Salud: La democratización interrumpida

En 1983 arrancó un movimiento hacia la universalización de la salud, que con los años la alejó del ámbito asistencial. Este esfuerzo de varias generaciones se interrumpió en 2020 con la puesta en marcha del Insabi, que constituye una regresión democrática y un salto al pasado.
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En 1983, con la incorporación del derecho a la protección de la salud al Artículo 4° constitucional, arrancó en nuestro país un proceso de ‘democratización de la atención a la salud’. Este proceso alcanzó uno de sus momentos culminantes en 2003 con la creación del Seguro Popular, que estableció las condiciones financieras y organizacionales necesarias para que toda la población —y no solamente la mitad que en ese entonces estaba cubierta por la seguridad social— pudiera ejercer de manera efectiva el derecho anexado a nuestra carta magna 20 años atrás.

La administración del Presidente López Obrador tuvo en sus manos la posibilidad de consumar ese proceso creando un sistema de salud que garantizara el ejercicio universal e igualitario del derecho a la protección de la salud, ofreciendo el mismo paquete de servicios integrales de salud de alta calidad con protección financiera a toda la población mexicana. Sin embargo, con la creación del Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi) se optó por regresar a la situación asistencial que prevalecía en los años setenta del siglo pasado, reduciendo con ello los derechos de los mexicanos. Que su creación fue una mala idea y su puesta en operación, improvisada y apresurada, lo demuestra de manera muy clara su desastroso desempeño durante la pandemia de covid-19.

En la primera parte de este artículo se discute brevemente el término ‘democratización’ y su aplicación al campo de la atención a la salud. En seguida se describe el curso que siguió la democratización de la salud en México, desde la incorporación del derecho a la protección de la salud a la Constitución hasta la implantación del Sistema de Protección Social en Salud y su brazo operativo, el Seguro Popular, en 2003. En la tercera parte se explica la forma en que el gobierno actual está limitando el derecho a la protección de la salud y, con ello, interrumpiendo el proceso democratizador iniciado en los años ochenta del siglo pasado. El artículo concluye con una breve reflexión sobre el enorme reto que ha representado garantizar en México el ejercicio universal del derecho a la protección de la salud.

Ciudadanía y Derechos

((Esta sección recoge ideas de los siguientes dos artículos publicados previamente por los autores:

Frenk J, Gómez Dantés O. La democratización de la salud. Gaceta Médica de México 2001;137(3):281-287.

Frenk J, Gómez-Dantés O. Ideas and ideals: ethical basis of health reform in Mexico. Lancet 2009; 373:14064-08.
))

Según los politólogos O’Donnell y Schmitter, la ‘democratización’ puede definirse como la aplicación “… de las normas y los procedimientos de la ciudadanía a instituciones que estaban regidas por otros principios, como el control coactivo, la tradición social, el juicio de los especialistas o las prácticas administrativas.” También supone aplicar estas normas y procedimientos a grupos —como las mujeres, los jóvenes, las minorías étnicas o los no asalariados— que no gozaban de tales derechos y obligaciones. ¿Cuáles son esas normas y procedimientos de la ciudadanía, cuáles los derechos y obligaciones ciudadanos?

La Real Academia Española define al ciudadano como aquel “habitante de las ciudades antiguas o Estados modernos sujeto de derechos políticos y que interviene, ejercitándolos, en el gobierno del país.” En otras fuentes, el término ‘ciudadano’ se asocia al ejercicio de ciertos derechos y obligaciones que se definen en el marco de una constitución, pero estos derechos y obligaciones no son exclusivamente políticos. En su obra seminal titulada Clase, ciudadanía y desarrollo, Thomas Marshall reconoce tres tipos de derechos constitutivos de la ciudadanía: los derechos civiles, los derechos políticos y los derechos sociales, que en la sociedad inglesa se consolidaron durante los siglos XVIII, XIX y XX, respectivamente.

Los derechos civiles son aquellos que definen las libertades individuales de las personas: la libertad de expresión, pensamiento y culto; el derecho a la propiedad; el derecho a establecer contratos válidos, y el derecho a la justicia. Las instituciones más directamente ligadas a los derechos civiles son los tribunales de justicia.

Los derechos políticos, por su parte, incluyen la participación en el ejercicio del poder, ya sea como miembro de un cuerpo investido de autoridad política o como miembro de un cuerpo de electores. Las instituciones más involucradas con este conjunto de derechos son las legislaturas y las entidades encargadas del gobierno en los ámbitos nacional y local.

Finalmente, los derechos sociales incluyen aquéllos que proporcionan un mínimo de bienestar y seguridad, y que garantizan la participación en la herencia social. Las definiciones modernas de ciudadanía parten del supuesto de que la libertad, la igualdad ante la ley y el ejercicio de los derechos políticos son nociones vacías a menos de que todos los habitantes de un país hayan alcanzado un nivel decoroso de vida. Marshall incluso afirma que el desarrollo de la ciudadanía culmina con la implantación de los derechos sociales, los cuales se hacen realidad a través de instituciones tales como el sistema educativo y el sistema de salud.

En muchos países la implantación de los derechos sociales fue precedida del ejercicio de los derechos civiles y políticos. Así sucedió, por ejemplo, en la mayor parte de los países de Europa occidental. La más reciente transición democrática en México también comenzó con la protección de los derechos civiles, de manera crucial mediante el establecimiento de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en 1990, y continuó con la consolidación de los derechos políticos, que tuvo un punto culminante en las elecciones del año 2000, cuando se dio la alternancia en el Poder Ejecutivo Federal. Aunque todavía hay mucho que avanzar en estos dos ámbitos, es claro que la gran frontera de la democratización en México se centra en el ejercicio de los derechos sociales, dentro de los que destaca la protección de la salud.

Democratización de la Salud

Al inicio de este artículo se señaló que México inició su proceso de democratización de la salud en 1983. Pero uno se pregunta: ¿cómo se podía aspirar, en el México de los años ochenta del siglo pasado, a democratizar la atención a la salud? En ese entonces apenas había una titubeante transición a la democracia política. Prevalecía en el país un régimen de partido hegemónico que limitaba la libertad de participación, expresión y elección. Convertir la protección de la salud en un derecho ciudadano parecía ingenuo. Sólo un personaje visionario podría plantearse una meta así.

La protección de la salud en el México de entonces era un derecho laboral, es decir, una prerrogativa que sólo podían ejercer los miembros de la población asalariada y sus familias: los afiliados al IMSS, el ISSSTE, y los institutos de seguridad social reservados a las fuerzas armadas y las grandes empresas paraestatales. Las distintas leyes de seguridad social definían de manera muy precisa las formas de financiamiento de estas instituciones y los beneficios a los que tenían derecho sus afiliados, incluyendo la atención médica.

En contraste, la población no asalariada, poco más del 50% de la población total, recibía atención sobre una base asistencial o de caridad pública. Esto significa, entre otras cosas, que la forma de financiamiento de las instituciones que le prestaban servicios a esta población no estaba definida y los muy limitados beneficios que podía llegar a recibir, en su mayoría servicios preventivos, no podían considerarse ‘derechos’ en el sentido legal de la palabra.

A la población con seguridad social se le llamaba en aquellos tiempos ‘población derechohabiente’ y a la población que se atendía en las clínicas y hospitales de la entonces Secretaría de Salubridad y Asistencia se le denominaba ‘población abierta’. El doctor Eduardo Césarman acuñó, con gran tino, el término de ‘población derecho-careciente’ para referirse a la población que se acogía a la acción asistencial del Estado.

Esta situación empieza a modificarse en 1983 cuando inicia un proceso de democratización de la atención a la salud. Lo detona, en efecto, un personaje visionario, el doctor Guillermo Soberón, secretario de Salud de 1982 a 1988. Como parte de un amplio proceso de cambio estructural del sistema de salud, el doctor Soberón promovió el reconocimiento del derecho a la protección de la salud en el Artículo 4° constitucional y la subsecuente promulgación de la Ley General de Salud, que sustituyó un código sanitario decimonónico. Se empiezan aplicar así en México, siguiendo la definición de O’Donnell y Schmitter, las normas de la ciudadanía a toda la población del país.

La mayoría de los críticos de la época exaltaron la adición al Artículo 4° constitucional, pero hubo quien, no sin razón, alertó a la opinión pública sobre su impacto inmediato. Los textos de derecho explican muy claramente que las constituciones como la de México contienen tres tipos de provisiones o disposiciones: las provisiones positivas, que son las que generan derechos y obligaciones; las provisiones organizacionales, que definen los arreglos de las instituciones constitucionales, y las provisiones programáticas, que establecen recomendaciones de acción para los poderes constituidos. El derecho a la protección de la salud es una provisión programática y, como tal, sólo una guía para la acción. El carácter declaratorio de las normas programáticas implica que no pueden exigirse en un juicio, lo que significa que los destinatarios del nuevo derecho social no podían obligar al Estado a cumplir con lo establecido en esa norma.

Pero eso no desalentó a los promotores de ese esfuerzo legal. Francisco Ruiz Massieu, destacado jurista y alto funcionario de la Secretaría de Salud bajo la administración del doctor Soberón, citando a Burdeau, señaló lo siguiente en un artículo publicado en la revista Salud Pública de México en 1983, unos meses después de aprobada la adición al Artículo 4° constitucional:

“Quien trabaja con normas jurídicas sabe que el derecho es más que un instrumento de coacción […] es una representación del futuro, es creador del futuro social porque es motor de la dinámica política.”

En la conclusión de ese artículo, Ruiz Massieu hace un llamado a acelerar el cambio de la sociedad mexicana con el fin de democratizarla, creando, entre otras cosas, las condiciones para el ejercicio efectivo de los derechos sociales, incluyendo el derecho a la protección de la salud.

Estas condiciones se crearon 20 años después, bajo la administración del Presidente Vicente Fox, que marcó un punto culminante de la transición democrática. La alternancia en el poder que se consumó en el año 2000 demostró que México había realizado enormes progresos en el ejercicio de los derechos civiles y políticos. El siguiente reto era atenuar las desigualdades mediante el ejercicio universal de los derechos sociales.

 Como se señaló anteriormente, la Constitución ya consignaba el derecho a la protección de la salud, pero no todos podían ejercerlo. La mitad de la población, por motivo de su estatus laboral, disfrutaba de la protección que ofrecía la seguridad social. Pero la otra mitad, representada por la población no asalariada —que incluye a los autoempleados, los desempleados y quienes se encuentran fuera del mercado de trabajo— seguía recibiendo servicios públicos sobre una base asistencial, en su mayoría servicios básicos e intervenciones preventivas. “Los derechos humanos,” dice Lynn Hunt “son más fáciles de endosar que de garantizar”.

En 2001, la administración del Presidente Fox anunció el lanzamiento de una reforma del sistema de salud. El principio que habría de guiar esta reforma era la idea de que la atención de la salud no era una mercancía o un privilegio, sino un derecho. El concepto rector, que se utilizó como subtítulo del Programa Nacional de Salud 2001-2006, fue precisamente el de la ‘democratización de la salud’, que se definió como la expansión de la democracia al ámbito de los derechos sociales.

De acuerdo con Viviane Brachet, la transformación de la atención a la salud en un verdadero derecho social requiere, por encima de todas las cosas, de la definición de los beneficios en salud que los ciudadanos, independientemente de su condición socioeconómica o laboral, deben recibir y pueden legalmente demandar. También implica la definición de los mecanismos a través de los cuales los costos de estos beneficios se habrán de distribuir entre la población para garantizar su viabilidad financiera.

En México, los beneficios en salud que podía recibir la población no asalariada no estaban definidos y tampoco lo estaban los mecanismos financieros que podrían garantizar su viabilidad. Fueron precisamente estos beneficios y estos mecanismos los que especificó la reforma de 2003 a la Ley General de Salud, la cual dio origen al Sistema Nacional de Protección Social en Salud y su brazo operativo, el Seguro Popular. El nuevo seguro habría de extender la protección social en salud a la población que carecía de seguridad social convencional.

El nuevo esquema se financió predominantemente con recursos federales, a los que se sumaron una aportación estatal y una pequeña contribución familiar que dependía del nivel económico y que era de cero en el caso de las personas pertenecientes a los deciles de menores ingresos, quienes representaban la inmensa mayoría de los beneficiarios.

Uno de los aspectos más interesantes de la fórmula financiera es que el punto de partida fue la definición y el costeo de las intervenciones a las que los afiliados al Seguro Popular tendrían derecho y podrían legalmente demandar: en 2018, 260 intervenciones esenciales, incluidas en el llamado Catálogo Universal de Servicios Esenciales de Salud o CAUSES, que los estados prestaban en sus clínicas y hospitales generales, y 66 intervenciones de alto costo —como los cuidados intensivos neonatales, el tratamiento de todos los cánceres en niños y el tratamiento del VIH/sida, el cáncer de mama y la hepatitis C, entre otros— que se prestaban en los institutos nacionales de salud y otros hospitales públicos de alta especialidad.

A través de cuidadosos estudios actuariales que tomaron en cuenta el costo de las intervenciones y la demanda esperada, se determinaron los recursos que era necesario movilizar para garantizar el acceso a los dos paquetes de servicios. Por cada persona afiliada, el gobierno federal contribuía con una cuota social y una cuota solidaria federal, mientras que los gobiernos estatales contribuían con una cuota solidaria estatal.

Los recursos totales se distribuían de la siguiente manera: 89% se transferían a las entidades federativas para prestar los servicios incluidos en el CAUSES; 8% se transferían a un fondo especial con el que se financiaban las intervenciones de alto costo, el Fondo de Protección contra Gastos Catastróficos; finalmente, el 3% restante se utilizaba para financiar las variaciones en la demanda de servicios y los nuevos requerimientos de infraestructura.

En 2018, el Seguro Popular contaba con 53 millones de afiliados, 97% de los cuales pertenecían a los tres deciles de menores ingresos. Esto significa que el Seguro Popular, contra lo que se ha dicho de manera infundada, sí era popular. De hecho, diversos investigadores han demostrado que PROGRESA/Oportunidades/Prospera y el Seguro Popular son los dos programas sociales más progresivos que se han implantado en México en los últimos 40 años. Además, estos dos programas, desechados ambos por el actual gobierno, fueron sujetos a rigurosas evaluaciones externas que demostraron su contribución a la salud, la nutrición y el bienestar de la población más pobre de México.

El Seguro Popular permitió ampliar considerablemente los recursos públicos para la salud y así extender la cobertura de atención a un número sin precedente de personas. Entre 2000 y 2015, el presupuesto de la Secretaría de Salud se incrementó casi cuatro veces en términos reales, al pasar de 39,422 millones de pesos constantes a 153,839 millones de pesos constantes.

La ampliación de la cobertura de protección social salud que produjo el Seguro Popular se asoció a efectos positivos muy importantes tanto en las condiciones de salud de la población mexicana como en sus niveles de protección financiera.

Para mencionar solamente un ejemplo entre muchos, pero que resulta particularmente dramático, se ha calculado que el Seguro Popular evitó 81,000 muertes en menores de 1 año entre 2008 y 2017, alrededor de 8,500 muertes por año. No es común que un programa enfocado en ampliar el acceso y la protección financiera tenga un impacto directo sobre la mortalidad infantil, como quedó demostrado por un estudio riguroso.

El Seguro Popular también redujo a la mitad el número de hogares que experimentan gastos catastróficos y empobrecedores por motivos de salud, los cuales pasaron de 1.3 millones en el año 2000 a 683 mil en 2014. Estos últimos datos demuestran de manera contundente que, contra lo que también dicen las autoridades de la actual administración, el Seguro Popular sí era, en efecto, un seguro.

Estos logros permitieron vislumbrar un horizonte cercano donde finalmente todos los mexicanos podrían hacer efectivo su derecho a la protección de la salud. Las cifras de diversas encuestas, de hecho, indicaban que la población con un seguro público de salud había pasado de 40 millones en el año 2000 a 98 millones en 2015. Sobre la base de lo construido, había que hacer un esfuerzo renovado para extender la atención de la salud a los 20 millones de mexicanos aún excluidos, mejorar la calidad de la atención y corregir los defectos remanentes en la operación de los servicios, incluyendo, en primerísimo lugar, los casos de corrupción. La cobertura universal de salud parecía estar al alcance de nuestras manos.

Lamentablemente, el gobierno que asumió el poder en diciembre de 2018 desechó esta oportunidad histórica al decidir, sobre la base de prejuicios ideológicos, desmantelar el Seguro Popular y sustituirlo con el Instituto de Salud para el Bienestar o Insabi. Se interrumpió, así, el proceso de democratización de la atención a la salud que arrancó en 1983.

Contrarreforma Reaccionaria

A finales del año pasado, el Congreso aprobó una serie de reformas a la Ley General de Salud que transfiere la responsabilidad de prestar servicios personales de salud para la población no asalariada de los Servicios Estatales de Salud al Insabi. Como se discutirá en esta última parte de este artículo, la creación de este instituto representa un verdadero retroceso democrático porque reduce los derechos de la población sin seguridad social y está creando las condiciones para una privatización de facto de la atención a la salud que expone, sobre todo a las familias más pobres, al riesgo de incurrir en gastos catastróficos y empobrecedores, perdiendo el avance logrado durante los últimos 16 años.

La nueva Ley General de Salud limita la responsabilidad del Insabi a cubrir:

 “… los servicios de consulta externa en el primer nivel de atención, así como de consulta externa y hospitalización para las especialidades básicas de medicina interna, cirugía general, gineco-obstetricia, pediatría y geriatría, en el segundo nivel de atención”.

Con esta redacción, la actual administración esquivó el compromiso de garantizar el acceso a los servicios de tercer nivel o especializados, recortando así los derechos legislados de la población sin seguridad social. Bajo el Seguro Popular, dichos derechos incluían el acceso al tratamiento de numerosas enfermedades de alto costo, que se ofrecía en los hospitales de alta especialidad y que, como ya se explicó, se financiaba con recursos del FPGC. Esto implica que miles de niños con bajo peso al nacer, miles de mujeres que sufren de cáncer de cérvix, mama u ovario, y miles de personas que padecen hepatitis C dejarán de tener acceso al tratamiento que requieren a menos que sus familias paguen por él o se beneficien, en contadísimos casos, de la acción asistencialista del gobierno. Estas familias, la abrumadora mayoría de muy bajos recursos, tendrán que utilizar sus escasos ahorros, vender sus pocos activos o endeudarse para poder atender la salud de sus seres queridos, como era habitual antes del Seguro Popular.

Este recorte de los derechos sociales se verá agravado por la pobreza del diseño financiero del nuevo instituto. Las reformas a la Ley General de Salud señalan que el gobierno federal destinará recursos para el Insabi “cuyo monto no deberá ser inferior al del ejercicio fiscal inmediato anterior”. La nueva Ley también señala que dichos recursos se distribuirán atendiendo a la cobertura de atención y las necesidades de salud de la población, y que se complementarán con aportaciones estatales. La magnitud de estas aportaciones, sin embargo, no se precisa.

El ambiguo texto legislado indica así que el presupuesto del Insabi se fijará sobre una base histórica y haciendo uso de las negociaciones políticas que tantas inequidades generaron en el pasado. Nuevamente, ello contrasta con el detallado esquema financiero del Seguro Popular, que hizo explícitos los compromisos fiscales tanto del gobierno federal como de los estados para así generar certidumbre y abatir la inequidad, y los ató a la ampliación de la afiliación a dicho seguro. Es tan pobre la propuesta del Insabi que no es exagerado afirmar que constituye un suicidio presupuestal para la Secretaría de Salud.

Muy inquietante es también el hecho de que la ley no identifica los criterios que se utilizarán para definir las necesidades de salud y, a partir de esa definición, los servicios e intervenciones que habrá de cubrir el Insabi. En lugar del riguroso proceso seguido en el Seguro Popular para identificar las prioridades de atención, regresaremos a los mecanismos burocráticos de racionamiento: las largas listas de espera, el maltrato a los usuarios de los servicios de salud y la falta de medicamentos y otros insumos. Todo esto empujará a los pacientes a buscar atención en el sector privado.

Otra grave limitación del Insabi es que no cuenta con proyecciones de lo que costará operarlo. Se trata de una variable crucial porque los funcionarios de salud de la actual administración aseguran que este instituto eventualmente otorgará los mismos beneficios en materia de salud que hoy ofrecen las instituciones de seguridad social, en particular el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Sin embargo, en un estudio realizado por analistas de la Fundación Mexicana para la Salud se señala que la oferta de un paquete de servicios de salud como el del IMSS a los 71.6 millones de mexicanos que no cuentan con seguridad social requeriría de la totalidad de los recursos que se le asignaban al Seguro Popular (80 mil millones de pesos) más 346 mil millones de pesos adicionales, que representan 1.5% del PIB. A esto habría que agregar los recursos necesarios para transferir al personal de salud de los Servicios Estatales de Salud al Insabi que, según el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, ascenderían a 18 mil millones de pesos anuales más.

¿Podrá la actual administración movilizar estos recursos? La información disponible indica que no está en condiciones de hacerlo, muchos menos después de los estragos que está causando la pandemia de Covid-19 en la economía del país y la recaudación fiscal. Durante los meses iniciales de su administración, el Presidente López Obrador prometió incrementar el gasto público en salud en un punto porcentual del PIB, que es una cantidad considerable. Sin embargo, el presupuesto que se le asignó a la Secretaría de Salud en 2019 ascendió a sólo 120 mil millones de pesos constantes (124,266 millones de pesos corrientes), que representó una disminución de 1.6% en términos reales respecto de la cifra del año previo (122,245 millones de pesos constantes). Esta caída se sumó a los recortes que se dieron durante los tres últimos años del sexenio del Presidente Peña Nieto. Se acumularon así cuatro años consecutivos de caída que redujeron en una quinta parte el presupuesto de dicha secretaría.

Estos infaustos recortes y la torpeza gerencial de la actual administración explican la crítica situación por la que hoy atraviesa el sector salud, la cual está obligando a los hospitales públicos a cobrar cuotas de recuperación y a la población mexicana a recurrir de manera creciente a los servicios privados —una triste ironía para un gobierno que dice oponerse a las políticas públicas que él mismo califica de ‘neoliberales’.

El presupuesto 2020 de la Secretaría de Salud tampoco es para entusiasmarse. Antes de la pandemia, ascendía a 121 mil millones de pesos constantes (128,589 millones de pesos corrientes) y representaba apenas un incremento de medio punto porcentual respecto del presupuesto 2019. Este monto está muy lejos del presupuesto que alcanzó en 2015 la Secretaría de Salud, que fue de 154 mil millones de pesos constantes, y sobre todo de lo necesario para cumplir con la promesa de ofrecer a la población sin seguridad social los mismos servicios de salud que reciben los afiliados al IMSS. Incluso con los 40 mil millones de pesos adicionales que prometió el presidente López Obrador para la Secretaría de Salud en 2020 —que será una contribución de ‘una sola vez’ y que proceden del desaparecido FPCGC—, los montos movilizados para financiar el paquete de servicios del Insabi se quedan cortos en más de 175 mil millones de pesos. Y esto suponiendo que la totalidad del presupuesto de la Secretaría de Salud y los recursos del Fondo de Aportaciones para los Servicios de Salud —el otro gran mecanismo para financiar la atención de la población sin seguridad social, con un monto actual de 99 mil millones de pesos— se destinaran al nuevo instituto, lo cual parece muy poco probable.

A esto habría que sumar la caída en los aportes de los estados a la atención de la salud de la población sin seguridad social. Con la extinción del Seguro Popular, se esfumó la obligación de las entidades federativas de contribuir con una ‘cuota solidaria estatal’ al financiamiento de los servicios de salud. Aunque se trata de montos mucho menores al subsidio federal, la cuota estatal no era despreciable. En 2018 fue de 29,600 millones de pesos.

Es obvio que la actual realidad fiscal del gobierno federal le impide movilizar los recursos necesarios para cumplir con sus promesas y ninguna campaña de combate a la corrupción en el sector salud y ningún esfuerzo por hacer más eficiente el uso de los recursos, por más efectivos que sean, podrán liberar, ni de cerca, esa cantidad de dinero. En los hechos, lo que prevalecerá será un acceso muy limitado de la población no asalariada a los servicios de alta especialidad que garantizaba el Seguro Popular. Se trata de una auténtica ‘expropiación’, es decir, de “la privación de la titularidad de un bien o un derecho”, en este caso, de un derecho social.

Esta situación de escasez e incertidumbre presupuestal explica la vacilación de los gobernadores estatales para sumarse al Insabi. La última información disponible señala que solo 23 entidades aceptaron poner en manos del gobierno federal sus servicios de salud. El resto seguirá operando bajo un esquema descentralizado.

Progreso Interrumpido

La atención a la salud fue hasta principios del siglo XX un objeto de caridad que estuvo primero en manos de instituciones religiosas y después de la beneficencia pública. Con la Constitución de 1917 se convirtió en un derecho ocupacional, que sólo podía ejercerse en casos vinculados al ámbito del trabajo. En el Artículo 123 se estableció que los patrones estaban obligados a instaurar medidas para garantizar la seguridad e higiene en los sitios de trabajo y pagar por la atención a la salud en caso de accidentes laborales y enfermedades ocupacionales. Con la creación del IMSS en 1943 y del ISSSTE en 1960 la atención a la salud se convirtió en un derecho laboral. Ya no se limitaba a la atención de accidentes o enfermedades ocupacionales, sino que incluía el acceso a servicios integrales de salud. Sin embargo, este derecho sólo podían ejercerlo los miembros de la población asalariada y sus familias.

Como ya se apuntó, en 1983 arranca un gran movimiento hacia la universalización, al incluir en la Constitución mexicana el derecho a la protección de la salud. Se incorporó como una provisión programática, es decir, como una guía de acción, pero esta medida proporcionó a los tomadores de decisiones una sólida plataforma a fin de perseguir el objetivo de la universalización una vez que se crearan las condiciones políticas y financieras para hacerla realidad.

Esto último sucedió a principios del siglo XXI con el establecimiento del Sistema de Protección Social en Salud, que justamente generó las condiciones para garantizar el ejercicio efectivo y universal del derecho a la protección de la salud. El Seguro Popular por fin ubicó la atención a la salud para la población no asalariada fuera del ámbito asistencial, garantizando su justiciabilidad y estableciendo reglas claras que aseguraban su sostenibilidad financiera.

Este esfuerzo de varias generaciones de trabajadores de la salud se interrumpió en 2020 con la puesta en marcha del Insabi, que constituye una regresión democrática y un salto al México de los años setenta del siglo pasado.

La interrupción del esfuerzo democratizador iniciado en 1983 muestra que el progreso en el campo de las políticas públicos puede sufrir retrocesos. Hay quien piensa que los adelantos generados por las políticas progresistas tienden a preservarse, pues los beneficios que generan las protegen en contra de las embestidas injustificadas. Lamentablemente éste no es el caso. No importa qué tan bien estén funcionando, nunca debemos dar por sentadas las políticas o las instituciones; siempre debemos tratar de mejorarlas, pero también es nuestra obligación protegerlas de manera activa. Ésta es quizás la principal lección derivada de lo que ha pasado con la salud en México durante los primeros 15 meses del actual gobierno. Los ciudadanos compartimos el imperativo de participar en el debate público para frenar el deterioro institucional, movilizar la inteligencia nacional para ofrecer soluciones constructivas y, sobre todo, defender los derechos que tanto trabajo ha costado conquistar.

 

Este artículo es una versión ligeramente modificada de la conferencia que Julio Frenk dictó el 3 de marzo de 2020 en el marco de la Cátedra Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara.

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    Médico mexicano, fue secretario de Salud entre 2000 y 2006. Actualmente es rector de la University of Miami.

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    Investigador del Centro de Investigación en Sistemas de Salud del Instituto Nacional de Salud Pública.


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