Silencio y desconcierto
Estos días pasan frente a la ventana. Vemos las calles tapizadas de flores de jacaranda bajo la luz de la primavera, pero la calle está semivacía y sabemos que esa soledad se debe a una amenaza. Miramos con culpa al trabajador solitario que pasa frente a nosotros y nos dejamos caer en el sillón, atontados por el encierro. Estamos acostumbrados a vivir peleando por el lugar: en el cine, en el transporte público, en la fila, en la vida. Amistosa o beligerante, la contigüidad es una de las cifras de nuestra existencia y la soledad nos desconcierta. Ahora parece que el único lugar donde hay multitudes es el hospital.
Me apabulla el silencio en la ciudad. No estamos acostumbrados a vivir como si todos los días fueran domingo, en largas pausas de encierro. El ánimo oscila entre el aburrimiento y el miedo. La cuarentena no ha sido, hasta ahora, propicia para el trabajo; la desazón no es buena para escribir a pesar de que las fiestas de los vecinos se han interrumpido. Tampoco he podido ir a caminar a los Viveros porque el parque está clausurado por la emergencia. Ese bosque ha sido un refugio en los días feriados, esos días en los que la ciudad está adormecida y sola. Cuando vi la reja cerrada, la cadena y el letrero que advierte a los paseantes que no abrirá hasta nuevo aviso, me sentí doblemente confinada.
Estar encerrado y solo va contra lo que somos: un mamífero muy gregario que necesita el contacto físico con otros de su especie para desarrollarse y que, casi siempre, forma parte de grupos cohesivos grandes. Estar en cuarentena nos causa ansiedad y nos aburre por razones que tienen que ver con nuestra biología; no es asunto de talante ni de fortaleza. Debemos permanecer apartados: la sola palabra cuarentena trae con ella una carga histórica que nos obliga a cumplirla. A mirar el techo, caminar a la ventana, lavar un plato con gesto lánguido y fruncir el ceño ante las noticias. El pensamiento se mueve entre el tedio y la ansiedad, esos opuestos aparentes que se hermanan en la cuarentena.
Las epidemias –y con ellas la necesidad de la cuarentena– han acompañado a la humanidad desde el principio, pero nunca ha sido fácil aislarse.
En la Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides escribió que durante la epidemia ocurrida en Atenas (430 a.C.) “los que visitan a los enfermos morían como ellos, mayormente los hombres de bien y honra que tenían vergüenza de no ir a ver a sus parientes y amigos y más querían ponerse en peligro manifiesto que faltarles en tal necesidad”.
El médico Gentile da Foligno observó durante la primera oleada de Peste Negra en Europa que “la transmisión ocurre principalmente por mantener conversaciones contagiosas con gente infectada”, pero los consejos para apartarse de los demás se combinaban con la sugerencia de asistir a las procesiones. El Consilium de París, un compendio de exhortos para evitar la transmisión y averiguar las causas de la epidemia, afirmaba que la plaga había sido causada por una “conjunción de los planetas Saturno, Júpiter y Marte, precisamente a la primera hora de la tarde el 20 de marzo de 1345”. Estas conclusiones fueron obtenidas después de jornadas de trabajo incesante. Después de las explicaciones astrológicas y dietéticas, el Consilium invitaba a mantener poco contacto con los enfermos.
En su inimaginable apogeo la Peste mataba a miles de enfermos al día, lo que llevó a los sobrevivientes a concluir que el contacto con los demás era la causa del contagio, aunque ignoraban el papel de la pulga en la ubicuidad de la infección. Por eso en los años más crueles, los habitantes de las ciudades llegaron a creer que la Peste podía transmitirse por la mirada. Los sanos abandonaban a los enfermos; los sacerdotes se dejaban crecer el pelo sobre la tonsura para ocultar su condición; el Papa Clemente VI permitió a los legos confesar a los agonizantes y se dio permiso a los barberos para administrar medicinas. El Papa sobrevivió porque su médico, Guy de Chauliac, lo obligó a permanecer semidesnudo entre dos hogueras. De Chauliac lo hizo para asegurarse de que el aire estuviera limpio de miasmas pestilenciales. Ignoraba que el calor y la limpieza ahuyentaron a las ratas portadoras de pulgas.
Pero el Papa, como cualquiera de nosotros, se aburría como una ostra y hubo que pintar hermosos murales en la habitación donde sudaba, rezaba y escribía las bulas necesarias para mantener a la cristiandad en orden. Pero la cristiandad no hacía caso: una porción se dedicó a matar judíos, mujeres pobres o dementes, a flagelarse en público y, en algunas ciudades, a beber, comer, bailar y fornicar donde se pudiera y con quien se dejara. Otra, como siempre en momentos de prueba, se esforzó por mantener una semblanza de dignidad humana a pesar de la Peste. Hubo médicos, monjas, alcaldes, obispos, hombres y mujeres comunes que trataron de ayudar a los demás.
También hubo quien consignó lo vivido para dar fe de cuanto ocurría, como el conmovedor John Clyn de Kilkenny, un monje franciscano que escribió en un monasterio devastado “entre los muertos y esperando a que la muerte llegue a buscarme, he escrito con veracidad lo que he visto y escuchado. Y para que lo escrito no perezca con el escriba, aquí dejo pergamino para que en el caso de que alguien sobreviva en el futuro y algún hijo de Adán haya podido escapar de esta pestilencia, continúe el trabajo aquí comenzado”.
Una mano anónima añadió: “Y parece que fue entonces cuando el autor murió”.
Releo estas historias y miro a mi alrededor. De pronto, el encierro y el bombardeo de noticias alarmantes me parecen parte natural de la vida. Encerrarse no es nada comparado con lo que otros han tenido que hacer, lo que los médicos están haciendo ahora mismo. También esto pasará.