Apreciados amigos:
No sabemos muy bien si es a nosotros a quienes interpeláis con vuestra amable misiva “A nuestros amigos españolistas” (La Vanguardia, 26 de diciembre). Es nuestra experiencia, el término “españolista” se usa de manera tan amplia en la conversación pública que pueden caber allí actitudes tan dispares como el limpio patriotismo constitucional de un Fernando Savater hasta el nacionalismo casticista de un Santiago Abascal. En todo caso, suscitábais en la carta asuntos interesantes que nos ha parecido bueno recoger y contrastar.
Buscáis trazar una raya entre sentimiento nacional, algo que entendéis normal y saludable, y nacionalismo, una ideología que os parece nociva y rechazable. Ciertamente, no es fácil delinear esa frontera. Entre otras cosas, por el fenómeno bien conocido de que todos creemos que los nacionalistas son los otros y el sano y natural sentimiento de identidad es el nuestro. ¿Qué criterio usar para demarcar lo benéfico de lo perjudicial, lo amable de lo agresivo, lo abierto de lo cerrado? Por nuestra parte, creemos que la piedra de toque podría ser esta: la obsesión con la uniformidad cultural. Allí donde alguien se angustia, ofusca u obsesiona con la homogeneidad cultural o lingüística de la sociedad en la que vive, allí estamos en presencia de un nacionalista.
Creemos que con esta afirmación estaréis de acuerdo, pero seguramente no con los casos a los que se aplica. A nosotros nos llama la atención, por ejemplo, que deis por hecho en vuestra carta que “españolistas” y “nacionalistas españoles” es lo mismo. Es posible que así sea, pero nos sorprende porque nos consta que muchos de los que firmáis las carta os definís como catalanistas sin consideraros por ello nacionalistas catalanes. Aunque a veces cuesta creerlo, pues en la praxis se han asemejado bastante, nosotros no descartamos que catalanismo y nacionalismo catalán sean cosas distintas, pero entonces habría que conceder la misma presunción a favor del españolismo. O, alternativamente, rechazar por igual nacionalismo catalán y catalanismo. Pero esto son bizantinismos.
Desde luego: tened por seguro que nos preocupa que la reacción al proceso independentista catalán genere un nacionalismo reactivo, de corte castellanocéntrico. Pero por lo pronto, justo es reconocer que es la cultura política del catalanismo la que ha normalizado la presencia de alguien como Torra en la presidencia de la Generalitat, una persona cuyos escritos traspasan la frontera del “sentimiento nacional saludable” para adentrarse en la xenofobia. Por ahora, el cuerpo electoral español no ha llevado a nadie equivalente a la Moncloa. De hecho, creemos que si se analizaran las evoluciones paralelas desde el regreso de la democracia, del mundo institucional catalán por un lado, y del español en su conjunto por otro, encontraríamos que mientras las instituciones españolas han ido de lo excluyente a lo inclusivo, las catalanes, perennemente en manos nacionalistas, se han ido haciendo más excluyentes y obsesionadas con la uniformidad.
De todos los ejemplos que se podrían poner para soportar esta tesis quizá baste con señalar que mientras el Estado distingue a autores y creadores en lengua cooficial, la Generalitat no hace lo propio con los catalanes que trabajan con la lengua castellana. Mientras la España constitucional del 78 ha abierto escuelas en todas las lenguas españolas y no hay ningún partido que rechace la enseñanza en esas lenguas, en Cataluña el consenso dogmático ha sido estigmatizar y prohibir la enseñanza bilingüe, algo inédito en cualquier país o territorio democrático y autogobernado con más de una lengua oficial.
En fin, estamos seguros, y así lo expresamos a menudo, de que hay margen de mejora para eso que llamamos “Madrid” en cuanto a reconocimiento y gestión de la pluralidad cultural, pero no es injusto constatar que la tendencia es positiva. No ha habido retrocesos: el fantasma tantas veces aventado de la recentralización sigue sin comparecer. Quizá por eso nos ha parecido que antes de lanzar alertas en vuestro escrito hubiera sido necesario algo más de autocrítica. Si la clase intelectual catalanista hubiera sido un poco más combativa con el tipo de nacionalismo excluyente que se gestaba entre vosotros, tal vez no haría falta ahora preocuparse por los desvaríos de Vox.
En todo caso, nosotros nos comprometemos a hacer la labor de vigilancia que nos toca. Entended, eso sí, que esto ya no es la España indiferente en la que Maragall se carteaba con Unamuno o aquella puramente intolerante en que Riba lo hacía con Ridruejo. En 2020, nosotros solo hemos conocido una Cataluña próspera, plenamente libre para desarrollar sus señas de identidad. No tenemos la sensación de haber incumplido nuestra parte del trato. Creemos que España se ha reconciliado con su diversidad interna, hace tiempo que dejó de confundir unidad con uniformidad, y que ahora cabe esperar y exigir lo mismo de Cataluña o del País Vasco. Cuando eso suceda, libres de angustia identitaria, y conscientes de que tanto España como Cataluña son realidades históricas hechas y derechas, imbrincadas y solapadas –no se pueden entender una sin la otra– ya no hará falta que nadie sea españolista o catalanista y podremos dedicarnos a ser europeístas y labrar la realidad por hacer, la de Europa.
Firmantes: Juan Claudio de Ramón, Elisa de la Nuez, José María Múgica, Germán Teruel, Javier Tajadura, Francisco Sosa-Wagner, Mercedes Fuertes, José Javier Olivas, Ignacio Gomá y Francesc de Carreras.
(Madrid, 1982) es ensayista y diplomático