Vladimir Putin tiene ya un lugar en la historia como el Presidente de Rusia que en dos periodos, de 2000 a 2008, logró consolidarse como exitoso administrador del país más grande del mundo, reposicionarlo como una potencia mundial y además neutralizar una secesión territorial en el Cáucaso y elevar el nivel de vida de los rusos. Por si fuera poco, eligió a su sucesor, y durante su periodo como Primer Ministro resulta difícil suponer que se alejó de la toma de decisiones en el Kremlin.
Pero los costos de levantar a Rusia de la caótica resaca poscomunista han sido muy elevados. La campaña militar en Chechenia evidenció la política de quema de los spetsnaz y poco después la indiferencia del gobierno a los derechos humanos en la zona. Controlar más eficientemente el territorio significó la creación de distritos federales a cargo de funcionarios elegidos por el Presidente y la abolición de elecciones para gobernadores. La boyante economía, que creció un 7% anual desde 2000 hasta la crisis financiera mundial de 2008 gracias al precio de los energéticos y a las reformas estructurales, selló la complicidad entre el Kremlin y los oligarcas. Como producto subsidiario del aumento en el nivel de ingresos, la corrupción permeó las instituciones del Estado y la relación de éste con las empresas, además de perjudicar la ética de trabajo y la precaria movilidad social.
Sin embargo, es cierto que en todo el siglo XX la sociedad rusa no ha conocido mejor momento que el actual. Desde 1917 y hasta la era de Putin los ciudadanos rusos tuvieron suficiente estabilidad política y económica para acceder de manera masiva a elementos que damos por sentado como componentes esenciales de la vida moderna: adquisición de propiedades y vehículos, ahorro, viajes al extranjero, en suma, los ingredientes de la clase media.
El control indiscutible y en no pocas ocasiones arbitrario del gobierno, incluido el férreo tutelaje de los medios de comunicación y el deterioro de los mecanismos democráticos, parece haber sido un costo aceptable para la generación que nacida en los cincuenta y sesenta atestiguó el desgaste político, económico y moral que precedió a la desaparición de la Unión Soviética. Para las generaciones nacidas a partir de los años ochenta, la experiencia comunista fue una simple anécdota. No puedo ser suficientemente enfático cuando argumento que la Rusia actual, por aciaga que sea su situación, no se asemeja ni lejanamente al anquilosamiento económico y al clima de represión de la URSS, o a la anarquía que siguió a su disolución.
Pero incluso la atávica paciencia rusa tiene límites. La misma intelligentsia, producto de la estabilidad y la bonanza, es ahora quien se enfrenta al gobierno, tal como a finales del siglo XIX la clase educada por los Romanov guió la revolución socialista. Para una minoría de la sociedad rusa, la libertad de elegir entre el mejor servicio bancario o la mejor compañía de cable se extrapola naturalmente a la posibilidad de elegir al mejor entre candidatos a alcaldes o presidente. Desafortunadamente, el aparato político ruso no ofrece esta opción a sus “clientes”.
Las elecciones parlamentarias de diciembre de 2011 confirmaron lo anterior. El partido de Putin y Medvedev, Rusia Unida, obtuvo fácilmente la mayoría en el Parlamento, aunque no los dos tercios de las elecciones previas en 2007. Dada la rigidez del sistema electoral, el resultado no podía ser otro y aún así se cometieron múltiples actos de fraude. Como consecuencia, a lo largo de todo el país brotaron manifestaciones multitudinarias, inéditas en la historia moderna de Rusia. Un fraude, quizá innecesario, galvanizó a la sociedad en torno a una exigencia básica: respeto.
En concreto, la prosperidad económica en Rusia no halla equivalencia en el desarrollo político o social. Al contrario, el aumento de la riqueza ha fomentado la corrupción y la disparidad entre clases sociales. El acceso a servicios de salud, educación, justicia u otros servicios, incluso privados, depende frecuentemente de conexiones o sobornos. La impunidad y los privilegios de unos pocos, sean parte de la clase gobernante u oligarcas, o ambos, ofenden a la gran mayoría.
La sociedad rusa esperó durante los cuatro años anteriores la modernización proclamada por Medvedev—primer Presidente con cuenta de Twitter y que impulsó el desarrollo del Silicon Valley ruso—pero ésta simplemente no llegó. No sin ironía, puede argumentarse que esta propuesta puede resumirse en el tercer periodo de Putin y finalmente concretarse en su cuarto periodo (2018 a 2024), lo que convertiría a Putin en el líder que más tiempo ha gobernado a Rusia moderna por encima de Brezhnev (18 años) y de Stalin (12 años).
Durante el tiempo que residí en Rusia, las únicas manifestaciones populares espontáneas que presencie fueron batallas callejeras entre ultranacionalistas y migrantes centroasiáticos. Hasta hace pocos meses la sola idea de salir a la calle enarbolando una consigna política y además contraria al régimen era impensable. Hoy en día, una minoría en términos demográficos y geográficos, aunque con herramientas y capacidades para amplificar su opinión, se articula alrededor de todavía objetivos vagos y liderazgos difusos como el de Alexander Navalny, quien ha bautizado a Rusia Unida como el partido de “sin vergüenzas y ladrones”.
Si bien es factible relacionar la estabilidad política de Rusia a la continuidad del desarrollo económico queda entonces que la más notable vulnerabilidad para el régimen ruso sería no reconocer a su sociedad como un actor maduro, de exigencias sensatas e impostergables. La desaparición de la Unión Soviética obedeció sin duda al agotamiento de un modelo económico ineficiente, pero también a una profunda bancarrota moral.
Las protestas recientes demuestran que la estabilidad en Rusia por fin tiene dos polos, y uno de ellos descansa en un sector que en cuestión de días cobró consciencia de sí mismo y se movilizó a una velocidad inesperada. Justo hace un año, Roza Otunbayeva, quien encabezó la transición en Kirguistán, escribió que los beneficios del autoritarismo no pueden subordinar el sentido de la dignidad y la libertad. A pesar de que Rusia tiene una capacidad enorme de regenerarse en periodos tan cortos, difíciles de emular por muchas otras sociedades, este mensaje es especialmente acuciante. Sobre todo para un país cuyo último intento de reforma sistémica desembocó en su propia extinción.
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Es escritor. Reside actualmente en Sídney