Hace unos meses Tumbona Ediciones hizo una venta que resultó en un plan perfecto de sábado por la tarde: en la compra de libros regalaban chelas, mezcales y tacos. El paraíso. Me hice de varios ejemplares y le cumplí a mi gastritis.
(Invité, por cierto, a un par de amigos extranjeros que conocí en Nueva York y que ahora también viven en el D.F. Compraron uno que otro libro de la colección Versus, probaron los tacos de canasta y ya medio borrachos confesaron que habían entendido que todo aquello se trataría de una venta de tumbonas.)
Después de aquella tarde, cualquier feria de libro, grande o pequeña, institucional o independiente, vendimia de textos en general, me parece aburrida. No solo la forma de amortiguar, compensar, si se quiere, la típica transacción de libro por dinero era diferente, social y no silenciosa, también los objetos a la venta eran diferentes.
Compré una curiosidad roja y delgada: Óptica sanguínea de Daniela Borjórquez. Es un ligero volumen de cuentos que resultó una grata sorpresa. Los relatos parecen ser personales, a ratos diarios, a ratos instrucciones para el viajero, que fungen a su vez como breves recordatorios para la vida diaria; un guiño a Lydia Davis, quizá.
Es una escritura inteligente e irónica, sin pretensiones. De pronto entramos, con gusto, en el flujo de conciencia de alguien a quien casi todo le sale mal. Y es tal vez cierta resignación a la neurosis o la cercanía con la locura que enfrentan los narradores lo que me atrae de este libro. También que incluye un cuento entero desenfocado, otro que tiene anotadas a mano las correcciones; otro, por ejemplo, está compuesto con fotografías ausentes y otro con fotografías cuyos títulos suponen una asociación de ideas que desarma al lector. Un libro de relatos que son a su manera manifiestos caprichosos y a la vez seductores sobre la escritura y, carajo, sobre lo que es una historia.
Ciudad de México