Jean Robert (1937-2020)

El arquitecto y académico mexicano de origen suizo, fallecido el pasado octubre, fue un crítico de la modernidad, dueño de un pensamiento inclasificable.
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Jean Robert (1937-2020) fue uno de los muchos extranjeros que, como el anarquista Ricardo Mestre, el monje Gregorio Lemercier, el escultor John Spencer o el inclasificable Iván Illich, su maestro y amigo, se arraigaron en México. Fue también, como todos los grandes críticos de la modernidad, un pensador de los márgenes. Nació en el Jura suizo, en Moutier. Después de estudiar arquitectura y pasar una larga temporada en Holanda, donde formó parte del Movimiento Provo –uno de los más sorprendentes movimientos contraculturales de fines de 1960–, emigró a México, en la década de 1970, al lado de su compañera, la psicóloga y feminista Sylvia Marcos. Instalado en Chamilpa, Morelos, Jean Robert formó parte de lo que Humberto Beck ha llamado con acierto la “Escuela de Cuernavaca”. Fundada en el Centro Intercultural de Documentación (Cidoc) de Iván Illich, del que Robert fue uno de los más fieles asiduos, se continuó en las reflexiones animadas por Gustavo Esteva y el propio Robert en los suplementos culturales Opciones y El Gallo Ilustrado, y más tarde en el grupo que se formó alrededor de las revistas Ixtus y Conspiratio.

Como el de Iván Illich, su pensamiento es inclasificable. Expuesto en libros como El agua es común; Los cronófagos, el tiempo que nos roban; La crisis: el despojo impune, La libertad de habitar, La potencia de los pobres; en otros que, escritos en alemán, en inglés y en francés, no han sido aún traducidos, y en infinidad de artículos publicados en los suplementos y las revistas mencionadas, su pensamiento –lo escribí alguna vez– puede definirse como el de un hombre que piensa con los pies. Crítico devastador del automóvil –símbolo para él de la injusticia y la inequidad nacida del industrialismo del siglo XVIII–, el caminante Robert no dejó de pensar con los pies puestos sobre la tierra.

Contra el automovilista que, acomodado como un bulto en el asiento de un coche, traga kilómetros hacia adelante del parabrisas y los desecha detrás de su espejo retrovisor, sobre una tierra asesinada y desertificada por el asfalto, el caminante Jean Robert hizo de su medio natural de locomoción no solo un acto de libertad y autonomía, sino una manera de pensar radical, llena de sentido común y tan compleja, desconcertante y sorprendente como los meandros que sus pies recorrieron. Así habló de urbanismo, de los sistemas nacidos de la era tecnológica, del espacio, del tiempo, de la economía, de lo político. Así también trató de ser coherente con esa radicalidad. Entre el pensamiento del caminante Robert y los actos de su vida hubo una profunda correspondencia, una relación de proporción como la que había entre sus pies y la tierra: construyó su casa con sus manos –uno de los primeros ensayos de casa ecológicas en México. Al lado del arquitecto César Añorve, fabricó y promovió el uso de excusados secos y de espacios vernáculos de autoconstrucción. Defendió, con el Frente Cívico pro Defensa del Casino de la Selva, del que fue uno de sus fundadores, la vida urbana de la ciudad de Cuernavaca contra la depredación de las grandes cadenas comerciales. Luchó al lado de los campesinos de Atenco contra el despojo de sus tierras en nombre del aeropuerto que se construiría en Texcoco. Hizo suya la lucha zapatista y fue, junto con Sylvia Marcos, Luis Villoro, Pablo González Casanova y Gustavo Esteva, uno de sus interlocutores fundamentales. Lo enterraron en el panteón de Chamilpa envuelto en su bandera.

Su presencia en mi vida fue fundamental. Desde que lo conocí en la década de 1990 tuvimos un diálogo ininterrumpido. Me enseñó a mirar mi experiencia mística desde la encarnación, arraigó mis pies en la tierra, llenó de carne mis reflexiones sobre Gandhi y Lanza del Vasto, y fue un colaborador fundamental en esa “Escuela de Cuernavaca”. Me presentó también a Valentina Borremans e Iván Illich y caminó a mi lado en 2011 con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.

A últimas fechas, solíamos desayunar cada semana en el café La Alondra, parte del museo John Spencer, conocido como La Casona, en Cuernavaca. Allí continuábamos la larga reflexión que inauguramos el día en que nos conocimos. El tema que recientemente nos ocupaba era la crisis civilizatoria. Yo, desde mi cristianismo, me refería al tiempo del fin, el tiempo que antecede al Apocalipsis. Él, para quien la fe era de naturaleza apofáitica, prefería hablar de Sistema: “un encierro sin ventanas, sin exterior, sin alteridad, sin más allá”, “una crisis –‘momento de decisión’– sin crisis”. Una época, coincidíamos los dos, desencarnada, fruto, dijo Illich, de “la corrupción del Evangelio”. Sobre ello dejó un inquietante y profundo ensayo, aún inédito: “Sistemas… en la cabeza”.

Al inicio de la pandemia, que miraba como una consecuencia más del desarrollo traído por el industrialismo, Jean, devorado por el cáncer, supo que se iría pronto. Tenía dos pendientes: traducir al español su último libro, La edad de los sistemas en el pensamiento tardío de Iván Illich, cuyo cuarto capítulo es el ensayo referido, y el libro de Illich, La escuela al museo. Me invitó a colaborar con él. Al concluir me dijo con alivio: “Terminamos. Te quiero mucho”. No volvió a empuñar la pluma. Profundo espiritual, se consagró a enfrentar con sabiduría su muerte. La madrugada del 1 de octubre se marchó escuchando, en voz de Sylvia, poemas de Juan de la Cruz, Kavafis y Paul Celan.

La vida de Jean Robert fue austera y generosa. Más acá de su muerte y de mi fe, sigue presente en su pensamiento, cuya radicalidad es más actual que nunca en estos tiempos miserables. Habría que publicar todos y cada uno de sus escritos. Ellos forman parte de la herramienta que necesitamos hoy para abrir una ventana, una puerta, un boquete, quizás una fisura que nos permita salvar el presente y mirar el futuro.

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