La espiral de la desconfianza

La democracia puede también enfermar de desconfianza. Si los ciudadanos dejan de creer en la labor y la buena fe de la clase política, los procesos de la democracia carecen de validez: los votantes se despreocupan, las urnas comienzan a importar menos y la vocación de servicio público se ve desprestigiada.
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La democracia es un sistema político frágil. Puede enfermar de muchas cosas. Puede sufrir, por ejemplo, de polarización, ese mal que, a fuerza de encono y desencuentros irreconciliables, reduce las posibles coincidencias en la formulación de políticas públicas. La democracia puede también enfermar de desconfianza. Si los ciudadanos dejan de creer en la labor y la buena fe de la clase política, los procesos de la democracia carecen de validez: los votantes se despreocupan, las urnas comienzan a importar menos y la vocación de servicio público se ve desprestigiada. Pero hay, creo, una afección mucho peor. Se trata del cinismo. En un extraordinario ensayo sobre el futuro de la democracia (“Democracy on trial), la politóloga Jean Bethke Elshtain, una de las más notables expertas del mundo en ética y política, lo explica así: “el cinismo creciente promueve una espiral de deslegitimación (…) con el tiempo, la ‘cultura de la desconfianza’ crece, ayudada por escándalos públicos, una sociedad sospechosa y la determinación de ‘salirse con la suya’ sin importar lo que le ocurra al rival”. Lo que Elshtain llama la “cultura de la desconfianza” tiene su origen, a mí entender, en dos variables simbióticas: la ambición de poder a cualquier costo y una disposición cada vez mayor a la mentira indecente.

Veamos un caso. Desde la nominación de Barack Obama como candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos, un sector del Partido Republicano ha insistido en crear una polémica obscena, arraigada, a su vez, en una mentira absurda: el rumor de que Obama no nació en territorio estadunidense y, por lo tanto, no puede ser presidente. Las teorías de la conspiración del movimiento “birther”, como se les llama a los obsesionados con el lugar de nacimiento de Obama, son tan diversas como risibles. Mi favorita supone que Obama nació en Kenia, la tierra de su padre, pero sus abuelos estadunidenses maniobraron para publicar anuncios en los periódicos hawaianos con los que, años más tarde, podrían defender el origen natal de su nieto. A los “birthers” les importa poco lo irracional que suena toda esa maraña o que Obama haya acreditado plenamente su lugar de nacimiento. Lo único que importa es golpear a un rival político mediante la mentira más burda. El resultado, por desgracia, no ha sido sólo el descrédito de Obama. Ahora, tras tres años de incesante repetición de la mentira, buena parte de los votantes estadunidenses suponen que, en efecto, Obama no nació en Hawai. De acuerdo con un sondeo reciente, ¡45 por ciento de los republicanos cree la patraña! Y es aquí donde entra, de nuevo, Elshtain. Los políticos en EU que difunden la mentira están contribuyendo a la espiral de deslegitimación. Al buscar el poder desde la falsedad, abonan a la degradación de la democracia de su país y, peor todavía, contribuyen a reducir la cultura política y cívica de los estadunidenses. En otras palabras, la clase política en Estados Unidos ha olvidado lo que Elshtain identifica como un valor indispensable: el “sentido de responsabilidad con la sociedad donde uno vive”.

Los políticos mexicanos harían bien en aprender la lección. Desde hace ya un buen tiempo, nuestra clase política se ha permitido vicios que han generado el mismo descrédito, la misma “cultura de la desconfianza”. No es por casualidad que los partidos políticos y los legisladores sean, de manera constante, los peores evaluados en las encuestas. Los mexicanos no creemos en los políticos y hemos aprendido a desconfiar de los procesos de nuestra democracia porque los propios políticos insisten en mancillarla. Cada vez que un diputado miente y manosea el léxico democrático sustituyendo la voluntad de la mayoría por el “mayoriteo” o el voto expedito de una ley por el “albazo, está destruyendo los cimientos indispensables de nuestra vida pública. Al perseguir el poder de la manera más deshonesta, está enseñándole al votante las lecciones incorrectas, está siendo “anticívico”. Y, al serlo, olvida su responsabilidad elemental como político: procurar el bien común, a la vida civilizada. Y eso, en Estados Unidos como en México, es una tragedia que puede presagiar desenlaces lamentables.

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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