El mar en que nos bañábamos ya no era como el de mi infancia. Las plantas de tratamiento de residuos garantizaban su belleza. Había un control minucioso que nos daba tranquilidad y cubría todas nuestras expectativas.
Las olas estaban medidas, al milímetro. Siempre el mismo balanceo, para asegurarnos una agradable sensación de descanso.
Mis paseos eran un recorrido exacto de 6.666 pasos de lado a lado de la playa, que contabilizaba mi reloj de muñeca. Los latidos de mi corazón se acompasaban con todos los latidos de otros usuarios del mismo reloj y de la misma playa. Nos vendieron esa vida, llena de la tranquilidad que todos anhelábamos, pero para eso había que aceptar las sencillas normas, como la de nunca salirnos del camino.
Yo era viejo.
No me quedaban ganas de discutir.
Por lo que firmé todos los documentos para ser veraneante de los 6.666 pasos.
Un día me despisté, y me fui más allá del final de la playa. Cuando me quise dar cuenta estaba junto a las rocas, tuve curiosidad e intenté escalarlas. Me costó algo de esfuerzo. Y mi reloj comenzó a emitir un molesto sonido intermitente.
Me lo quité y lo dejé en un lado de las rocas.
La vista desde allí no cambiaba demasiado: el mismo mar y otra playa. Ladeé las rocas, pero resbalé y caí al agua. Al intentar volver, no me di cuenta de que había un erizo, un viejo erizo, y me clavé cinco púas en la palma de la mano.
El dolor me sorprendió, y aún me sorprendió más la condena, un año por cada púa, y tres por cruzar los márgenes de la zona protegida.
Ocho años de aislamiento por quebrantar el orden de los erizos. ~