Faial: Tras los pasos de Mark Twain

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El 21 de abril se celebran 100 años de la muerte de Mark Twain. Lo conocemos como el autor de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, pero sus coetáneos lo identificaban como autor de historias de viajes. Él fue el primero en visitar las Islas Azores, un destino aún poco transitado.

Al poniente de Europa, las Islas Azores parecen los puntos suspensivos de un continente que desea expandirse, como si quisiera establecer un puente con América. Este archipiélago pequeñito, otrora punto de partida de numerosas exploraciones hacia el Nuevo Mundo, ha sido siempre una escala obligada en los cruceros transatlánticos.

Cristóbal Colón mismo inauguró el tráfico entre América y las Azores. Por mera supervivencia: al volver de su primer viaje, cayó una tormenta que no menguó en semanas enteras. La salvación fue guarecerse en el puerto de la isla Santa María. De esta manera les llegó a los isleños, antes que al rey mismo, la noticia del descubrimiento de una nueva vía hacia el Lejano Oriente. El tráfico transatlántico había quedado así establecido.

Más tarde llegaron los turistas. Mark Twain fue uno de los primeros en tomar puerto: en 1867 se embarcó en el Quaker City –un viejo vapor de tiempos de la Guerra de Secesión– para realizar un viaje hasta Jerusalén en compañía de un grupo de peregrinos. A partir de este viaje escribió Los inocentes en el extranjero, un recuento divertidísimo, su obra mejor vendida en vida.

La primera estación de los inocentes fue la Ilha do Faial, en las Azores. Provenientes de Nueva Cork, los tripulantes habían tardado diez días en llegar. Mi avión, en cambio, atraviesa en pocas horas el Golfo de Vizcaya, cubierto por nubes. Poco a poco nos alejamos de estas pelusas blancas y nos acercamos al azul del océano, hasta que el avión aterriza. En medio del Atlántico me siento como en los puntos suspensivos de Europa. Aquí termina el continente y, según los geólogos, comienza América.

Pero Twain llegó en barco y pudo ver desde la cubierta muchos tiburones, nautilos, delfines y ballenas. En aquellos días, los balleneros eran auténticos héroes, celebrados desde hacía ya quince años en Moby-Dick. Ellos establecieron las primeras relaciones comerciales entre las Azores y la costa este de los Estados Unidos. No pocos azorianos trabajaron como balleneros en Nantucket y otros puertos aledaños. Así que, en realidad, los azorianos heredaron de los norteamericanos la caza de la ballena, prohibida en las Azores desde 1986. En otros tiempos, cuando los vigías divisaban alguna ballena frente a la isla, lanzaban un fuego pirotécnico que alertaba a los baleeiros. De inmediato suspendían la actividad que los estuviera ocupando, corrían a los botes, bien provistos de antemano con arpones, y se hacían a la mar. Por el veto, los baleeiros han tenido que cambiar de ocupación, aunque los vigías siguen parapetados detrás de sus telescopios y binoculares, pues la observación de ballenas se ha convertido en una atracción turística bastante redituable. La presencia de hembras con sus críos es normal en estas latitudes.

Nuestro día es azul y perfecto y además la suerte nos acompaña: frente a la costa norte de Faial hay un grupo de ballenas esperma, nos avisan por radio. Al salir, avientan torres de aire y agua de un metro, metro y medio. En unas dos horas hemos visto ocho. También aparecen delfines, e incluso encontramos una tortuga marina muerta, que tomamos a bordo –a pesar del hedor– para que los biólogos le hagan la autopsia de rigor. Con el atardecer regresamos a la costa y fondeamos en el puerto de Horta.

Horta es la capital de Faial, con una población de 10,000 habitantes. También aquí desembarcó Mark Twain. Lo primero que le llamó la atención fueron los pies descalzos de los niños. Mientras Twain caminaba con sus acompañantes por la calle principal, los niños los rodearon y les pordiosearon limosnas y caridades. Pero cuando las peticiones se convirtieron en exigencias, se refugiaron en una taberna –en realidad, el mejor restaurante de Horta. Y, cansados como estaban de tantos días en alta mar, decidieron celebrar el arribo a tierra firme. Comieron hasta saciarse, ordenaron numerosas botellas de vino y docenas de puros… hasta que les llegó la cuenta por 21,000 réis. Todos palidecieron y se asustaron por la suma desorbitante. Uno a uno fueron vaciando los bolsillos hasta sumar 150 dólares. ¡Basta! No disponían de más dinero. Pero el mesero, que sí estaba al tanto del tipo de cambio, sólo atinó a reír: “Señores, son solamente 21 dólares”. Y entonces decidieron brindar de nuevo…

Twain no revela el nombre del local. Pero en esa misma calle, que sigue siendo la avenida principal, está Peter, uno de los bares más famosos. Todos los yates y veleros que han atravesado el Atlántico en el último siglo navegan con la obligación de anclar frente a Peter. La especialidad es el gin-tonic. Nos lo bebemos rodeados por doce o quince idiomas diferentes. Junto a nosotros, por ejemplo, hay un grupo de noruegos que recorren las Azores en bicicleta. Nos recomiendan visitar el museíto de la planta alta. Está dedicado al scrimshaw, el pasatiempo favorito de los balleneros, que hacían grabados con un cuchillo en los huesos y dientes de las ballenas y que llegó a ser el arte más popular del archipiélago.

Además de las ballenas, en tiempos de Mark Twain los isleños tenían una relación muy estrecha también con los asnos. Twain quedó fascinado de cómo “los asnos y los hombres, mujeres y niños de una familia comen y duermen todos juntos en la misma habitación y son […] realmente felices”. Así que para hacer una excursión por la isla, Twain se hizo de un burro. Le faltaban los estribos y cuenta que la silla era tan amplia, que le pareció estar sentado más bien en una mesa. Los muleteros azotaban a las bestias con tanto ahínco que se desató una estampida y todos los jinetes cayeron a tierra. Uno de estos jinetes estaba particularmente furioso, pero Twain cuenta la historia a carcajadas. Disfrutó el paisaje y le impactó la pulcritud y la calidad de los caminos y calles, que juzgó mejores que los de Estados Unidos: “Y si en algún lugar los paseos y calles y las fachadas de las casas están completamente libres de cualquier rastro de suciedad o mota de polvo o de lodo o de falta de limpieza de algún tipo, eso sólo en Horta, sólo en Faial”.

Nosotros también hacemos un paseo por la isla. Prescindimos de los burros y muleteros, y optamos por Ana y su robusta Land Rover. Ana es una pintora del Portugal continental que desde hace año y medio vive en Faial. Cuando no pinta, disfruta la naturaleza de este –casi el último– paraíso. Con Ana al volante, subimos y bajamos las cuestas y colinas a todo motor. Y no tardamos en reconocer la gratitud de Mark Twain: este paisaje tiene algo muy particular. Luego subimos otra colina y… ¡alto! Es necesario desmontar de nuestro asno motorizado para hacer fotos porque frente a nosotros –justo en medio de la vastedad del océano– se yergue el pico de un volcán como una estalagmita azul. “Lo mejor de Faial es la vista que tienen”, dicen los habitantes de la isla vecina, Pico. Quizá estamos de acuerdo con ellos.

En Pico todo es verde y negro. En medio del bosque negro de piedra volcánica, los granjeros han construido pequeños currai (corralitos). Para diferenciarlos, erigieron muritos de piedra que protegen los viñedos del viento. Es imposible ver la tierra, sólo hay rocas, rocas volcánicas por doquier, de entre las cuales crecen, milagrosamente, vides. Este laberinto rocoso fue declarado Patrimonio de la Humanidad hace cinco años. Por aquellos días, Mark Twain contó que “en la isla crece buen mosto y se prepara un vino excelente que se exporta. Pero hace quince años, una plaga azotó todos los viñedos y desde entonces ya no se destila vino”. Hoy crece de nuevo lo verde de entre lo negro, la vida entre lo estéril, un auténtico milagro de la naturaleza, tan milagroso como el vino exquisito, que el pobre Twain no pudo probar.

Clic, clic. Ana continúa al volante –en un subibajas continuo– en dirección Capelinhos. Y nos cuenta la historia: en 1957 comenzaron unas erupciones subacuáticas frente a la costa poniente de Faial. Duraron más de un año. Estas erupciones volcánicas y los consecuentes terremotos transformaron dramáticamente la isla, no sólo en su geografía, sino también en su configuración social. El senador John F. Kennedy brindó su ayuda a todos los granjeros que se hicieron a la mar para emigrar a Estados Unidos una vez que las cenizas habían destruido sus tierras de cultivo. Esta segunda estampida de azorianos se conoce bajo el nombre de “diáspora de las Azores”, cuya descendiente más ilustre es Nelly Furtado.

A la vuelta de los años, el volcán Capelinhos se ha convertido en una atracción tanto para científicos como para los visitantes. El suelo de arena desnuda contrasta rigurosamente con las colinas circundantes color verde jade, que parecen aún más idílicas que la foto en el escritorio de una computadora. Visitamos el museo subterráneo al pie del antiguo faro, cubierto en parte por la lava. Es imposible no pensar en el Paricutín, que también dejó una torre desnuda.

Ante todo deploro que Mark Twain no haya podido ver Capelinhos, pues sin duda le habría fascinado… Tanto o más como estoy yo entusiasmado con Los inocentes en el extranjero, que continúo en el vuelo de regreso. Mientras cruzo otro banco de nubes de algodón, Mark Twain, que en mi lectura ha llegado ya a Gibraltar, se acuerda de un billar en Faial. Según él, el billar más pintoresco que haya jamás pisado, y suponer que conocía suficientes no es descabellado. Yo me lamento: también me perdí de algo, mi viaje no fue idéntico al de Twain. Pero no importa: al final de un buen viaje, de un auténtico viaje, hay siempre unos puntos suspensivos pendientes, sobre todo en las Azores…

– Enrique G de la G

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Doctor en Filosofía por la Humboldt-Universität de Berlín.


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