Si en política interior los Estados Unidos han regresado a los años treinta y los debates de la campaña han girado alrededor de la necesidad de mantener el New Deal de Roosevelt y sus secuelas, o reducir el tamaño del Estado a su mínima expresión, en política exterior el país parece vivir una nueva Guerra Fría.
Uno tras otro, los análisis que se publicaron en la prensa antes de la discusión entre Mitt Romney y Barack Obama sobre política exterior, y el debate mismo, se centraron en el Medio Oriente. Como si se hubieran subido a una máquina del tiempo y en Europa Occidental reinara el auge de posguerra, ninguno de los candidatos dedicó una palabra a la crisis económica de la periferia de Unión Europea que amenaza, no sólo el destino de naciones como Grecia o España, sino la existencia de la Unión misma. Como si George W. Bush nunca hubiera gobernado el país, a los candidatos no les pareció relevante sentar las bases de una nueva Alianza Atlántica que sustituya a la antigua que Bush dejó en ruinas y trazar, al menos, el perfil de una renovada diplomacia estadounidense para Europa.
En el planeta de ficción en el que viven los norteamericanos desde el 9/11, ni Japón ni la India merecen una sola mención y Rusia ha vuelto a ser, en palabras del candidato republicano, “el mayor enemigo geopolítico” de los Estados Unidos. (El mundo real asomó apenas la cabeza cuando se mencionó a China, pero ni Romney ni Obama reconocieron el cambio geoestratégico que ha implicado el despertar del gigante asiático).
Nadie tiene que ocuparse, por supuesto, de América Latina. Nuestra región parece haberse transformado en una nueva zona de influencia incontestada de Washington. En el debate, Latinoamérica mereció dos menciones de Romney –la misma atención que le otorgó ,por cierto, a Mali– y ni una sola del presidente Obama. En la realidad alternativa que viven los norteamericanos, no hay acuerdos bilaterales con los países de la región, ni necesidad de actualizar la política frente a Cuba, ni existe la Venezuela de Chávez, ni países en pleno desarrollo como Chile o Brasil, y menos aun, el TLC con sus vecinos más cercanos.
En el mundo raro estadounidense, México es tan sólo un “problema” que se reduce a los inmigrantes indocumentados. Los muertos en la deplorable guerra que ha emprendido el gobierno en contra su pueblo en Siria, una nación situada a miles de kilómetros de Estados Unidos, son mucho más importantes, al parecer, que las decenas de miles de asesinados en el país con el que comparte una de las fronteras más extensas y activas del mundo. Víctimas que en la terca realidad son en gran parte responsabilidad directa del amor de los norteamericanos por las drogas y por las armas de alto poder.
Esa realidad tiene otras facetas que Washington, los ciudadanos de los Estados Unidos, y los mexicanos, deberían considerar. Edward Luce las resume en un excelente artículo publicado significativamente, no en un periódico norteamericano,sino en el Financial Times ("Mexico is the forgotten story of the US election", octubre 15, 2012).
México se está convirtiendo en el principal socio comercial de los Estados Unidos: es ya –dice Luce– su segundo mercado. Es también el destino de muchos empleos e inversiones que habían emigrado a Asia. La brecha entre el promedio salarial chino y el mexicano se ha reducido mientras el precio del petróleo ha subido, y eso ha llevado a muchas empresas estadounidenses y multinacionales a buscar refugio en México. Como contrapartida, compañías mexicanas han invertido crecientemente del otro lado de la frontera. Luce menciona tres: Cemex, que es ya la cementera más grande de los Estados Unidos, Bimbo, y Univisión, la quinta cadena televisiva de ese país.
Probablemente Edward Luce exagera al decir que México y Estados Unidos están tan integrados económicamente como los países de la Unión Europea. Pero tiene razón al afirmar que, a pesar de que el número de inmigrantes mexicanos se ha reducido, para mediados de siglo ellos y sus descendientes conformarán la tercera parte de la población estadounidense. Una minoría tan numerosa que podrá decidir cualquier elección.
En ésta, esa minoría puede decidir la votación del martes y darle a Barack Obama otros cuatro años en la Casa Blanca. Si así sucede, los latinos tendrán que construir un cabildo eficaz para lograr que Obama presente al Congreso la indispensable reforma migratoria que prometió en 2008. Y México deberá abandonar la política de bajo perfil que ha arrastrado por dos sexenios. Una diplomacia bilateral y poco visible, hecha a la medida de la anacrónica visión norteamericana del mundo. Esa política exterior no ha estado a la altura de la importancia del entramado económico que une a los dos países; ha tolerado la deportación de un millón y medio de indocumentados y ha guardado silencio frente a la aprobación de leyes racistas promulgadas en estados como Arizona o Alabama.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
(Imagen)
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.