La vida real es una mina para Hollywood. No en un sentido sentimental y evidente, sino pragmático. Durante décadas, el cine estadunidense ha hecho una fortuna alimentándose de historias verdaderas, a las que filtra a través de su melodramático tamiz para convertirlas en productos digeribles que venden palomitas. ¿Qué época de la historia no ha merecido una adaptación hollywoodense? Desde Mark Zuckerberg hasta Marco Aurelio, pasando por la revolución francesa, la guerra civil, el holocausto y el descubrimiento de América, para todo suceso y persona ha habido una película, ya sea en formato biográfico como la reciente J. Edgar de Clint Eastwood o en tono épico de batallas, guerras y coliseos como Gladiator. Ya era hora de que Hollywood le diera algo a cambio al mundo. Y justo eso hizo Tony Mendez, cuya hazaña narra Argo, la tercera y más lograda película de Ben Affleck.
1979. Irán. Un grupo extremista irrumpe en la embajada norteamericana y toma a decenas como rehenes. Solo seis escapan y encuentran asilo en la casa del embajador canadiense. Mendez, un agente de la C.I.A., decide sacarlos de Medio Oriente haciéndose pasar como productor de una cinta de ciencia ficción, copia ramplona de Star Wars, que busca locaciones en Irán. La película se llama Argo. El gobierno estadunidense emite pasaportes falsos, Mendez viaja a Teherán y, en cuestión de dos días, libera a los seis diplomáticos. Si no se basara en una historia real, Argo sería considerada, aquí y en China, como otra jalada gringa. No obstante, el operativo de Méndez comprueba que la realidad supera a la ficción, y para todo aquel que no crea en este dicho, ahí está la destrucción de las Torres Gemelas: un hecho tan descabellado que ni a Jerry Bruckheimer se le podría haber ocurrido.
Es comprensible que el cine le pida de vuelta la hazaña que le regaló a la C.I.A.. Affleck, un tipo que como actor tiene de mediocre lo que como director tiene de solvente, entiende la forma y el fondo de este juego de espejos: el rescate en vida real, fraguado gracias a Hollywood, de vuelta en manos del celuloide con el mero afán de crear un espectáculo. Y la audiencia sabe que Affleck entiende el chiste desde el primer minuto, cuando una secuencia de créditos sobria, magistral, usa el formato de un storyboard para narrarnos la historia de Irán en un parpadeo. De ahí en adelante, el joven director no suelta este contracampo: la historia a través de Hollywood y Hollywood a través de un hecho histórico. Argo narra la primera con un pulso que resultaría sorprendente aunque viniera de Steven Spielberg. La cinta es entretenidísima. Desde que el plan entra en cocción con ayuda de John Chambers (John Goodman), un experto en efectos especiales, y de Lester Siegel, (Alan Arkin), un viejo productor angelino, hasta que Méndez, interpretado por el propio Affleck, llega a Irán, la narrativa se desliza sobre llantas muy bien aceitadas. Goodman y Arkin dan una cátedra de cómo aligerar el contenido de una película con buenas dosis de risa, mientras que todo el último trecho, que ocurre en Teherán, es una auténtica máquina de tensión, que no deja palmas secas en la sala.
¿Y cómo ve Argo a Hollywood? Con originalidad y humor. Poco importa que, al realizarse, la cinta de Affleck perpetre justo lo que pretende criticar. Lo interesante es su capacidad para reírse de sí misma: para encontrar la ironía, no solo en un grupo de iraníes que alegremente comen en un Kentucky Fried Chicken mientras sus rehenes norteamericanos siguen adentro de la embajada, sino en su propia industria: máquina de fantasías tan absurdas como la trama de la cinta hechiza que Mendez, Chambers y Siegel pretenden hacer para sacar a los seis diplomáticos de Teherán.
Ocurrente, compacta, ligera e inteligente, Argo es una de las cintas más disfrutables que Hollywood ha hecho en los últimos años.