Leche negra, tumba en los aires, el ojo azul o el Edén. No resulta sencillo transitar por el mundo creativo de Paul Celan (1920-1970), uno de los poetas más destacados del pasado siglo y a quien, en este mes de noviembre, se recuerda en el centenario de su nacimiento. Es el rasgo citado, su difícil accesibilidad, algo que pone de acuerdo a todo aquel que ha acometido la tarea crítica de interpretación y estudio de su obra. Medio siglo después de su suicidio en las aguas del Sena, la poesía celaniana, como expone José Manuel Cuesta Abad, continúa siendo irreductible a las síntesis explicativas. Celan fuerza el lenguaje hasta rozar el borde de lo indecible, transgrediendo con cada poema el famoso y mal interpretado díctum de Adorno, en lo que supone un constante elogio de su proyecto artístico por encima de todo.
Celan lleva la literatura hasta un punto absoluto de autonomía en que nada es más importante que el lenguaje, que la propia palabra vertida. Y lo asombroso de su obra es que esta total autonomía la alcanza aislando al poema de todo lo demás. En este punto hay que preguntarse –como hace Peter Szondi, amigo del poeta y autor de Estudios sobre Celan– hasta qué grado la comprensión de lo escrito por Celan depende del conocimiento de su biografía y del contexto histórico. Su “yo”, aunque de una manera oblicua y sin condicionar la comprensión profunda de su obra, se cuela en los intersticios de sus escritos, lo que no implica la existencia de un “mensaje”, como expone Jean Bollack –autor del imprescindible volumen Poesía contra poesía. Celan y la literatura–, pero sí una experiencia verbal, una experimentación. Lo que marca irrefutablemente al poeta es el tiempo del acontecimiento, que no es otra cosa que el peso ineludible de los campos de exterminio. Sin embargo, estos no son el objeto evocado de su poesía, sino que aportan su sombra, su legado. Así, la poesía se convierte en el lugar de combate. Para Celan es imposible no tener en cuenta los campos, no puede optar por la estrategia de la amnesia. Si la muerte es un maestro que viene de Alemania, como se lee en “Fuga de muerte” –incluido en Amapola y memoria (1952)– es imposible optar por el silencio. Y en este combate, el arma es el idioma alemán. Al no renunciar a esta lengua, Auschwitz –entendido como una sinécdoque– se convierte en el contenido de sus poemas. “La decisión del no-olvido no es solamente fidelidad a los muertos: procede asimismo del acto poético”, nos dice Bollack.
Optar por este idioma es también afirmar la memoria de la madre. Ella es quien decide que en su casa de Czernowitz –ciudad del Reino de Rumania en que nace tras la catástrofe de la Gran Guerra, hoy perteneciente a Ucrania y llamada Chernivtsi– se hable alemán. Dos décadas después, la invasión nazi provoca el envío de los padres al campo. El padre, sionista, fallece de tifus, mientras que la madre es asesinada allí. El joven Paul, apenas mayor de edad, no está presente cuando deportan a sus padres, y acaba en un campo de Moldavia, siendo liberado en 1944. Allí redacta el poema “Copos negros”, uno de los más poderosos de su obra de juventud, publicada a posteriori. Elige la lengua del crimen y, con esta decisión, carga al idioma de Goethe o Hölderlin con un lastre de acusación eterno. Es la paradoja de expresar el sufrimiento del pueblo judío en la lengua del exterminador. En “Radix, Matrix”, el rumano se dirige, justamente, a su madre y, de este modo, la poesía se instala en la muerte, “no solo al transmutarse en una poesía de la muerte, sino haciéndose muerta ella también”, dice Bollack. Niega así Celan la máxima de Wittgenstein de que la muerte no es un acontecimiento de la vida, y que esta no puede ser vivida.
El trabajo del vienés no es el único con el que dialoga Celan. En su poesía se interpela o se cita a Mallarmé, Rilke, Kafka, Píndaro o Heidegger, entre tantos otros. Se han vertido ríos de tinta sobre la conversación que el autor de Ser y tiempo y Celan mantienen en la cabaña del pensador en la Selva Negra, en el verano de 1967. Es sabida la simpatía del que fuera rector de la Universidad de Friburgo por el nazismo, y su nulo arrepentimiento posterior, por lo que parece poco sensato pensar que Celan esperase cualquier palabra o frase de perdón de parte del filósofo en su visita. ¿Acaso es esta la intención del poeta? En el libro de firmas de la cabaña deja escrito lo siguiente: “En el libro de la cabaña, con la mirada puesta en la estrella de la fuente, con, en el corazón, la esperanza de una palabra venidera. 25 de julio de 1967, Paul Celan”. Así, esta palabra venidera será la suya: una semana después escribe Todtnauberg, que se erige como la respuesta celaniana al silencio de Heidegger. Celan, sin duda, es un atento lector del pensamiento heideggeriano, al que probablemente llega de la mano de Ingeborg Bachmann, quien se convirtió en su amante y a quien dedica poemas de su estancia vienesa. Autora de los poemarios El tiempo postergado (1953) e Invocación a la osa mayor (1957), Bachmann había realizado su tesis doctoral sobre Heidegger.
También dedica tiempo Celan, en sus últimos años de vida, a las páginas de Walter Benjamin. Parece achacar al berlinés no haber combatido la “germanidad” por su condición de judío perseguido. En su poema “Port Bou-¿Alemán?” –con el que Celan hace referencia a la localidad gerundense en la que el filósofo se quita la vida– se lee: “Benjamin / os nonea / él dice que sí”, con lo que, además, cita El que dijo sí y el que dijo no (1930), de Brecht. Por su parte, hace referencia a Hölderlin en “Tubinga, enero”, de 1961, incluido en el poemario La rosa de Nadie (1963) y que posee gran relevancia en su trayectoria desde el propio título. A orillas del río Neckar, Tubinga es la ciudad donde estudian Hegel y el propio Hölderlin y, a su vez, lugar en el que se celebra el centenario de la muerte de este último, en 1943, en un acto donde no falta la plana mayor del Tercer Reich. Por su parte, enero es mucho más que una palabra en su obra. La atraviesa como una daga, y es la fecha en que, en 1942, en Wannsee, se pone en marcha la Solución Final, el Endlösung, el plan nazi de exterminio sistemático e industrial del pueblo judío. Incluso, en enero de 1968, escribe “Enerizado”. No es tanto la casualidad temporal como el valor de su nombre en la lengua del recuerdo. Es una constante: su poesía no deja de confrontarse con el acontecimiento.
El diálogo con otros creadores no solo se produce desde la actividad poética. Es Celan un excelente traductor, dominador de media docena de idiomas, y al que George Steiner define como un virtuoso: “Sus traducciones son hazañas geniales; son la compensación de una vida de estudio”. Shakespeare –como ha estudiado con detalle Szondi–, Rimbaud, Valéry, Dickinson o Cioran son algunos de los autores que traduce el poeta a la lengua elegida. Al decir de la crítica, su obra como traductor no puede separarse de sus propios escritos.
Desde su suicidio han sido numerosos los autores que, desde distintos ángulos y con más o menos fortuna, se han sumado al estudio del legado celaniano, desbrozando poemas de De umbral en umbral (1955), Rejas del lenguaje (1959) o del póstumo Patios de tiempo (1976), entre otros. A los críticos ya citados se han de añadir las lecturas de Gadamer o Derrida, y se ha publicado su correspondencia con la premio Nobel alemana, también judía, Nelly Sachs, traducida al castellano. También están disponibles en este idioma sus obras completas, en la editorial Trotta. Son varios los caminos para entrar –o para volver– a la obra de uno de los grandes poetas europeos del xx, siglo al que nunca fue ajeno. Como le dice en una carta a su colega Erich Einhorn: “Nunca he escrito una línea que no hubiese tenido que ver con mi existencia”.
Elios Mendieta es periodista. Es autor de 'Memoria y guerra civil en la obra de Jorge Semprún' (Escolar y Mayo).