“Los extranjerismos y latinismos crudos (no adaptados) deben escribirse en cursiva”, decretó hace poco la Real Academia Española (RAE) en torno a la vigésima tercera edición (2014) del Diccionario de la lengua española (antes conocido como DRAE, ahora llamado DLE), contraviniendo así una tendencia que ella misma propugnaba en versiones anteriores de la obra.
“En la nueva ortografía se da cuenta de las normas que deben seguirse cuando se emplean en textos españoles palabras o expresiones pertenecientes a otras lenguas, siendo la principal novedad en este sentido la equiparación en el tratamiento ortográfico de todos los préstamos […], con independencia de que procedan de lenguas vivas extranjeras (extranjerismos) o se trate de voces o expresiones latinas (latinismos)”, reza el edicto, que no justifica en absoluto el porqué de tal rigor. (Hay revistas y periódicos en internet y hasta impresos que ya no usan para nada las cursivas, a veces se inclinan en su lugar por las negritas o por nada; se puede prescindir de las cursivas sin perder lectores, créanme, lo importante no es la decoración del discurso escrito sino su contenido y cómo se leería ante un público todo oídos o cómo atrapa a un lector el relato, el discurso mismo, las imágenes que provoca en su mente, etcétera, nadie se detiene mucho a contemplar lo que es la cursiva.)
Pero la RAE añadió, como riéndose de sí misma: “Aunque hasta ahora se recomendaba escribirlas en redonda y con las tildes resultantes de aplicarles las reglas de acentuación del español, deben escribirse, de acuerdo con su carácter de expresiones foráneas, en cursiva (o [en su defecto] entre comillas [¿qué?, nomás con esto se va todo al traste]) y sin acentos gráficos, ya que estos no existen en la escritura latina.” ¿Y qué? Los acentos gráficos no existían en la escritura latina –y no olvidemos que el latín es, quod valde dolendum, una lengua muerta–, pero existen ya en la nuestra, que supuestamente es una de las hijas legítimas aún vivas del difunto o la difunta (ni siquiera recordamos con certeza su género), ¿pero por qué tendríamos que someter la ortografía de la escritura española a las costumbres gráficas o higiénicas de sus padres, la lengua latina y la griega, o de escrituras con menos alcurnia?
No hubo ni habrá mayor explicación, la academia no aludió siquiera en su proclama a un hecho capital: que en el habla no existe esa cosa que llama la cursiva. De acuerdo, la RAE habla de la escritura, pero ¿por qué nuestra escritura debe ceñirse a pautas gráficas rigidísimas cuando nuestra habla es más libre que una araña tejiendo su red? ¿Por qué, para qué, deben escribirse en cursiva ciertos vocablos at all et in saecula saeculorum? Al hablar no podemos hacer nada sino pronunciarlos, cada quien a su manera; nuestra lengua es un músculo fuerte y versátil pero, que no quepa duda, no puede pronunciar nada en cursiva. La RAE parece promover una suerte de descoyuntamiento entre la escritura y el habla (dicho sea entre dientes o susurrando, para que no se oiga).
Omite también la RAE, al menos su ordenanza en comento, que las cursivas cumplen una primera y señera función: además de emplearse para consignar títulos de obras, sirven para recalcar, por hacer cualquier hincapié que venga al caso, palabras, sintagmas o locuciones, sean extranjeros o propios de nuestra lengua, como cuando hablamos de la expresión hacerse bolas o hacerse un lío, por ejemplo.
El ilustre académico Fernando Lázaro Carreter, en El dardo en la palabra (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 1998), su memorable recopilación de artículos sobre el uso del idioma, obra de consulta vitalicia, se mofa un poco de los modernos latinoparlantes y se muestra más o menos displicente ante algunos latinajos que empleamos, muchos de los cuales, dictamina, no nos llegaron directo del latín siquiera sino del inglés o a veces del francés, tan ávidos de latinismos “los bárbaros del Norte”, los llama, como nosotros “los hispanos”. Tomamos del inglés versus o vs., por ejemplo, en el sentido de ‘contra’, en lugar de en el sentido francés de vers, ‘hacia’ (en ningún caso versus nos es indispensable pues tenemos contra y hacia); el híbrido estatus (¿por qué no estato o estatu?), que del inglés status “ha saltado a nuestro idioma gentilmente ayudado por sus fans, los cuales, de paso, han apuñalado situación, posición, rango y categoría. Brava proeza”; lo mismo campus y, muy probablemente, alma mater, que el Oxford English dictionary registra por primera vez en inglés en 1398 (de su uso en español no hallé registro historiográfico, aunque no busqué demasiado, pero ni el Diccionario de autoridades ni el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Corominas consignan siquiera la expresión), añado, y que, recuerda don Fernando, dio origen a una desternillante alma pater (sic, en vez de un no menos conmovedor, por lo menos congruente, almo pater o –¿por qué no?– paterfamilias [de la locución latina pater familias], que el DLE acoge junto y en redondillas).
El decreto de la RAE no hace, pues, sino evidenciar cierta incoherencia ab aeterno. En el DLE, disponible en internet (consultado en octubre de 2019), esperpentos como adlátere, ex profeso (o exprofeso), per cápita (o percápita), in fraganti (o infraganti), sic, etcétera, aparecen en redondas y con tilde en su caso, como si de las locuciones españolas más usuales se tratara pero, en su caos, per se (¿por qué no persé?), ad hoc (¿por qué no adhoc o adoc?), motu proprio, ad libitum (¿por qué no adlíbito?), modus vivendi (¿por qué no modo de vivir?), y muchas otras locuciones usadas en castellano desde hace decenios o siglos, se recogen ahora en letra bastardilla, como si a nuevos “préstamos” se hubieran reducido de súbito por decreto. La frontera entre los latinismos crudos y los cocidos es demasiado tenue y violenta; como todas las fronteras, por lo visto.
En fin, esa fue la “principal novedad” del significativo decreto, que se puede resumir o parafrasear más o menos así: Aunque hasta ayer se recomendaba lo contrario, a partir de ahora debe, a toda costa, hacerse justo al revés. Aún no se sabe si solo trata de alcanzar su cola como un perrito juguetón ni hasta cuándo la RAE seguirá haciendo de las suyas para lograr que nuestra lengua y escritura convivan –con o sin cursivas, con o sin comillas– tan campantes. Y si nuestra tan extrañada madre nos “prestó”, in articulo mortis o post mortem, eso no lo sé, estas expresiones, ¿cuándo se las devolveremos o pagaremos? Quisiera saber. ~
es miembro de la redacción de Letras Libres, crítico gramatical y onironauta frustrado.