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Serena Williams no estuvo a la altura de su talento

La conducta de Serena Williams en la final del US Open es comprensible, pero difícil de justificar con los argumentos que la propia Williams ha utilizado. ¿Se trata de un incidente aislado en su carrera?
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A sus casi 37 años, diecinueve después de su primera victoria en el torneo, Serena Williams se plantaba de nuevo en la final del US Open. El camino no había sido fácil: después de ausentarse durante diez meses en 2017 por su embarazo y posterior parto, Serena tuvo que partir de las profundidades de la clasificación de la WTA para jugar –y perder- la final de Wimbledon ante Angelique Kerber. Dos meses después, volvía a desafiar a todos los agoreros y se plantaba en la trigésimo primera final de Grand Slam de su carrera. Para hacerse una idea de la hazaña, la menor de las Williams no se pierde la final de al menos un gran torneo desde 2006.

Todo esto no se consigue con un carácter débil o con un conformismo excesivo. Sí, Serena Williams lo ha ganado todo, más que nadie en el mundo excepto la australiana Margaret Court-Smith, pero eso no le ha impedido rendirse en ningún momento. Mientras Roger Federer, de su misma edad y similar palmarés, decía “sentir alivio” tras perder en octavos de final ante John Millman porque hacía mucho calor y se sentía incómodo, Serena no mostró piedad a su hermana Venus en tercera ronda ni a Karolina Pliskova en cuartos de final. Menos aún a la sorprendente Anastasia Sevastova en semifinales, a la que solo concedió tres juegos en todo el partido.

Como es casi imposible encontrar un equivalente en la historia del tenis femenino, se podría decir que Serena es una mezcla del talento de Federer, la competitividad de Nadal y la precisión de Djokovic. Ahora bien, todas esas virtudes tienen un inconveniente: el mal genio que a menudo la invade y le impide gestionar las derrotas de forma adecuada. Esto no es nada nuevo: en 1998, con dieciséis años, perdió un partido que tenía ganado ante Arantxa Sánchez-Vicario en Roland Garros. Las declaraciones de la española, posterior vencedora del torneo, dejaban claro ya hace veinte años lo que traicionaba a Serena: “Creo que ha sido una buena lección para ella, que se dirigió a mí en mal tono y sin ningún respeto”.

Algo más que mal tono y algo menos que poco respeto mostró la estadounidense en 2009, cuando una jueza de línea le cantó falta de pie en su partido ante Kim Clijsters y Serena le amenazó con ahogarla metiéndole una pelota de tenis por la garganta, lo que provocó su descalificación automática. Por entonces, el partido ya lo tenía casi perdido: 4-6, 5-6, 15-40. Con todo, consiguió que se hablara más de su “incidente” y los posibles malentendidos que de la merecida victoria de la belga.

Lo que nos lleva de nuevo a la final del US Open 2018 y al momento del que todo el mundo habla desde hace un par de días. Después de perder 6-2 el primer set y con break abajo en el segundo, Serena Williams protesta por el “warning” que el árbitro Carlos Ramos le ha dado por “coaching”, es decir, por recibir instrucciones de su entrenador desde la grada. Para Serena, la acusación en sí misma es un insulto, por mucho que después del partido su entrenador Patrick Mouratoglou reconozca que sí, que la estaba ayudando ilegalmente.

La reacción de Serena es sorprendente por su intensidad, sin duda producto de la frustración y de su mencionada competitividad mal entendida. Pese a la evidencia, acusa a Ramos no ya de cometer un error sino de caer en una ofensa personal. “Me debes una disculpa”, le repite en varias ocasiones, antes de sentarse para el descanso entre juegos y ya desde la silla. “Me debes una disculpa”, insiste, y apela a su condición de madre como prueba irrefutable de que no es posible que haya hecho trampas. Ramos intenta capear el temporal. Cuando va a explicarse, Serena le deja claro: “Quiero que te disculpes, ¿cuándo vas a disculparte? Di que lo sientes. Tú eres el mentiroso aquí”. El español intenta hablar, pero es Williams quien le ordena de inmediato: “Cállate, no me hables, no me digas nada” y Ramos, paciente, mira al infinito y prefiere no meterse en más líos.

Solo que Serena está fuera de sus casillas. Es una campeona que está a dos juegos de perder una final por la que ha luchado con sangre, sudor y lágrimas. Sigue murmurando para sí misma y cuando al fin le espeta: “Eres un ladrón, me has robado un punto”, Ramos decide aplicarle un nuevo “warning”, el tercero, lo que conlleva la pérdida de un juego. Como nueve años atrás, los supervisores tienen que volver a salir a la pista para interceder, calmar a Williams y recordarle que las reglas son las reglas. “Siempre me pasa a mí y siempre me pasa en este torneo”, lamenta Serena antes de disponerse a sacar para mantenerse en el partido. “Si fuera un hombre, nunca habría pasado algo así. Los hombres dicen cosas mucho peores sin que les pase nada”.

Hay que reconocer que no es un argumento descabellado. Efectivamente, los tenistas se han acostumbrado a tratar a los árbitros de una manera grosera y prepotente que sería intolerable en cualquier otro deporte. La amenaza del “top ten” de turno de “no vas a volver a arbitrarme en la vida” es ya casi el pan nuestro de cada día, sobre todo desde que Rafa Nadal se lo soltó a Carlos Bernardes y la ATP tragó con ello. Ahora bien, enfrente de Serena Williams, no había un hombre, había otra mujer, Naomí Osaka, que la estaba dominando por completo y que merecía un final más digno, algo que no implicara a todo un estadio abucheándola mientras ella lloraba solo por haber sido la mejor jugadora del torneo.

Lo que hizo Serena este sábado fue gravísimo por varios factores: supuso una falta de respeto al árbitro, una falta de consideración con su rival y una mancha para su prodigiosa carrera. ¿Puede que Nick Kyrgios hubiera salido indemne de una situación así? Lo dudo, salvo que Mohamed Lahyani fuera el juez de silla y encima hubiera bajado a hacer “coaching” él mismo, como sucedió en segunda ronda. Con todo, su actitud en la entrega de premios, abrazando a Osaka, pidiendo al público que la aplaudiera y negándose, entre lágrimas, a buscar más culpables que ella misma, la exoneran.

Ahora bien, por encima de todo, fue innecesario. Delante de todo el mundo, se mostró como una niña mimada que encima se queja de ser objeto de persecución. De haberse limitado a seguir jugando y perder de todos modos, se la reconocería como una enorme campeona con un enorme mérito, casi sobrehumano. Desvió el debate y abundó en ello cuando acusó a un desconocido de “sexista” por hacer bien su trabajo, tomando una decisión que era la correcta. Intentó convertir su error en un debate mundial sobre la cuestión de género como si al otro lado de la pista tuviera a un extraterrestre y no a una mujer como ella.

Toda esta catarata de decisiones erróneas son consecuencia de una sola causa: el resultado. Si Osaka no hubiera ido ganando, nada de esto habría pasado. A Serena no le gusta perder nunca y no entiende de “alivios” ni de calores ni de imposibles. No, nunca va a ser Roger Federer, como mucho podría ser Jimmy Connors –de John McEnroe, mejor ni hablamos- y supongo que hasta cierto punto puede permitírselo porque si no es la mejor de la historia, entra de lleno en el debate.

Otra cosa es que los demás se lo permitamos… o, peor aún, que se lo permita el que está encargado de impartir justicia. Su conducta fue intolerable y estoy convencido de que no habría cambiado de haber estado una mujer en lo alto de la silla, como en 2009. Lo peor de todo es que todo este circo no nos ha permitido hablar de la propia Osaka, de Del Potro o de Djokovic. Eso sí que es imperdonable y por eso sí que les pido disculpas sin necesidad de que me lo pidan a gritos.

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(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.


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