Anoche me hice la cena. Estoy, ahora, solo en una casa en Washington que es unas cinco veces más grande que el apartamento de Belgrado donde crecí. En un momento, éramos cinco personas en ese apartamento. Significa, pensé, que la zona donde vivo se ha multiplicado 25 veces. ¿Cómo ha pasado?
Socialmente nací en lo que llamaban la “burguesía roja”. Hace tiempo que quiero escribir un post sobre cómo el comunismo, al menos en su variante yugoslava, reproducía la estructura de clases del capitalismo, aunque fuera con un giro (menos desigualdad). Un papel importante en ese debate lo habría desempeñado la asistente doméstica que tuvo mi familia aproximadamente entre 1960 y 1968.
Entonces, cuando empezó a trabajar para nosotros (¡“para nosotros”, en el comunismo!), tendría unos 25 años. No recuerdo los nombres de gente que conocí ayer pero recuerdo el suyo muy claramente. Nunca lo olvidaré. Sin embargo, cuando pensaba en escribir del tema, me di cuenta de que su recuerdo no solo me traía cuestiones sociales, era algo más.
Era una chica serbia que había escapado al genocidio ejecutado por el gobierno croata, que habían instalado los nazis en la Segunda Guerra Mundial. No sé cómo había sobrevivido ni qué les ocurrió a sus padres o hermanos, ni siquiera si tenía hermanos. (Como se verá en unos párrafos, no es sorprendente.)
Mi indiferencia y mi ignorancia voluntaria de sus relatos era tal que no sabría que era una superviviente del genocidio si no nos hubiera contado una breve historia. Los fascistas daban a los niños pequeños un caramelo, y antes de que se lo pudieran llevar a la boca, les golpeaban en la mano con látigos, de modo que los niños hambrientos sufrían por no tener el caramelo y por tener las manos ensangrentadas. Es lo único que recuerdo. Y posiblemente es la única historia que nos contó.
¿Por qué no sabíamos más? Creo que porque mi padre, después de que colaboracionistas serbios de los nazis asesinaran de la manera más brutal a la mayor parte de su familia a causa de sus simpatías comunistas, no quería pensar en el pasado. Había tenido suficiente muerte después de que su familia fuera asesinada y después de pasar cuatro años prisionero de los alemanes. Mi madre, que venía de una familia burguesa serbia, no estaba particularmente interesada en la historia de los pobres croatas que habían escapado por los pelos a un genocidio.
Pero había una razón más profunda. Todos queríamos olvidar el pasado. Queríamos creer que el mundo había sido creado de nuevo y que las injusticias y asesinatos que se hubieran cometido antes no se iban a repetir. Todo el mundo tendría una segunda oportunidad. Nadie sería asesinado.
En un país traumatizado como Yugoslavia, donde el hermano se volvía contra su hermano, el vecino contra el vecino, esa fue la mayor contribución de los comunistas. Cada nacionalidad era culpable de un modo u otro, todo el mundo apoyó a Hitler en algún momento, así que trazaríamos una línea gruesa y no repetiríamos el pasado. Esto es lo que creo que mis padres y millones de otras personas querían creer.
Pero otra gente no quería trazar una gran línea gruesa bajo el pasado. Querían descubrir a quién mató quién y cuándo. Y aunque este era un proyecto digno, imbuido –en algunos casos– de la idea de que traería justicia, me pregunto si no alentó otra ronda de matanzas étnicas que empezó en los años noventa. Para reforzar nuestra historia, parecía, teníamos que volver a vivirla: quizá con una reversión entre asesinos y víctimas, pero matando a gente.
Así, ¿la gente necesita en Estados Unidos ahora, cuando derriban estatuas, nuevas comisiones de verdad y justicia? ¿Las comisiones de verdad y justicia traerán justicia o un nuevo derramamiento de sangre? La verdad es que no lo sé. Una parte de mí cree que al no dejar las cosas estar, podemos repetir la historia, aunque sea con gente distinta interpretando papeles distintos. Podemos poner patas arriba el consejo de Santayana.
Hace unos diez años fui a ver Django desencadenado, de Tarantino, el día del estreno. Era una tarde de navidad, un día en el que las familias llevan a sus hijos al cine. Delante de mi familia, en un cine de Washington, había una familia negra. La película empieza con una horrible escena de tortura de esclavos: miembros cortados, palizas, latigazos.
Los pobres madres y padres que había delante se llevaron precipitadamente a sus hijos fuera del cine. ¿Quieres que tus hijos crezcan sintiendo que son iguales a todos los demás, o quieres que crean que descienden de gente que era considerada inferior y tratada horriblemente? La familia tomó la decisión correcta. Y se apoderó de mí una ola de simpatía hacia ellos.
Como decía Platón, a veces necesitamos tener mitos hermosos. Si no, quizá tengamos que volver a vivir nuestra historia. Que no fue bonita.
Publicado originalmente en el blog del autor.
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).