Un liderazgo para salvar al medio ambiente

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El famoso gráfico del “palo de hockey”, que publicó en 1998 el climatólogo estadounidense Michael Mann y que mostraba que en el siglo XX las emisiones globales de CO2 se habían disparado y no han dejado de hacerlo, obtuvo una atención muy merecida. No lo hizo, sin embargo, un gráfico idéntico que mostraba que, a causa de la agricultura impulsada por la química, la población humana había hecho lo mismo.

Si pones esos palos de hockey uno encima del otro, ves la conexión. Todo el que vive es adicto a los dos productos más consumidos: la comida y la energía. A fin de producir lo suficiente para alimentar a 7.800 millones de personas, la agricultura moderna utiliza el mismo combustible que nos calienta, impulsa y mueve muchas de nuestras herramientas y juguetes. No es una gran sorpresa que las concentraciones atmosféricas de CO2 sigan subiendo, elevando las temperaturas y el nivel de los mares con ellas.

Nuestra provisión industrializada de comida –tan dependiente de un fertilizante con nitrógeno sintético de alto consumo energético que sin él casi la mitad de nosotros no estaría aquí– produce hasta un tercio de nuestras emisiones de gas invernadero. Así que el dilema del clima es sistémico: todos lo causamos, no solo las compañías petrolíferas que sabían en secreto en los años setenta que estaban llenando el cielo de gases invisibles y letales. Pero incluso cuando muchos de nosotros nos dimos cuenta de eso, continuábamos creyendo que utilizar menos de sus productos desagradables –mejor eficiencia– bastaría para resolver las cosas.

No lo ha hecho, igual que tampoco hemos podido comer menos. Así que, por decirlo con pocas palabras, para evitar una posible extinción masiva en este siglo, necesitamos una revolución en nuestra idea de la comida y romper un hábito que se remonta al Homo erectus: quemar carbón.

Para hacerlo necesitamos un liderazgo sin precedentes, visionario e ilustrado.

Por desgracia, no hemos visto muchos signos de él. En 2015, después de veinte intentos fracasados, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático aceptó en París mantener temperaturas globales dos grados centígrados por debajo con respecto a los niveles preindustriales. (Alcanzar eso, reconocía el acuerdo, depende de tecnologías de escala masiva que todavía no existen.) En 2018, una evaluación revisada de las Naciones Unidas fue más allá, y advertía de que a menos que nos detengamos en 1,5 ºC, nos arriesgamos a perder cualquier esperanza de evitar un escenario climático incontrolable. La estimación más prudente de la evaluación nos daba hasta 2030 para cambiar las cosas.

De momento, según el Climate Action Tracker, que tiene sede en Berlín, los únicos países cuyas estrategias están por debajo del 1,5 ºC son Marruecos y Gambia. Entre los que alcanzan el resultado de 2 ºC está India, que pronto superará a China como el país más poblado del mundo. India ha sido elogiada por su promesa de derivar el 40% de su energía de las renovables en 2022. Sin embargo, un compinche del primer ministro nacionalista de la India Narenda Modi, el multimillonario magnate de la energía Gautam Adani, pretende extraer 2.300 millones de toneladas de carbón australiano a lo largo de las próximas seis décadas para electrificar enormes franjas del subcontinente, lo que contradice el ecoblanqueo de India.

La política climática de Brasil en 2018 colocó al país todavía más abajo en la lista de Climate Action Tracker, en la franja de los probablemente catastróficos 3 ºC, ya antes de que el demagogo presidente Jair Bolsonaro llegara al poder e hiciese desaparecer un trozo de la Amazonia más grande que Líbano.

Hablar de demagogos nos lleva a uno que Bolsonaro idolatra y Modi ensalza, el actual presidente de mi país asolado. Bajo Donald Trump, Estados Unidos ha profanado sus leyes ambientales y ha arrastrado al país a un aumento global de las temperaturas de 4 ºC en 2100. Si esto ocurre, sería un planeta muy distinto al que ha conocido nuestra especie. De hecho, probablemente la mayoría de nuestros nietos no sobreviviría para verlo. Cuántos lo harían, advierten los científicos, puede depender de los niveles de oxígeno, que podrían ser fatalmente bajos cuando la fotosíntesis del plancton disminuya en mares sobrecalentados. Eso, por no mencionar el caos terrestre que afrontarían, cuando ardan los trópicos, fracasen las cosechas, las ciudades costeras se sumerjan y la ecología global se tambalee.

Puesto que Trump va a retirar a Estados Unidos de los acuerdos del clima de París, los 4 ºC son ahora una posibilidad real. A pesar de sus defectos, París fue nuestro primer paso de bebé hacia nuestra última oportunidad. Desafortunadamente, sin Estados Unidos, que junto a China emite casi la mitad del dióxido de carbono del mundo, París no significa nada. De manera similar a Bolsonaro en su venta por liquidación de la Amazonia, Trump está entregando contratos de perforación en refugios naturales nacionales a compañías petrolíferas como quien reparte regalos en una fiesta y, al igual que Modi, trabaja para volver a encender el carbón.

Solo nos quedan dos esperanzas. La primera es que los demócratas que se le oponen consigan vencer al sabotaje electoral ruso y el secuestro postal republicano del crucial voto por correo en la pandemia, y luego logren impedir lo suficiente los planes de Trump para suprimir a los votantes que no son blancos y de ese modo ganar milagrosamente en las elecciones presidenciales de noviembre un día antes de que Estados Unidos abandone oficialmente el acuerdo de París.

La otra esperanza es que Trump contraiga la covid-19, que –al igual que el cambio climático– a menudo ha definido como una estafa. Y aprendería por las malas que no lo es.

Con él por fin fuera de la escena, solo tendríamos que tratar con Joe Biden, que todavía apoya el fracking.

Y con nosotros mismos, por supuesto. ~

 

Traducción del inglés de Daniel Gascón

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es académico y escritor. Ha publicado, entre otros libros. El mundo sin nosotros y La cuenta atrás. (Debate)


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