Captain America, de Joe Johnston, es el último gran estreno de Marvel Studios antes del megaproyecto The Avengers. Justo después de que se apagan las luces del último crédito y comienza la ya tradicional escena escondida que ha caracterizado a todas las cintas de la serie, no obstante, las expectativas ya están por debajo de lo esperado: si The Avengers (comandado por el gran Joss Whedon) va a ser justo como sus predecesoras Thor, Iron Man II o Captain America, ya podemos irnos ahorrando el ticket del cine. Funciona a manera de perfecto resumen del mal momento que pasan las adaptaciones superheroicas a manos de los grandes estudios.
Hay varios problemas con Captain America, la cinta, aunque no todos son intrínsecos a ella. El nacionalismo gringo, por ejemplo, que tan indigesto resulta a ojos y oídos extranjeros, no es exclusivo del filme, sino que nace con el personaje original – e incluso, podríamos decir a favor del filme que no explota esta vena: el imperialismo estadounidense se encuentra aquí discreto, latente pero no exageradamente expresivo. Sin embargo, parte del fallo se encuentra aquí: no es lo mismo el siglo XXI que la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo trasladar ese sentimiento de unión hacia el enemigo a nuestra época? Complicado, y el filme falla estrepitosamente en el intento, pese a tener un poderoso caldo de cultivo del que sale un villano memorable – al menos en el cómic – como Red Skull. El arquetipo del villano fascista demuestra su desgaste en la gran pantalla una vez más. O quizá no sea el villano fascista en sí, tanto como la cuestión del uso y el abuso. Hitler, en los medios masivos, se ha vuelto objeto de parodia: prueba de eso es el Hitler de YouTube, que se entera de todo y hace berrinche, o el Hitler neurótico de Inglourious Basterds, o el Hipster Hitler del webcómic. La misma cinta hace gala de este humor – aunque de una muy deficiente forma: hace referencia directa a la mítica portada en la que el supersoldado golpeaba la quijada del Führer, pero lo hace de forma irónica, riéndose del chiste. La reciente saga 'Captain America Reborn', escrita por Brubaker, se ocupaba del mismo asunto, pero en serio. El resto del asunto es abordado con tal pereza creativa que invita al bostezo: un planteamiento larguísimo y sin mucho interés, en el que se nos repite hasta el cansancio lo buena persona que es Steve Rogers (el futuro supersoldado, interpretado con solvencia por Chris Evans, quien hace con esta su quinta intervención en una cinta basada en un cómic); un flojísimo romance que va a ninguna parte entre él y Sharon Carter (Hayley Atwell); un villano interpretado por Hugo Weaving con mayor indiferencia y monotonía que si estuviera repitiendo las peores escenas del Agente Smith que ya encarnó en The Matrix. Al final, todo en Captain America es un flojísimo conjunto de clichés unidos con mediano interés a través de mediocres secuencias de acción y secuencias de diálogo estériles: el punto más bajo en una espiral descendente que comenzó con Iron Man II, continuó con Thor y termina con este filme, mero trámite para lo que realmente le importa a Disney, Paramount y Marvel: la jugosísima taquilla que representa el megaproyecto The Avengers.
El cine de Marvel Comics, que tan buenos resultados ha dado en numerosas ocasiones (ejemplos sobran: Blade de del Toro y Norrington, Spider-Man de Raimi, X-Men de Singer, First Class de Vaughn, Iron Man de Favreau, y The Incredible Hulk, de Leterrier), no ha atinado nuevamente desde el estreno de la primera entrega de Iron Man – la excepción, por supuesto, sería X-Men: First Class, pero esta fue una cinta relativamente poco promocionada, con actores poco conocidos y lejos de los 200 millones de dólares de presupuesto de, por ejemplo, Iron Man II, sin contar que se situó fuera de la continuidad del universo de The Avengers. La razón es sencilla: nadie quiere contar de verdad estas historias con la pasión que se requiere.
Y esa afirmación incluye a la misma Marvel Comics como productora y motor detrás de las cintas. Una cosa demuestran las recientes producciones de superhéroes: todas, incluyendo First Class, que triunfa por otras razones, rehúsan dar la interpretación personal de un mito, de un discurso. Los directores que antes dieron sólidas muestras de lucidez – como Branagh o Favreau – declinan en favor del presupuesto y el taquillazo. Lo que convirtió a las cintas superheroicas de los tempranos dosmiles (concretamente: Blade II, X-Men y Spider-Man) en memorables fue el inaudito ahínco con el que se abordaban las tramas: cada uno de los directores que se ocuparon de ellas (con las excepciones de rigor, por supuesto) estaba preocupado por contar una historia o, al menos, de decir algo personal a través de ella. No era simple cine de acción: existían, por supuesto, las secuencias a puño limpio, el gag ocasional, el súbito aumento de volumen a la música de orquesta que sigue existiendo en el grandilocuente cine superheroico de estos años, pero no era lo más importante. Eran la creación de una estética y la renovación de un discurso: ¿quién como Bryan Singer puede jactarse de haber creado una cinta tan poderosa que influyó en las posteriores líneas argumentales de los cómics de la editorial?; ¿quién como Sam Raimi podría decir que dio un par de giros decisivos en la gestión del que es, quizá, el cómic popular más importante de la década pasada, Ultimate Spider-Man?
Las incursiones recientes en el género, por el contrario, dan una impresión distinta: son todos proyectos por encargo, desprovistos de pasión, coraje, de visión personal. Nadie pasó desarrollando durante diez años Thor, como sí pasó con Spider-Man; nadie reclutó a un director que venía de ganar todo con un filme pequeño e independiente para hacer Captain America, como sí pasó con X-Men. Las cintas de Marvel de hoy y los últimos años, sorprendentemente, exhiben una política mucho más conservadora que la que se mostró hace una década: sin contar a Branagh en Thor, el resto de las cintas no arriesgaron en ninguna de sus contrataciones. Favreau, Leterrier, Johnston: nombres todos asociados al más ramplón cine comercial de acción. Las mentes de Marvel, incluso, llegaron a despedir a Edward Norton, parte fundamental del éxito creativo de The Incredible Hulk. Una lástima: Norton fue, además de protagonista del filme, guionista, y aunque su sustituto en The Avengers será otro intérprete igual de solvente, Mark Ruffalo, el involucramiento que tuvo Norton con el proyecto de Hulk (en búsqueda de un mayor control creativo: el conflicto con el actor comenzó cuando, en posproducción, se decidió eliminar varios minutos de metraje incluidos en el guión original, que buscaban un mayor desarrollo de personajes, en pos de hacer un filme más de acción) era inusual y estimulante.
Sumando el escaso o nulo valor de las adaptaciones de Marvel al resto de las entregas del año – Green Hornet, Green Lantern – es un tanto obvio decir que el cine de superhéroes comienza a morir, de nuevo, a manos de la avaricia y la comodidad creativa. Habrá que esperar, por supuesto, a que aparezcan en pantalla The Dark Knight Rises, el final de la saga del murciélago a manos de Christopher Nolan; Superman, el reboot de la franquicia, también con Nolan en la producción, y The Avengers, entre otros, para saber si los encapuchados podrán convertirse en esa herramienta casi perfecta para narrar lo mismo historias y argumentos trascendentes que proporcionar sólidos momentos de diversión palomera. Mientras tanto, podemos regresar al cómic o, mejor aún, al cine de animación (que tan buenos frutos ha dado en los últimos años, con Batman: Gotham Knight, League of Justice: Crisis in Two Earths o All Star Superman, quizá la mejor cinta jamás hecha sobre Superman) y los cortometrajes amateurs, como los entretenidos Batman: The Last Laugh o Batman: City of Scars. El mito superheroico se abre paso siempre, por mucho presupuesto que le pongan en el camino.
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.