibalismo, se han vuelto prácticas culturales entre quienes participan en el negocio de las drogas. ¿Qué hacer con ese legado de sociopatía acumulada en México? ¿Qué nos dice de nuestra propia sociedad?

La otra crítica que se le puede hacer al libro es sobre un tema que en realidad toca muy brevemente: el de la administración de Andrés Manuel López Obrador, a la que ve con cierta indulgencia. De nuevo, debido a que para Smith es la acción punitiva del Estado lo que estimula la violencia criminal, el autor parece esperanzado en que la política de “abrazos, no balazos” pueda desincentivar las confrontaciones. Sabemos que no ha sido así: en buena parte de las regiones con presencia de organizaciones criminales la violencia sigue en aumento. La militarización se ha profundizado y con ello la falta de vigilancia sobre las acciones punitivas. Los municipios han sufrido un debilitamiento financiero, particularmente en materia de seguridad, lo cual no abona a revertir la “captura del Estado”. Los conflictos entre grupos criminales persisten. La austeridad excesiva y la fallida política social de este gobierno tampoco han resuelto las causas estructurales que permiten la expansión del crimen. Menos se puede decir que haya un viraje en la actitud conservadora frente al consumo de las drogas.

Bien harían los encargados de la política de seguridad actual –y quienes pretenden serlo en el futuro– en leer este libro y mirarse en el espejo del pasado. También sería provechoso para académicos y estudiantes de historia, no solo de la seguridad, sino del sistema político mexicano. Su principal virtud, además de los grandiosos hallazgos que contiene, está en su estilo narrativo que lo asemeja a una gran novela. Aquellos fanáticos de series televisivas como Narcos tienen aquí la oportunidad de saltar a una historia más auténtica, formativa e intrigante que la de los policías y ladrones que se cuenta en la pantalla chica. Y es que la realidad descrita por Smith, nuestra realidad, francamente supera a la ficción. ~

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Politólogo por la UNAM. MPA en Seguridad y Resolución de Conflictos por la Universidad de Columbia.


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