Ha sido interesante observar las tribulaciones de algunos ideólogos y/o comentaristas ante el misterioso secuestro del Sr. Diego Fernández de Cevallos y, más específicamente, ante los comunicados –profusos, confusos y difusos– que, para que todo quedase claro, confundieron a todo mundo.
Sobre esa confusión no tardó en promulgarse una línea de interpretación que consistió, básicamente, en decretar que los secuestradores carecían de credenciales políticas y que el sesgo guerrillero que habían dado al plagio era una comedia inventada por “el poder”. De ahí a juzgar que no sólo los comunicados, sino el plagio mismo, habían sido una patraña para “posicionar” a la víctima como candidato a la presidencia por el maltrecho PAN, hubo ya un solo paso que muchos dieron con encantadora soltura. En México la verdad es un misterio envuelto en un enigma, claro, pero además está siempre atrás de una prueba de Rorscharch.
Aposentados en el centro de la intriga, las inumerables izquierdas oscilaron entre denunciar su carácter hechizo, urdido por “agentes provocadores al servicio del régimen”, y su naturaleza de documento sincero. Entre los primeros, en lo único que pareció suscitar acuerdo fue en su pequeñez diminutiva: “Es un documentito de izquierdismo light”, escribió el moderado José Blanco; es un “documentito”, sentenció el radical Carlos Fazio; se trata de un documento “calculadito, prolijito y medidito”, escribió el ultra Luis Javier Garrido. Obviamente, la presencia en los comunicados de figuras de expresión, terminología y retórica identificadas con los discursos de López Obrador o de un cantautor del siglo pasado, el Sr. Marcos, irritaron a los primeros. Remisos al verdadero discurso revolucionario, dijeron, los comunicados ignoran conceptos básicos como lucha de clases, explotación, proletariado, burguesía, etcétera. Un marxismo-leninismo de máquina expendedora en los corredores de las facultades. Y no deja de ser curioso, desde luego, que estos veredictos de insolvencia revolucionaria asestados con ira de sinodales impacientes a los secuestradores viniesen de algunos que, en cambio, le otorgan mención honorífica a los discursos franciscanistas-tolstoianistas de López Obrador.
Sergio Aguayo, que está entre quienes piensan que los secuestradores sí existen como grupo guerrillero con proyecto político, hizo observar en cambio que los comunicados están redactados por personas “con estudios universitarios y con conocimientos de clásicos del marxismo y la sociología (entre ellos Max Weber)”. Otros comentaristas olfatearon además a los predecibles Frantz Fanon y Ché Guevara, al hilito de Lenin, al cromado de Mao y, desde luego, a la profunda filosofía política de Robin Hood, un anarquista inglés del siglo XV afecto a las mallas verdes. Un pastel indigesto decorado con betún de Brecht y (¿por qué?) Bonifaz Nuño, y aun espolvoreado de enigmas oraculares (“violento no es solo lo que muestran los muertos, violento es también lo que ocultamos los vivos”).
Pero nadie ha mencionado, que yo sepa, al más obvio: Johan Galtung, el ideólogo noruego cuya teoría del “triángulo de la violencia” seduce por igual a pasantes de sociología, licenciados en teatro comprometido y sexualidad alternativa. Los “documentitos” no le deben poco, y no sólo por emplear su terminología (“la violencia visible-directa, la invisible-estructural (de la que parece no haber ningún responsable) y la cultural, son promovidas y sustentadas por los gobiernos”) sino por su idea de que la violencia social se equipara con la violencia del poder. Según Galtung hay “dos maneras de alcanzar la igualdad en un intercambio violento: cuando uno de los perpetradores sufre un trauma de la misma magnitud, y cuando la víctima experimenta una culpa de la misma magnitud.” La idea de que la culpa de quien lastima (el villano) es igual a la de quien lo lastima a él (el héroe), parece pesar sobre el carácter vindicativo del secuestro (“Cevallos tuvo que verse en el espejo de nuestra mirada”, etcétera).
Por cierto, no es ajeno Galtung a los universitarios mexicanos y a ciertos “colectivos”: la Universidad Autónoma de Puebla le otorgó, en 2005, un doctorado honoris causa por su “labor humanitaria”.
(Publicado previamente en El Universal)