Enrique Peña Nieto tendrá poco tiempo para encarar las muchas preguntas que suscita su relación con el PRI y con la historia del PRI. En 2012, Peña Nieto salvó a su partido de la desaparición o, al menos, de una fractura que pudo ser decisiva. Sin Peña, el PRI hubiese tenido que enfrentar una tercera derrota consecutiva. Y ese descalabro, creo, hubiera sido irreversible. Ahora, debido a Enrique Peña, el partido ha vuelto al poder sin tener que reinventarse. Justamente por eso, la duda legítima persiste: ¿ha cambiado el PRI, ha aprendido algo?
Hay algunos, como mi respetado amigo Carlos Bravo Regidor, que piensan que la metáfora del dinosaurio priista ya es inaplicable: la alternancia en el 2000, la construcción de instituciones sólidas y hasta la evolución del propio PRI han funcionado como aquel célebre meteorito de finales del cretácico. Yo soy de otra opinión: la persistencia del carácter prehistórico de los usos, abusos y costumbres del priismo solo puede comprobarse con el partido de vuelta en el poder, no fuera de él. Y de ahí que la primera gran responsabilidad del nuevo Presidente tenga que ser demostrar que el temor mundial ante la vuelta de un PRI dinosáurico es infundado (por cierto: no exagero cuando uso el adjetivo “mundial”: casi todos los medios extranjeros que cubrieron la elección usaron “el regreso de la dictadura perfecta” como línea narrativa).
Varios colegas me han compartido su impresión de que, para Peña Nieto, dejar atrás el estigma del viejo PRI es una obsesión. En una coincidencia singular, al menos tres periodistas que lo han entrevistado recuerdan su insistencia en que los temores sobre la restauración del PRI imperial desaparecerán cuando se cumpla un año de gobierno: “A finales del 2013 pensarás distinto”, le dijo Peña a un periodista particularmente escéptico.
Démosle, pues, el tenue beneficio de la duda. Supongamos por un momento que de verdad le importa distanciarse de su vetusto partido. ¿Cómo podrá demostrarlo? Una manera es dejar las formas del priismo y buscar una nueva manera de comunicar, de comportarse. Eso, me temo, es caso perdido. Enrique Peña Nieto se mueve, se viste y se desenvuelve como un priista de mediados del siglo pasado: la mano rígida y extendida, las corbatas rojas y el discurso acartonado llegaron —bostezo— para quedarse.
Pero dejemos a un lado las formas. Pensemos en el fondo, en las acciones de gobierno: es ahí donde el nuevo Presidente tendrá que demostrar que no es un priista como tantos que le precedieron y como tantos que lo rodean. Cuando lo entrevisté a mediados de la campaña, le pregunté si estaría dispuesto a hacer de la competencia una prioridad de su gobierno. Me aseguró que así sería. “Se le van a enojar los empresarios…”, agregué a modo de provocación. Entonces ocurrió algo que me pareció revelador. Peña Nieto se sacudió, se acercó al filo de la silla y, usando esa mano derecha con la que le gusta repartir aire, me dijo: “No tengas ninguna duda de que tengo muy claras las responsabilidades del Estado mexicano”.
Al principio, la frase me preocupó: la tentación autoritaria no es cosa menor en el ADN priista. Pero después, el énfasis de Peña me dio —y lo digo con sano y amplio escepticismo— motivos para la esperanza. Si Enrique Peña Nieto de verdad tiene tan “claras las responsabilidades del Estado” que está a punto de encabezar, los muchos vicios cobijados por el PRI —los sindicatos clientelares, los gobernadores corruptos, las empresas estatales parasitarias, los consorcios monopólicos privados y públicos— recibirán la mano dura que merecen. Quizá Peña Nieto ha comprendido que para ser un Presidente íntegro y exitoso tendrá, primero, que ir contra el PRI. Al menos eso es lo que pondría en práctica un Presidente realmente dispuesto a romper con el pasado. Si no lo hace, me temo, la historia lo recordará como un farsante.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.