El punto es el más pequeño de los signos ortográficos, y el más ineludible. No hay escrito en el que pueda omitirse, por más que se posponga.
Me dirán que podría rematarse con suspensivos, o una exclamación, o una interrogación. Pero al final, yo sigo viendo puntos.
No por nada forma parte de otros signos y de él derivó la palabra puntuación, que los engloba a todos: fue el primero en la historia de la escritura.
Como quien tiene sus apuntes en los que encierra una palabra, la subraya, le pone una flecha o un asterisco, para destacarla por cualquier motivo, así nació el punto, como una marca personal.
Tres siglos más antiguo que Cristo, fue legado por los filólogos alejandrinos a los grecorromanos en un contexto preimprenta en el que la mayoría de la población era analfabeta.
Fungía como el apoyo exclusivo de un orador cuasi teatral –retórico, pues–, que solía ubicarlo en su escrito en tres posiciones. Entre más alta, mayor era la pausa.
Tanto el punto como lo que delimitara se llamaba distinctio. Arriba (˙) era distinctio a secas. Al centro (∙), media distinctio –sí, su género era femenino–. Abajo (.), subdistinctio.
Aunque normado, su uso era informal. Y el hecho de ser acorde a las necesidades de cada quien hacía que en ocasiones ese sistema ternario se redujera a binario: pausa corta y pausa larga.
Y entre que si eran dos o eran tres y que si se usaban o no se usaban, este precario sistema fue la pauta de la puntuación retórica o prosódica, es decir, la que se basa en un criterio fónico, hoy secundario.
Con el Renacimiento y la imprenta vendría la puntuación lógico-semántica, ya un tanto configurada en cerrados y elevados círculos, y perfeccionada ante el nuevo hecho de una lectura personal y silenciosa.
Fue cuando el punto se redefinió como una pausa que puede ser mayor o menor, pero siempre muy marcada, en una sola posición y con tres modalidades: el punto y seguido, el punto y aparte y el punto final.
Gobernados por la puntuación lógico-semántica, tenemos poco margen de maniobra. Estamos obligados a colocar los signos en donde deben ir para la comprensión de la lectura.
La necesidad de reflejar por escrito una pausa natural en el habla y lo gramaticalmente correcto no siempre es coincidente, pero siempre se impondrá este último criterio.
En esa lógica, el punto y aparte y el punto final son cuadrados. Uno te dice se acabó el párrafo, ahora viene otro, descansa tu vista. El otro dice se acabó la historia.
Pero cuando pienso en los puntos y seguido, me viene una imagen a la mente: el Creador sacando un puñado de su bolsillo para esparcirlo como brillantina en un solo y alargado movimiento. Y se hizo la Vía Literaria. Y vio que esto era bueno. Y así fue.
El punto y seguido puede ser transgresor. Ni es obligado que refleje una pausa natural en el habla ni que se ciña estrictamente a cerrar una expresión con sentido gramatical completo. No. Su gran virtud, más allá de lo funcional, es dar un sentido expresivo.
“Lo amaba, pero se fue”. Qué lástima. “Lo amaba. Pero se fue”. Qué tragedia. “Nace, crece, se reproduce y muere”. Ay, qué linda es la naturaleza. “Nace. Crece. Se reproduce. Muere”. Oh, la naturaleza es poesía.
Cuando quiero escribir con estilo suelo ponerme en modo punto y seguido. Y entonces sí, a masticar las ideas. Vienen a la cabeza con esa estructura y me permiten decir más con menos. Solo ideas. Unas tras otras. Pum, pum. Aquí y allá. Como balas.
Me evita los puestoques, debidoas, portantos, conques, asicomos, pueses y demás que, serán de mucho apoyo, pero cualquierizan un texto.
La prueba de su laxitud es que no tiene analogía en el habla figurada. Somos tajantes al decir que lo tienes que hacer y punto. Distinguimos a una persona al decir que es punto y aparte. O le ponemos punto final a una discusión. Pero nada equivale a un punto y seguido.
La Real Academia Española lo definió en el Diccionario de Autoridades de 1737 como “aquella nota que se hace asentando en el papel el extremo del corte de la pluma”.
Tradicionalmente el punto lo hacíamos con la punta del lápiz o la pluma, estrecha relación hoy corrompida por el teclado, a menos de que la punta del dedo cuente.
Desertora del diarismo. Viciosa de la ortografía y la etimología. Tuitera. Autora del blog Horrografías.