Zdzislaw Beksinski: El anónimo embozado

Al alba de la primavera de 2005, Zdzislaw Beksinski fue hallado muerto en su departamento de Varsovia. Al polaco le atemorizaba más el hecho de morir que la muerte misma. No se trataba, en su caso, del miedo al vacío, sino al sufrimiento.
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Al alba de la primavera de 2005, Zdzislaw Beksinski fue hallado muerto en su departamento de Varsovia. La muerte, primordial en su obra, le rondaba. Su esposa había muerto varios años atrás. Su hijo Tomasz se suicidó después de una depresión clínica. Al polaco le atemorizaba más el hecho de morir que la muerte misma. No se trataba, en su caso, del miedo al vacío, sino al sufrimiento.

Policías refirieron múltiples heridas por todo su cuerpo, la mayoría en su pecho. Tenía 75 años. No hubo señales de forcejeo o robo. Cuatro días después, un estudiante de 19 años, señalado, a secas, como Robert K., vástago de un buen amigo del pintor, se adjudicaría el ensañado incidente. Acompañado de un amigo suyo, invadió la vivienda con el miserable fin de robarle dinero. Estaba dispuesto a recurrir al cualquier recurso para conseguir su insulso objetivo. El fiscal Zbigniew Zelaznicki, acorde a las leyes polacas, lo condenó a cadena perpetua.

En el número 105 de la revista Juxtapoz, curado y escrito por el ilustrador de las causas macabras, Pushead, se describe otro detalle de la muerte, por demás anodino en su condición y hecho: “Su vida llegó a un prematuro final cuando un vecino —seguramente, el mismo Robert K.— le asesinó. Según se informa, porque Beksinski le negó el préstamo de cien dólares”. Un pesaroso evento enlazado a la banalidad de la maldad y la desgracia misma.

Su natal Zanol, Polonia, fue testigo de su atracción por la cámara oscura. Le siguieron la escultura y el dibujo, para finalmente cabalgar los vericuetos de la pintura. Mencionó como influencia primaria al jesuita Tadeuz Brzozowski. De cualquier forma, era difícil localizar la inspiración directa en sus pinturas fantásticas. Si acaso, es posible intuir cierta semejanza a las quimeras de H.R. Giger o Ernst Fuchs, pionero del realismo fantástico vienés.

En sus pinturas no existían motivos. Las generaba, según él, “desde un ángulo ausente de artificialidad”. Como si su inconsciente cargara un diafragma recolector de sus más profundos sueños, las ideas llegaban a su mente en fracciones de segundo. No existía razón para considerarlas acertadas o inmorales, constructivas o destructivas. Su implementación era el resultado de sus necesidades interiores. “Surco mi propio mundo. Un autorretrato espiritual capaz de acarrear pesadillas en los demás”.

“Al preguntarme por el significado de mi obra, se pierde el punto”, mencionó en alguna ocasión. “Simplemente no me conozco a mí mismo y no estoy interesado en hacerlo”. En el mundo de Beksinski la sangre no es sangre, el dolor no es dolor. El sujeto no es más que el pretexto para capturar una imagen. Las láminas de Beksinski acarrean la temática y el ímpetu como resultado. Un rostro, un crucifijo, una montaña, un océano, un cuerpo humano: motivos con los que cualquiera puede sentirse familiarizado. Motivos que, por siglos, han sido perpetuados en racimos de pinturas convencionales. ¿Pero, acaso, estos motivos pueden ser más ocultos y esotéricos en su naturaleza? Quizá el espectador, en el caso del polaco, nunca estuvo capacitado para seguir sus aseveraciones gráficas. Al final, Zdzislaw Beksinski nunca lo pretendió.

No olvidemos que el ermitaño polaco solía degustar la abstracción, tendiendo a percibir su trabajo como una composición de formas y colores. El añadir algún tipo de figura definida, un árbol o algún tipo de edificación, acompañado de colores resaltados, acentuaban la pintura. La mezcla de colores vividos en relación con gamas tenues, resultan en acordes armónicos.  Como en una sinfonía, se distinguen motivos, en el caso de Beksinski, oscuros y en crescendo, acentúan la pureza en su composición.

“Considero a la creación como único camino disponible para combatir la inevitabilidad de pasar inadvertido. Dejar algo permanente después de mi muerte es el motivo por el que pinto. Me gustaría que la obra sobreviviera. Ciertamente, absurdo es el deseo. Todo está condenado a desaparecer conmigo. Mantener a mis pinturas alrededor, ayuda a preservar mi ilusión de, realmente, haber creado objetos permanentes”. Sus imágenes, dentro de su búsqueda de lo perdurable, se erigen como panteones o mausoleos condenados a que la gente los visite. Lo último que queda de la persona, en un espacio físico, es un sepulcro.

Al arcén del séptimo aniversario de su muerte, el Museo Histórico de la ciudad Zanok, rendirá homenaje a la pureza de los lienzos de su hijo más solemne. En febrero de 2012, el recinto acogerá la más grande retrospectiva de Beksinski, además de restaurar su estudio en Varsovia.

Un yermo amanecer en los Montes Cárpatos se adorna de las guirnaldas marchitas. Edificaciones fosilizadas, procedentes de su acrisolado sentido arquitectónico, remiten a las avejentadas catedrales de huesos humanos.  Esas que, por toda la eternidad, entreverán la sombría silueta del quiromántico Zdzislaw Beksinski.

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