Érase una vez una lejía

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Supongamos que usted ignora qué es una lejía y para darse una idea consulta el diccionario académico. Gracias a que los diccionarios son como pajares en que las agujas perdidas aparecen minuciosamente ordenadas, encuentra la palabra fácilmente.

lejía. f. Agua en que se han disuelto álcalis o sus carbonatos. La que se obtiene cociendo ceniza sirve para la colada. || 2. coloq. Reprensión fuerte o satírica.

“Agua en que se han disuelto álcalis…”, reflexiona usted. “No me acuerdo bien qué es un álcali, tú. ¿O se dirá una álcali? Y esta sustancia ¿se conseguirá en cualquier tlapalería?”, cavila como dirigiéndose a alguien cuya ausencia momentánea o perenne sea quizá su mejor compañía. Olvídese de recordar con precisión qué son los carbonatos y, si le tocó vivir en la era de las lavadoras superautomáticas y los detergentes con poderes maravillosos, lo más seguro es que usted no tenga ni la más remota idea de a qué se refiere la definición de lejía con eso de “colada”. Pero no se sonroje, como usted es una persona que disfruta de pasar largos ratos leyendo el diccionario académico, a continuación busca la definición de esa cosa tan bonitamente llamada álcali. “Álcali, oh Álcali primorosa y risueña… como el nombre de una flor o una mujer injustamente olvidada”, lamenta usted –que en el fondo ha sido siempre un tanto cursi– para sus adentros.

álcali. m. Quím. Hidróxido metálico muy soluble en el agua, que se comporta como una base fuerte.

¡Un álcali es un hidróxido metálico! Genial. Después de la decepción que representa haberse enterado de que Álcali, su bella odalisca, se desvaneció en un suspiro como una lámina oxidada por los siglos, que se desintegra al menor contacto, usted halla pronto consuelo entre las líneas del libro que tiene ante sí –el diccionario–, que siempre está a la mano cuando lo necesita y que usted pasaría todas las tardes leyendo si no fuera porque a estas alturas de su vida las cosas que las palabras nombran –su vida toda– absorben la mayor parte de su tiempo. Usted no puede darse el lujo de dedicar una tarde entera a degustar los nombres que a las cosas que a usted le afectan les dieron nuestros ancestros, menos aun a paladear los nombres de aquello que ha dejado de concernirle, como la vieja y desusada lejía. ¡A quién le importa hoy una lejía, por favor! Aun así, usted no se rinde todavía y salta a ver qué es un hidróxido.

hidróxido. m. Quím. Compuesto formado por la unión de un elemento o un radical con el anión OH-.

Muy bien, en este punto de su gozosa aventura léxica, usted ya no puede albergar duda alguna de que, por su definición, difícilmente sabrá jamás qué cosa es una lejía. Ni aunque usted aprenda perfectamente de memoria las definiciones anteriores y las de todas las palabras involucradas como compuesto, formar, unión, elemento, radical y hasta el mismísimo anión OH que, si no fuera por ese mayúsculo y absurdo OH, rimaría de lo lindo con unión.

En resumen, si no sabe lo que es una lejía, usted nunca sabrá lo que significa la palabra lejía, a menos que alguien tenga la amabilidad de describírsela, digamos, sin definiciones, digamos, de manera un poco más didáctica, digamos, como si usted fuera la persona más bruta del mundo, haciéndole, digamos, una lejía en su propia cara… o a menos que usted mismo se decida a formularle a alguien una genuina, formidable y bien merecida lejía.

(Entre paréntesis, observe usted cuán paradójico resulta que las palabras se definan empleando otras palabras. Ello produce que las definiciones actúen simultáneamente como indefiniciones, cadenas interminables de significados, lo cual parece probar cómo todo, tanto las palabras como las cosas, se halla relacionado inextricablemente.)

En fin, no pasa nada. Usted lo ha sabido siempre. El diccionario no enseña precisamente lo que son las cosas. Sin embargo, gracias a él, a ese catálogo de los nombres –los nombres no solamente de las cosas que conocemos sino también de las que ignoramos–, y gracias a que contiene inagotables definiciones y acepciones, a partir de hoy usted estará en condiciones de recetarle una buena reprimenda a quien se haya pasado de lanza con usted, o bien a sus hijos, subalternos, criados y mascotas, y, al final de la reprensión fuerte –o satírica, por qué no–, usted puede remachar declarando con elegíaca elegancia: “Y la próxima vez esto no será una lejía. ¿Me entendiste? ¡A la próxima te me vas directito a la colada! A ver si así aprendes.” Y sanseacabó.

– Emmanuel Noyola

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es miembro de la redacción de Letras Libres, crítico gramatical y onironauta frustrado.


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