Las multitudes odiantes que, de Dacca a Gaza o Bamako, se manifiestan quemando banderas francesas y pisoteando retratos de Emmanuel Macron habían desfilado ya, con más violencia, en 2006, en el momento del primer caso de las caricaturas de Mahoma. En Nigeria y en Turquía asesinaron a cristianos, atacaron sedes diplomáticas de Dinamarca, Noruega y Francia. En Londres, militantes blandían pancartas que proclamaban: “Preparaos para el verdadero Holocausto”, “Exterminad a los que se burlan del islam”.
Cada francés, en el hexágono o en el extranjero, ahora vive con una diana en la espalda. El tuit del antiguo primer ministro malasio Mahatir Mohamad, el 29 de octubre, era claro como el agua de roca: “Los musulmanes tienen el deber de estar enfadados y de asesinar a millones de franceses por las masacres del pasado”. El islam radical habla permanentement dos lenguas: el de la víctima, difundido por los teólogos respetables y los tontos útiles del islamo-izquierdismo, y el del verdugo, que quiere aterrorizarnos y nos vaticina una venganza terrible, la destrucción de los impíos.
Neutralidad en materia de religión
¿Por qué esa cólera? La republicación de los dibujos en cuestión no es más que un pretexto. La rabia contra París viene primero de la seducción que ejerce nuestro modelo. Cuando la República lleva a término, al final de una larga batalla con la Iglesia, la ley de 1905, construye una relación con la religión que va a convencer a muchos dirigentes, entre ellos Mustafa Kemal –llamado “Atatürk”, 1881-1938– que, desde 1924, impone la laicidad del Estado a una población turca que juzga adormecida por siglos de adoctrinamiento coránico. El modelo francés de 1905 reafirma la libertad religiosa al separar la política de las confesiones e instaura la neutralidad del Estado en materia de religión. Por eso, la expresión de la fe se limita por lo general a la vida privada y a los lugares de culto: iglesias, sinagogas y, más tarde, mezquitas (la primera se inaugura en París en 1926 en homenaje a los miles de muertos musulmanes caídos por la Francia durante la Gran Guerra). Son a la vez la ley y las costumbres lo que rigen la conducta en el espacio público.
En ese sentido, Francia se caracteriza por la visibilidad de lo femenino, como se da cuenta, desde 1918, la novelista americana Edith Wharton (1862-1937), admiradora de la manera en que las mujeres habían salvado el país durante el primer conflicto mundial cuando los hombres estaban en el frente. El gusto de la conversación entre sexos, la persistencia de las relaciones de seducción: eso es lo que irrita, entre otras cosas, a los locos de Dios. Es la cuestión femenina sobre la que surge la tensión sobre el velo, con las dos leyes de 2004 y 2010 que prohíben, la primera, las marcas religiosas en el colegio y, la segunda, el velo integral en la calle, matriz de litigios siempre pendientes y que nos ha valido una acusación de autoritarismo de parte de Estados Unidos.
En la práctica, la laicidad a la francesa organiza la coexistencia pacífica entre los cultos, pero proporciona también la libertad de no creer. Protege a las religiones, nos protege de las religiones. Pánico de los fanáticos: detestan Francia no porque oprima a los musulmanes, sino porque los libera. La indiferencia en materia de religión se convierte en una opción para todos. Es la gran diferencia con el multiculturalismo estadounidense, que orilla a cada uno a su color de piel, a sus orígenes. El chantaje a la solidaridad religiosa sirve de llamada al orden para los desertores eventuales y limita su aspiración a la libertad.
Sin ofender a los beatos arrogantes del Washington Post, The New York Times o el Financial Times, siempre dispuestos a sermonear en lugar de barrer delante de su puerta, no se ve un exilio masivo de los musulmanes de Francia hacia el Magreb o el Machrek a causa de persecuciones imaginarias que estarían sufriendo. Se sienten franceses en primer lugar y han relegado la piedad a su fuero interno. Si nuestra nación fuera tal infierno, ¿cómo se explica que tantos fieles al Profeta se sigan instalando aquí?
Se describe el Hexágono como una fortaleza sitiada presa de un adversario implacable. Se le puede dar la vuelta a la frase: detrás de sus vociferaciones, el islam radical está también asustado. Es una creencia herida que trata de tapar sus fallas con una radicalización dogmática. Somos más fuertes de lo que creemos, nuestros enemigos más débiles de lo que piensan: les hemos gangrenado desde dentro. No minimicemos la atracción que ejerce la civilización francesa: nos odian porque nos temen y albergamos la comunidad islámica más fuerte de Europa. Si Francia cae en el redil frero-salafista, todo el Viejo mundo caerá. Si resiste, entonces queda una mínima posibilidad de un “islam de las luces” –mencionado por Emmanuel Macron el 2 de octubre en su discurso sobre la lucha contra los separatismos–, como lo concebía Jacques Berque, que brillará por fuera. Es un momento histórico que el poder actual no puede perder. ¿Cuántos musulmanes han sido ya ganados por el ateísmo o por la conversión a otra fe? Esos disidentes desde el interior son más peligrosos para los extremistas que los lejanos profanadores.
El mismo Dios deja de ser invocado constantemente por los adoradores que deshonran su mensaje. El escritor americano Saul Bellow (1915-2005), comentaba la famosa expresión alemana, «Glucklich wie Gott in Frankreich» («feliz como Dios en Francia») y explicaba en The New York Times el 13 de marzo de 1983: “Dios sería perfectamente feliz en Francia porque no le molestarían con oraciones, ritos, bendiciones, petición de interpretaciones de delicadas cuestiones dietéticas. Rodeado de no creyentes, Él podría también relajarse al caer la noche, como miles de parisinos en su café preferido. Pocas cosas más agradables, más civilizadas, que una terraza tranquila al atardecer”. Lo que París y de manera más general Francia ofrecen a sus conciudadanos es la posibilidad de vivir bien en la discreción de lo divino. No sé si Dios es grande. Creo que sobre todo está cansado. Dejémosle descansar.
Traducción de Aloma Rodríguez.
Publicado originalmente en Le Monde.
Pascal Bruckner es novelista y ensayista. Su último libro traducido al español es 'El vértigo de Babel: cosmopolitismo y globalización' (Acantilado, 2017).