El Drácula, de Bram Stoker, publicado en los últimos años del siglo XIX, inició el mito del vampiro humano dándole una gran densidad novelesca (¡más de cuatrocientas páginas en mediano formato!), pero no fue el primer tratamiento del tema. Llamándose upir, vrukolaka, gul o vampiro, el personaje del no muerto a costa de la sangre de los vivos venía recorriendo los siglos desde mucho más atrás que su presencia en textos hebreos no tolerados por el Viejo Testamento, hundía robustas raíces en las supersticiones y creencias de caseríos, aldeas y pueblos, y, a la vez flotaba como un ente creado por otro ente al que Jung habría de llamar el “subconsciente colectivo”. Y, ¿sorpresa?, acaso el primer vampiro surgido del miedo y del deseo fue femenino. En una tradición venida quizá del mito asirio babilonio, la hembra Lilitou, o Lilith o Ardat Lili, que fue esposa de Adán antes de Eva, un día cometió blasfemia y Dios la desterró a una orilla siempre oscura del cosmos, desde donde llegaba por las noches a producir sueños de lujuria en hombres y mujeres y a robarles semen, líquidos vaginales y embriones. Luego (en leve sobrevuelo del tema, y llegando sólo hasta la novela de Stoker), hay vampiros y algunas vampiras en el Satiricón de Petronio, en los relatos de Sheherezada, en cuentos en verso de Goethe y Victor Hugo, en cuentos fantásticos de Hoffman, de Nodier, de Theophile Gautier, del doctor Polidori (secretario o supuesto seudónimo de Lord Byron), en la delirante Smarra de Nodier, en Carmilla de Sheridan Le Fanu, en algún relato de Horacio Quiroga, e incluso en poemas de Baudelaire (aunque él se definía como el vampiro de sí mismo).
Durante todo el siglo XIX el vampiro floreció literariamente en las mitologías de los románticos, los decadentes y los simbolistas. A través de sus avatares en los relatos escritos, Nosferatu/Drácula es un tenebroso Don Juan, un fatal “macho sombrío” que prefiere vampirizar mujeres más que hombres y que después de seducirlas, las viola mordiéndolas con los grandes caninos simbólicamente fálicos (¿o no, doctor Freud?) y las hace morir y luego las resucita como inmediatas vampiras dedicadas a su servicio y a su vicio.
Con tal capacidad de fascinación, con tanta riqueza temática, el vampiro fue, en los comienzos del siglo XX, urgentemente llamado a habitar en el “séptimo arte”. Lo acogió con deleite el cine alemán que ya desde El gabinete del doctor Caligari, de Carl Mayer y de 1919, conquistaba pantallas del mundo con sus tenebrosas historias y con las escenografías angulosas y torcidas del expresionismo.
El primer Drácula cinematográfico propiamente dicho es de 1921-22. Es silencioso y en blanco-y-negro y es el mejor, el más poético, el más íntimamente estremecedor de todos y fue creado por el genio del cineasta alemán Friedrich Wilhelm Murnau. Su adaptador y guionista, Henrik Galeen, tomó, cambiándoles nombres, a los personajes de la novela de Stoker. Pero el film se titularía definitivamente Nosferatu, y no Drácula porque la compañía berlinesa Prana Film intentó evadir los derechos de autor, los cuales a final de cuentas hubieron de ser pagados después de ser confiscada la película y de ser negada por un tiempo su exhibición. Cuando al fin fue rescatada en gastadas copias y exhibida en cineclubes y cinetecas, ese eclipse inmerecido finalmente contribuyó a que la película, como su personaje, fuese a su vez mítica.
El exigente crítico Jacques Lourcelles dice en su Dictionnaire du cinéma (Editions Laffont, 1992) que “Nosferatu es una de las cinco o seis películas esenciales de la historia del cine, y sin duda la principal obra del cine silencioso”. Y, en efecto, es silenciosa, pero no muda. La película habla elocuentemente con su plural desarrollo narrativo, con sus imágenes como grabados al acero: paisajes de medianoche o de alba con la carroza fantasma con caballos que flotan más que corren, infinita calleja con portadores de ataúdes en fila durante la peste propagada por Nosferatu, casi alegre velocidad de traslado del vampiro en contraste con sus quietudes inquietantes y sus alucinantes apariciones a la luz de una malvada luna y en lejanas ventanas, con sus letreros provocadores de suspense, como el muy celebrado de: PASADO EL PUENTE, LOS FANTASMAS VINIERON A SU ENCUENTRO, que obsesionaba y maravillaba al surrealista André Breton, quien le dedicó hermosas páginas de Los vasos comunicantes.
Entre todo lo que hace del Nosferatu de 1922 una joya negra del cine y del mito vampírico se destaca, como una fulgurante criatura del insomnio, su principal intérprete: Max Schreck, un actor de hasta entonces humilde y evanescente carrera, que logró la imagen definitiva del vampiro señorial pese a que a éste en adelante lo representarían algunos actores que se harían famosos en incesantes secuelas, mientras a él se le recuerda por una sola película, pero qué espléndida y perturbadora imagen nos dejó para siempre. Con la alucinante flacura, la movilidad espasmódica, el cráneo calvo, los ojos fosforescentes, y la intensidad de aparición, Schreck/Nosferatu/Drácula perdura en las pantallas y en la memoria como el Vampiro por Excelencia.
(Publicado el 4 de septiembre 2011 en Milenio Diario)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.