Una primera lectura de las elecciones argentinas del domingo pasado podría sugerir que, una vez más, el populismo que se expresa en la idea peronista triunfó sobre una alianza de partidos liberales cuyo propósito era llevar al país al camino de la modernidad perdida. Difícilmente sea esa una lectura que convaliden los cuatro millones de nuevos pobres que el gobierno que parte el próximo diez de diciembre produjo durante los cuatro años de su mandato, y que equivalen a casi el diez por ciento de la población del país. Probablemente tampoco sea esa la interpretación que compartan amplios sectores de las clases medias y medias bajas que vieron su nivel de vida desplomarse al ritmo de una inflación que, ya elevada al inicio de la gestión –en el orden del 25% anual–, será casi del 60% a finales de este año.
Porque aun si aquella no es una lectura completamente falsa, impide entender por qué el peronismo regresa hoy al gobierno y, a pesar de hacerlo con un rostro no demasiado distinto de aquel con el que se fue hace cuatro años, lo hace gracias al voto de muchos de los que hace cuatro años le cerraron las puertas del poder. La tentación de oponer la idea de un liberalismo modernizador a un populismo retrógrado es tan intensa como insuficiente. Sea lo que sea que entendamos por modernidad –ese concepto tan vapuleado por la ciencia política y la filosofía, por la crítica literaria y la historia– resulta bastante claro que las sociedades que se han propuesto ser modernas lo han hecho atendiendo simultáneamente a tres desafíos: producir prosperidad, conferir autonomía y movilidad social a los individuos, universalizar los derechos.
La sociedad argentina aspiró durante cierto tiempo a cumplir con ese propósito. Hasta mediados de los años 60 se desarrollaron unas clases medias dinámicas, abiertas al mundo e innovadoras, en un país en el que el proceso de sustitución de importaciones había producido una trama industrial y acelerado la urbanización y la integración social, a la vez que articulaba algunos rasgos propios de la modernidad como la racionalización de lo público y de lo privado, mientras que la integración de los sectores populares y el voto femenino extendían ampliamente la ciudadanía. Pero, en 1966, un nuevo golpe de Estado, liderado por Juan Carlos Onganía, un general integrista, marca un punto de inflexión y el inicio de la consecuente reversión de ese proceso modernizador. Esas franjas tradicionalistas de la cultura argentina, cuya “sensibilidad integrista –en palabras de Oscar Terán– verá amenazados los bastiones del orden cuando sus propios valores nacionalistas, espiritualistas y familiaristas se vean presuntamente carcomidos”, decidieron poner fin a una marcha cuyos contenidos de liberalización de las costumbres, innovación de los lenguajes estéticos e igualación de las relaciones sociales fue por ellos percibido como la antesala de un proceso revolucionario destinado a subvertir el orden completo de la sociedad.
Desde entonces, la Argentina abandonó de hecho esa vocación y dio inicio a un proceso de desmodernización que se ha ido cumpliendo progresivamente en las tres esferas antes mencionadas. En la primera se ha dado una desmodernización de la estructura económica, a causa de la continuada reprimarización sufrida durante los últimos cuarenta años, con un creciente predominio de la economía extractiva basada en recursos naturales, acompañada de la consolidación de una industria conducida por buscadores de rentas expertos en gestionar y obtener protecciones estatales o directamente contratos públicos, alejada cada vez más de la dinámica innovadora y competitiva del capitalismo avanzado y, mucho más, del tardocapitalismo tecnológico. Es una estructura económica que puede eventualmente producir crecimiento, pero que no produce desarrollo.
En la segunda esfera, la de las formas de sociabilidad, la Argentina se distinguió por sus rasgos igualitaristas y por su alta movilidad social, pero desde la dictadura instaurada en 1976, y más acusadamente desde los años noventa del siglo pasado, no solo ha perdido dinamismo sino que ha invertido el sentido del progreso: si en una época la mayor parte de la sociedad argentina tenía la certeza de que sus hijos vivirían mejor, hoy resulta evidente que, con la excepción de los estratos más altos, las condiciones de vida del conjunto de la población se han deteriorado en relación con las de generaciones anteriores, y se seguirán deteriorando en el futuro. Cada vez más, el destino de las personas depende principalmente, como en las sociedades tradicionales, del lugar social en el que han nacido, y no de sus capacidades y propósitos. Una vez más, origen es destino.
En la tercera esfera, la de creación de ciudadanía, la aspiración de universalizar los derechos civiles por medio de la incorporación de todos los miembros de la sociedad a la comunidad política, comenzó a revertirse al ritmo de la creación de una pobreza cuya magnitud y duración es una clara detracción de derechos para quienes son excluidos y que alcanzan, ya, a una de cada tres personas. No hay ejercicio posible de la ciudadanía en la marginación material y simbólica.
A lo largo de estas cinco décadas el país fue conducido alternativamente por las élites que se pretenden modernizadoras y globales y por las que reclaman expresar el nacionalismo popular. Los resultados de los gobiernos de unas y de otras no han hecho más que profundizar la espiral descendente en la que se sumerge la Argentina, juzgando por cualquiera de los indicadores internacionales: PIB por habitante, distribución del ingreso, educación, calidad de vida, ética pública, inserción internacional.
Lo cierto es que ni el peronismo que regresa al gobierno el próximo mes de diciembre ni el actual oficialismo han estado interesados en reiniciar un proceso de modernización atendiendo a las tres esferas que mencionábamos. El peronismo, bajo cualquiera de sus múltiples rostros, tiene una idea arcaica de las relaciones sociales y una concepción de la economía en la que la industrialización no está percibida como un factor de modernización sino como una estrategia de producción y captura de rentas en mercados cerrados, con un Estado que entrega cotos de caza a empresarios que no son ni competitivos ni innovadores. Pero aquellos que, también bajo rostros diversos, se le han opuesto en estos años, carecen también de un afán modernizador; si bien impulsan algunos sectores económicos de mayor dinamismo (como, por ejemplo, la producción agropecuaria que, en Argentina, está dotada de alta tecnología y resulta, en algunas actividades, sumamente competitiva a nivel global), no dejan de privilegiar actividades basadas en recursos primarios –además de aquellos de origen agrario, minería y energía– cuyo volumen y valor no podría permitir un desarrollo equilibrado del país. Se trata, de hecho, de una burguesía de muy pobre calidad intelectual, cuyo liberalismo se limita a la esfera de la economía siempre y cuando se ejerza desde posiciones de privilegio.
Esa alternancia de gobiernos que solo se han ocupado de promover los intereses de sus representados, indiferentes a lo que podríamos llamar el interés general, ha reconfigurado la estructura social argentina: el viejo país que aspiraba a una cierta homogeneidad de clases medias, movido por un fuerte impulso igualitario que permitía el ascenso social gracias a los bienes públicos provistos por el Estado, dio lugar a una Argentina cada vez más desigual. Las fuerzas centrípetas que durante buena parte del siglo XX hicieron confluir a los distintos actores sociales hacia ciertos sitios comunes –representados, hiperbólicamente, por esa idea que sintetizaba un ideario político y social, “la escuela pública”, que hasta el último cuarto del siglo XX fue la escena productora de una sociedad pretendidamente de iguales– se convirtieron en fuerzas centrífugas que comenzaron a desperdigar hacia extremos distantes fragmentos cada vez más inconexos de la sociedad.
Es en esa sociedad en la que se produjeron los comicios del 27 de octubre. Esa no fue fundamentalmente una elección entre democracia y autoritarismo: ni entre democracia liberal y autoritarismo populista, como sostienen unos, ni entre democracia popular y autoritarismo conservador, como afirman otros. Fue una elección entre coaliciones que representan dos países que no han hecho más que dividirse, alejándose uno del otro no solo en términos de ingresos y de riquezas sino en las formas más insalvables de la distancia: el lenguaje, la imaginación, los contenidos del futuro que es posible pensar. Si la crisis de 2001 cristalizó la nueva estructura social de la Argentina, las elecciones de 2019 son las primeras en las que las formaciones políticas en disputa expresaron esa realidad.
Si las elecciones confirmaron la existencia de una fractura a la vez social, política y cultural –una fractura que puede también ser leída en la larga duración de una historia nacional en la cual modulaciones diversas de esa división aparecen sucesivamente, con nombres y rostros variados pero con contenidos muchas veces semejantes– hay en ella particularidades de un presente en el cual las divisiones que fueron características del siglo XX están perdiendo, si no han perdido ya, su poder explicativo. El voto que llevó a Alberto Fernández al poder no es el voto obrero o de los sectores populares del primer peronismo ni el voto de las clases medias que se sumó a aquel en los años 70. Según un informe de la consultora Synopsis, hubo también en estas elecciones una correlación entre nivel de ingresos y preferencias electorales, correlación que en 2015 y, especialmente, en 2017 no se verificó o cuando menos no lo hizo tan extendidamente como para que se pudiera considerar la principal causa de la decisión de los votantes: en esas elecciones el todavía oficialismo ganó en numerosos distritos que tradicionalmente se habían identificado con las diversas variantes del peronismo. (Una de las principales críticas que debe hacerse al actual gobierno es que el desacierto de sus políticas económicas restituyó, por así decir, un componente “de clase” en las preferencias electorales de la población.)
Pero la distribución del voto en estas elecciones no se explica fundamentalmente por el nivel de ingresos, sino por la geografía: la fractura social es una fractura territorial, es decir, una fractura debida al tipo de relación que se mantiene con el Estado. La Argentina es un país peronista en el norte, en el sur y en los conurbanos pobres de las grandes ciudades, y un país no-peronista (¿antiperonista? No lo creo) en la franja central, desde Mendoza en la cordillera hasta Entre Ríos en el litoral, incluyendo a Córdoba, las zonas ricas de la provincia de Buenos Aires y naturalmente la Ciudad de Buenos Aires. El peronismo ganó allí donde la sociedad es más dependiente del Estado, la producción está más primarizada, el nivel educativo es más bajo y la calidad de la democracia local, juzgada con cualquier indicador internacionalmente reconocido, peor. Distritos en los que la sociedad civil es menos robusta, en los que el empleador principal es el Estado y la actividad privada es marginal. Por supuesto, no son esos los únicos votos que obtuvo la coalición ganadora: también entre votantes urbanos de alto nivel educativo –científicos, universitarios, artistas– su desempeño fue bueno. El oficialismo triunfó en los distritos productivamente más dinámicos, con nivel educativo más alto, en los que las democracias locales son más exigentes y competitivas y en los que hay una sociedad civil más activa.
La polarización territorial de los votos plantea problemas más serios que la distribución social de los votantes. La distancia social, en contextos de movilidad social, políticas públicas cohesivas y bienes públicos de calidad, no es necesariamente disgregadora: las tensiones políticas que produce pueden, bien gestionadas, conducir a sociedades crecientemente igualitarias, con aspiraciones compartidas. Resultan en los países socialdemócratas de la posguerra, y, aun más, en una Europa unificada que pudo incluso compensar diferencias ya no solo de grupo o de clase, sino incluso de ingresos entre naciones. Aunque es evidente que se trata de un proyecto que atraviesa inmensas dificultades y tensiones, no por ello deja de ser el experimento social y político más democrático e igualitario que hemos conocido.
La fractura territorial es de otro tipo: se trata de la ruptura de los imaginarios comunes, de la conciencia de que los conflictos no son los que tienen actores distintos en el marco de un proyecto compartido, sino la contradicción irredimible entre destinos divergentes y contradictorios, en la cual el éxito de unos significa el fracaso –la derrota– de los otros. La fractura social puede ser superada con políticas cohesivas. La fractura territorial es primero segregadora y finalmente disgregadora. La fractura social termina en una huelga general; la territorial, en un referéndum.
Las elecciones del 27 de octubre registraron la naturaleza de esta división. Eso explica el contenido de los discursos de campaña, el énfasis de Macri en afirmar que “no somos como ustedes, ustedes que no cambian”, y el de Fernández para señalar que “ustedes son la piedra en el camino”: lo que no cambia, la piedra, el obstáculo, el impedimento, la dificultad. Obstáculo no en el proceso de construcción de una casa común, sino obstáculo para “ser lo que se es”.
Ser lo que se es: he ahí una de las claves de las construcciones políticas de estos años. La política no como un modo de representar intereses y visiones del mundo, o para gestionar el conflicto, sino como una estrategia de supervivencia identitaria. La política como un modo de establecer los límites del “yo”, como una herramienta de fijación inmovilista. Más una afirmación del ser que un conjunto de prácticas de hacer y, en consecuencia, una herramienta para imponer la supremacía y no para resolver problemas.
Cada una de las coaliciones que disputaron el poder está incapacitada de reconocer qué hay de verdadero en la otra, a la que solo percibe como una amenaza cuyo triunfo significa la imposibilidad de la propia existencia. Pero el temor que se arrojan entre sí no es infundado: cada coalición expresa ideas sobre la sociedad y la economía que solo pueden cumplirse a expensas del otro. Guiados, unos, por la ideología de una globalización acrítica motivada en la economía de la oferta y otros por la fantasía de la salvación por la demanda y la sobrevaloración del mercado interno, cada una solo puede cumplir sus propósitos a expensas de la otra. Rústicamente, a eso en Argentina se le ha venido llamando, desde hace unos diez años, la “grieta”. Con más precisión, Juan Carlos Portantiero lo llamó, hace medio siglo, “empate hegemónico”: una situación en la que “cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría”.
La Argentina no podrá salir de la trampa en la que se encuentra hasta tanto la sociedad no pueda dar forma a una nueva coalición política, una coalición reformista y transformadora que no confunda, como lo ha hecho el macrismo, modernidad con digitalización de archivos ni sociedad justa con planes sociales; hasta que no pueda construir esa figura que Norberto Bobbio, en Derecha e izquierda, llamó el Tercero Incluyente, el que “tiende a ir más allá de los dos opuestos, englobándolos en una síntesis superior”, haciendo de esos opuestos, “en lugar de dos totalidades de las cuales cada una excluye a la otra, y como el anverso y reverso de la medalla no visibles simultáneamente, dos partes de un todo”.
Hasta tanto la sociedad argentina pueda construir esa nueva coalición, el país seguirá dividido entre dos opciones conservadoras o, directamente, reaccionarias: un liberalismo conservador y un conservadurismo popular, y sumida en ese empate que, en verdad, es una persistente derrota colectiva. No es necesario gozar de especial lucidez para anticipar que una vez más el resultado de las elecciones, que significa un éxito de algunos, concluirá en el inevitable fracaso de todos.
(Buenos Aires, 1960) es editor. Es el fundador y director de Katz Editores.