Argentina, 2021
Foto: Daniel Bustos/ZUMA Press Wir

Argentina, 2021

En las elecciones primarias del domingo pasado, se mostró que el voto ha dejado de expresar ideas para convertirse en estrategia de resistencia, en el modo que la sociedad ha encontrado para protegerse de un poder que desde hace mucho tiempo solo ha sido capaz de provocarle daños y frustraciones.
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El pasado domingo 12 se realizaron en Argentina elecciones primarias con vistas a las legislativas de medio término que se efectuarán en noviembre próximo. Esta modalidad electoral, llamada PASO (acrónimo de Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias), fue creada en 2009 por el entonces gobernante kirchnerismo, para evitar la dispersión del voto peronista, que podía presentarse en varias listas diferentes y restar poder al entonces grupo gobernante. Su objetivo es doble: por un lado, definir la conformación de las listas que se presentarán a las elecciones en aquellos partidos o coaliciones en los que hay dos o más corrientes internas en competencia y, por otro, definir qué partidos podrán participar de las elecciones, porque para hacerlo es necesario obtener más del 1,5% del padrón del distrito electoral en el que se pretende competir. Como ya lo indica su nombre, todos los partidos realizan sus elecciones internas el mismo día (simultáneas), todos los ciudadanos deben participar (obligatorias), y no es necesario estar afiliado a un partido para votar alguno de sus candidatos (abiertas). Estas particularidades convierten a las elecciones primarias en una encuesta nacional o, más correctamente, en un censo de preferencias electorales, y por tanto se convierten en un predictor de lo que será el resultado casi sin margen de error. De allí su importancia.

Y el resultado del domingo fue sumamente sorprendente, porque puso en cuestión una creencia largamente asumida por la sociedad política argentina, según la cual si las distintas corrientes internas del vasto y contradictorio universo peronista se presentan unidas, resultan invencibles: fueron, todas ellas unidas, derrotadas de un modo categórico. El peronismo perdió en algunas provincias que le habían sido históricamente fieles –Chaco, Santa Cruz, La Pampa, entre otras–, y sobre todo en la provincia de Buenos Aires, principal distrito del país y bastión electoral de la corriente interna liderada por la expresidenta y actual vicepresidenta, Cristina Kirchner, líder del sector más radicalizado y confrontativo del gobierno.

Los argumentos con que dar cuenta de la derrota del oficialismo son innumerables: la mala gestión de la pandemia (que incluyó una cuarentena excesiva e innecesariamente prolongada, el cierre de las escuelas durante más de un año, una gestión de compra de vacunas ideológicamente sesgada, que provocó presumiblemente muchas muertes que se podrían haber evitado); las pobres decisiones económicas –el PIB cayó más de 10% en 2020, uno de los mayores deterioros a nivel mundial–; la ineficiencia generalizada de un gabinete fundamentalmente mediocre y, por último, algunos hechos que produjeron mucho repudio por parte de la opinión pública, como la realización de reuniones sociales en la residencia presidencial en momentos en que estas estaban prohibidas, o la existencia de algunos sitios de vacunación que daban prioridad a altos funcionarios y amigos del gobierno.

Lo cierto, en todo caso, es que si bien muchos oficialismos han tenido pobres resultados electorales como consecuencia de las múltiples crisis –sanitaria, económica, social– producto de la pandemia de covid-19, también es cierto que el gobierno argentino cayó derrotado ante una coalición que solo dos años antes había sido desplazada del poder en razón de unos pésimos resultados económicos que habían acelerado una inflación que ya era excesivamente elevada y aumentado una extendida pobreza que, cuatro años antes, habían prometido reducir. Es decir, el gobierno perdió ante una oposición que en principio no sería percibida, por buena parte de la ciudadanía, como una alternativa.

Las elecciones argentinas se realizaron en un escenario político deteriorado y en un escenario social y económico catastrófico. Desde 2007, la escena política, agriamente dividida, se ha ido articulando en las dos coaliciones que actualmente predominan: el actual Frente de Todos, que reúne a las distintas fracciones del peronismo, y Juntos, que agrupa al antiguo partido Radical, al más joven PRO, creado por el expresidente Macri y a otras formaciones menores. Esquemáticamente, el Frente de Todos agrupa a los sectores medios y bajos de la sociedad, y a ciertos actores económicos que, con un discurso nacionalista y popular, propician políticas orientadas al fortalecimiento del mercado interno, fuertes regulaciones públicas y un extenso aparato de Estado, y una activa política de asistencia y contención de los sectores sociales vulnerables y excluidos. En Juntos se reúnen las clases medias y altas, que en principio se hacen cargo de tradiciones políticas liberales, están más conectadas con el exterior, pretenden un Estado de menor tamaño y peso y si no renuncian a las políticas sociales es muchas veces más por prudencia que por convicción.

Naturalmente, se trata de una descripción esquemática que no captura las complejidades internas de cada coalición ni la diversidad de una sociedad que cada vez menos puede ser representada de un modo pleno por los partidos políticos tradicionales o sus expresiones coalicionales, en parte por la multiplicidad de nuevas figuras sociales y culturales aparecidas globalmente en las últimas décadas, en parte por las mutaciones propias de una sociedad que ha visto, en el último medio siglo, una reconfiguración absoluta de la estructura social que había dado origen a aquellos partidos.

De hecho, conviene no olvidarlo, Argentina es uno de los países que peor desempeño económico ha tenido en las últimas décadas, y ese mal desempeño provocó transformaciones de un orden de magnitud impensado. Como observó el economista Martín Rapetti, el producto bruto por habitante es hoy igual al de 1974, pero la desigualdad y la pobreza son inmensamente mayores que entonces: mientras en 1960 la proporción de hogares pobres en América Latina ascendía al 50% y en Argentina era de solo el 5%, en la actualidad el 47% de las personas son pobres, un porcentaje que sube al 63% en el caso de los niños y adolescentes (y al 73% entre los jóvenes del conurbano de la ciudad de Buenos Aires). No hay indicador que no subraye esa pobre performance: desde 1970, el país tuvo 21 años de crecimiento negativo (algo que no ocurrió en ningún otro país del mundo), 39 años con inflación superior al 10% y en cinco oportunidades declaró impagable la deuda, una cantidad de veces que solo comparten Nigeria y Venezuela.

Para muchos observadores, y especialmente para quienes están alineados con alguna de las dos coaliciones dominantes, las elecciones del domingo fueron un límite a lo que consideran el populismo autoritario y antirepublicano del gobierno. Quieren ver en el voto una sanción no solo a los fracasos de gestión sino a las intenciones mismas de la gestión. Pero, si así fuera, en el caso de que la acción del gobierno hubiera sido razonablemente exitosa esa sanción se habría producido de todos modos.

Evidentemente, hay una parte de la ciudadanía para la cual lo que podríamos llamar principios, o elementos ideológicos, tienen relevancia a la hora de decidir el voto. Pero si esa parte fuera mayoritaria no se explicarían los cambios de mayorías que han marcado la política argentina en la última década. El mapa sería más estable, y la volatilidad del voto mucho menor que la que se puede observar en el siguiente gráfico:

Resultado de las elecciones PASO, generales y balotaje, 2015 – 2019

elecciones arg 15 19

Fuente:Twitter / @FedeGiammaria En azul, la coalición peronista (kirchnerista); en amarillo, la coalición radical-Pro; en otros colores, partidos provinciales.

           
Poco después del horario de cierre del comicio, el domingo pasado, un conductor de televisión alineado con el oficialismo anunciaba, a partir de la información que recibía de las encuestas a pie de urna, que se estaba por consagrar la condena definitiva del neoliberalismo; que, ya expulsado Mauricio Macri del gobierno en 2019, estas elecciones serían la confirmación de que el pueblo no sería nuevamente engañado. Con argumentos diferentes, pero para llegar a la misma conclusión, el que fuera principal asesor de campañas de Macri declaraba que el pueblo argentino es “anticapitalista, estatista” y que por tanto el peronismo ganaría las elecciones. Poco después, ambos habían sido desmentidos por unos resultados que le daban la espalda a un gobierno intervencionista y populista.

Hay, como decíamos, una parte de la ciudadanía que vota en función de preferencias ideológicas, y otra que lo hace a partir de identidades políticas fuertes, que no necesariamente se corresponden con elementos ideológicos. El peronismo ha conservado un núcleo amplio y estable de votantes que lo acompañaron aun cuando los programas políticos eran contrapuestos, como los de Carlos Menem y Néstor Kirchner. Pero las elecciones del domingo fueron fundamentalmente no ideológicas. Lo relevante no era elegir, como dicen los portavoces de las coaliciones políticas, entre “dos proyectos de país”. El voto sancionó a un elenco gubernamental que se mostró particularmente incompetente e intensamente arrogante. Sancionó a un gobierno que cree que sus preferencias son las de la sociedad.

El voto, así, ha dejado de expresar ideas para convertirse en estrategia de resistencia, en el modo que la sociedad ha encontrado para protegerse de un poder que desde hace mucho tiempo solo ha sido capaz de provocarle daños y frustraciones, una sociedad que ha visto una caída del producto bruto per capita del 15% en diez años. La verdadera magnitud de semejante dato resulta más clara si se piensa que, según numerosos estudios, diez años de guerra civil provocan una destrucción de riqueza exactamente de ese orden. La sociedad, por ahora, recurre al voto para limitar la capacidad de daño de los gobiernos. No es claro durante cuánto tiempo ese seguirá siendo el método, ni tampoco resulta evidente que no se estén creando las condiciones para que la democracia resulte amenazada por algún peligroso oportunista.

Diez años incluyen los años transcurridos del gobierno actual, los cuatro del anterior y el ciclo completo de la segunda presidencia de Cristina Kirchner: es decir, todos los protagonistas de la actual crisis lo fueron de su gestación. Pensar, como hace la oposición, que el rechazo al gobierno expresado el domingo es una aprobación entusiasta de ella misma es un error grave. La oposición no es más que el instrumento del rechazo. Son las piedras con las que se construye una barricada democrática.

El rechazo expresa también impaciencia. Una mirada más complaciente podría haber considerado que el gobierno solo ha tenido dos años de gestión, y que ese período coincide casi exactamente con la pandemia de covid-19. Que, posiblemente, si tuviera oportunidad de gobernar en condiciones de cierta normalidad podría realizar una tarea decente. Es posible que la suma de errores de Alberto Fernández, Cristina Kirchner y sus equipos desalienten fundadamente esa posibilidad. Pero el masivo rechazo a solo dos años de haber asumido expresa algo más que el repudio a la incompetencia. Expresa, a mi entender, la necesidad imperiosa de que el gobierno aleje un horizonte de expectativas que en la Argentina está colapsado. Hace ya mucho tiempo que es imposible prever, ya no digamos el largo plazo, ni el mediano, sino simplemente a más de tres o de seis meses: no se sabe cual será el valor del salario (la inflación del último año es superior al 50%), no se sabe cual será la situación laboral, no se sabe qué ocurrirá con el patrimonio…

Resulta evidente que ninguna de las coaliciones que dominan la escena política argentina ha sido capaz de revertir el largo ciclo de deterioro y frustración. Y es también evidente que ninguna de ellas podrá hacerlo por sí misma. Una reorganización del espacio político, que expulse a los sectores más radicalizados de ambas coaliciones y que permita la cooperación de los más moderados, de aquellos que puedan tener a la vez la mirada puesta en el crecimiento económico sin por ello desatender el sufrimiento social, esa reorganización es la única posibilidad que le queda a la Argentina para terminar el ciclo de degradación en que está sumida.

Si la oposición no pareció hacer esta lectura del resultado de las elecciones sino, más bien, quiso ver allí la confirmación de que es la depositaria de las virtudes cívicas y los méritos de gestión que no tendría el oficialismo, la crisis abierta, apenas 48 horas después, en el gobierno, puede ser la ocasión de que este se desprenda de sus elementos más recalcitrantes e invite a un diálogo amplio a partir del cual establecer algunos acuerdos básicos. Esos acuerdos solo serán posibles si unos abandonan la convicción de que el mercado es el mejor regulador de todas las relaciones sociales y los otros dejan de lado su creencia de que el Estado es el único dispositivo legítimo para organizar la acción colectiva. En el tironeo entre “estatalistas” y “neoliberales”, ambos han olvidado a la sociedad, han olvidado que es en ella, en lo público, en lo común, donde pueden prosperar a la vez las personas, los grupos y la riqueza, y que el Estado y el mercado son dos dispositivos que deben subordinarse a la sociedad. Sumido, a estas horas, en una salvaje batalla interna, el oficialismo podría dar un gran paso para reformular la coalición de poder con la que gobernar, desde la derrota del domingo, por los próximos dos años, y sentar las bases de una estrategia de cooperación permanente con la oposición para comenzar a reconstruir al país. Desgraciadamente, si es cierto que el pasado es el mejor predictor del futuro, no parece que eso vaya a ocurrir.


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(Buenos Aires, 1960) es editor. Es el fundador y director de Katz Editores.


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