Parecería que un requisito para el actual candidato/a mexicano/a a un puesto de elección popular consiste en hallarse en cabal posesión de por lo menos una axila. Todos, los presidenciables, gobernadorables, diputeables y senadeables, enseñan las orondas axilas en público, como si fueran constancias de pericia política y visto bueno para gobernar: “¡Tenemos proyecto, tenemos futuro y –por si fuera poco– tenemos axilas!”
Es como una yoga tumultuaria. Los candidatos y sus partidos se alínean en el presidium ante las fuerzas vivas. Traen las bocas retacadas de caninos, las caras retacadas de sonrisas, las cabezas retacadas de proyectos urgentes, las carteras retacadas de esperanza y las axilas retacadas de oquedad. Se diría que el agrio debate político al interior de los partidos, las populosas asambleas, los mítines y los sondeos, la grilla y los golpes bajos, las encuestas y los discursos, existen para llegar al feliz momento en el que el inminente líder le muestra al pueblo estupefacto su horrorosa axila
La enseñadera de axila es la nueva prueba de que la democracia se ha ejercido. Después de ese coordinado can-cán electoral, luego de que la plana mayor y sus candidatos muestran las axilas para dejar constancia de su honestidad, los secretarios redactan el acta: “una vez elegido, el candidato enseñó las axilas sinceramente, a manera de rúbrica”. Asentado lo anterior, sólo queda correr al Instituto Electoral de su preferencia. Entre los documentos probatorios viene la foto de la axila.
Esta efusiva calistenia partidaria es una novedad en la iconografía política mexicana, un gesto que parece haber llegado para quedarse con la transición. En tiempos cretácicos no se acostumbraba: el candidato era elegido sólo entre dos personas (quien tenía el dedo y quien era señalado por ese dedo). Cuando el dedeado se mostraba ante las fuerzas vivas se limitaba a mostrar el gesto adusto, levantar el brazo derecho, ponerle a la manita virilidad recia y soltarle, cuando mucho, dos o tres karatazos al aire circunvecino. Fin del ritual. Gesto republicano, severo, discreto y, en suma, terrorífico.
Pero esta nueva cosa axilar es una coreografía vulgarzona, altanera y chocante (aunque desde luego hay que agradecer que, a diferencia de las rockettes –las piernudas esas del Radio City Music Hall de Nueva York– lo que levantan los políticos son los brazos, y lo que enseñan, las axilas). Además es promiscua, pues ver a tantos políticos tomados de la mano y tallándose los sobacos mutuamente, algo tiene de perverso.
Habrá que suponer que enseñar axila tiene su origen en las celebraciones deportivas que, a su vez, se originan en la remota épica de los guerreros que alzaban los brazos en señal de triunfo sobre el rival demolido. Gesto triunfal que esos guerreros, probablemente, acometían impulsados por un remanente exocerebral: el orgullo gorila de sentirse la gran cosa mostrándole las axilas hediondas al rival luego de un primate pugilato.
Otra explicación, aún más deplorable, es la que propondría que las partes del cuerpo humano son metáforas del cuerpo social. ¿Será la axila metáfora de la urna electoral? ¿Supondrán inconscientemente los candidatos, al mostrarlas, que por ahí les va a entrar el amor del pueblo en forma de voto, debidamente sellado por el IFE?
Una metáfora popular, asaz ingeniosa me parece, le dice “bisagra” a las axilas. No sólo porque se mueve de manera semejante, sino porque también “cruje”: traslado al ámbito del ruido el hedor que se concentra en la “covacha” del sobaco… A saber. En todo caso, quizás le sea acreditable el notable aumento de la contaminación.
(Foto: El Economista)
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.