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Desde hace tiempo mantengo largas charlas —o tal vez una sola e ininterrumpida larga charla—a través de mensajes de voz de Whatsapp con un amigo que vive a 10 mil kilómetros de distancia. Skype y otros medios ya habían facilitado mucho la conversación entre personas ubicadas en diferentes partes del mundo, pero los mensajes de voz incorporaron la novedad de que ya no hace falta coordinar “encuentros virtuales”. Uno manda los mensajes cuando puede y el otro responde cuando le queda bien. Mi amigo y yo hablamos de nuestras cosas, de política, libros, fútbol, mujeres, etcétera. Es decir, de lo mismo que hablaríamos si estuviéramos los dos en el mismo lugar, café o cerveza de por medio. No es lo mismo, está claro. Pero para no ser lo mismo, se le parece bastante.
Hace unos días, este amigo me contó algo que acababa de pasarle. Estaba grabando un mensaje bastante largo (iba por el cuarto o quinto minuto) cuando en su teléfono entró una llamada. Al atenderla, la grabación se borró. Lo peor del caso, me decía él después, era que no podía recordar qué me comentaba en el mensaje perdido. “Mirá las tonterías de las que hablaremos —dijo—que un rato después ni siquiera las puedo recordar”.
En mi mensaje siguiente, le conté que eso que me decía me recordaba algo que me dijo Rodrigo Fresán cuando lo entrevisté en su casa de Barcelona, a finales de 2008. Poco antes, Fresán había decidido no hablar más de su amigo Roberto Bolaño, quien había muerto un lustro antes. Sentía que ya había dicho sobre él todo lo que tenía para decir. Y me contó lo siguiente:
“Desde que Roberto murió, recibo cuatro o cinco e-mails por semana de gente que me pide que rememore nuestras largas conversaciones literarias… que nunca tuvieron lugar. De verdad. Hablábamos más de Gran Hermano que de libros. La gente tiende a pensar que los escritores, cuando son amigos, se reúnen a hablar de literatura, y en realidad los escritores cuando son amigos no quieren hablar de literatura. Uno dice: bueno, he aquí una persona que respeto, que me gusta cómo escribe y cómo lee, que es educada, fina y sofisticada, y entonces no tenemos por qué hablar de nada de eso. Con ese bagaje y esa sofisticación, podemos hablar de cualquier cosa y descansar y divertirnos. Roberto y yo hablábamos de libros, pero no de lo que hacíamos. De hecho, nunca leí ningún original ni manuscrito de Roberto antes de que saliera, y viceversa. Sería bastante horrible estar todo el tiempo, mientras el viento nos azota las capas, diciendo cosas como:‘¡No, recuerda lo que dijo Heidegger!’. Por suerte, eso no se produce. Probablemente los malos escritores tengan esa clase de conversaciones”.
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Todo esto ocurrió en estos días, cuando se están por cumplir 400 años de las muertes de Shakespeare y Cervantes y tanto se habla de ellos. No pude evitar preguntarme cómo habrían sido las conversaciones entre ellos si hubiesen sido amigos. ¿Hubieran podido ser amigos? Sí, seguramente, aunque sus vidas fueron bastante distintas.
Murieron casi al mismo tiempo, pero Cervantes había nacido 16 años y siete meses antes. Casi siempre vivió en la pobreza. Fue militar (no perdió el brazo izquierdo en Lepanto, pero le quedó estropeado), prisionero en Argelia durante cinco largos años (planeó cuatro fugas y fracasó en todas, y quién sabe qué especiales simpatías despertó para que le perdonaran la vida), recaudador de impuestos (trabajo amargo si los hay, que le valió incluso dos excomuniones por embargar bienes de propiedad eclesiástica). Soñaba con instalarse en América para ganarse la vida en lo que los españoles consideraban el Nuevo Mundo, pero nunca lo logró. Pasó sus últimos años en Madrid.
La biografía de Shakespeare presenta muchas más lagunas. No se sabe casi nada de lo que hizo hasta la noticia cierta de que, a los 28 años, ya formaba parte del mundillo teatral en la Londres isabelina. Y “lo que parece seguro —según la nota biográfica de la edición de sus Tragedias que tengo en mis manos, redactada por Carlos Ayala González-Nieto—es que no compartió demasiado la vida bohemia de sus compañeros de profesión: fue un buen burgués, ordenado y parsimonioso […] En plena madurez se retiró a su pueblo natal, invirtió con prudencia la fortuna adquirida y abandonó la literatura, hizo testamento, minucioso y cauto, y murió a los 52 años de edad”.
Las exequias de sus muertes retrataron sus vidas. Los restos de Shakespeare fueron enterrados en el presbiterio —cerca del altar mayor—de la iglesia de la Santísima Trinidad de Stratford-upon-Avon, su pueblo natal, un privilegio que había comprado por la considerable suma de 440 libras. De los funerales de Cervantes, en cambio, se encargó la Venerable Orden Tercera de San Francisco, una rama de la iglesia de la que él formaba parte. Pese al éxito del Quijote durante la última década de su vida, no pudo pagar ni sus propias honras finales.
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Tan grande fue el éxito del Quijote que en 1612, apenas siete años después de la publicación original de la primera parte (un lapso muy breve para la época), apareció su primera traducción: la versión en inglés. Y Shakespeare la leyó. Y le gustó tanto que escribió, junto con su amigo John Fletcher, una obra titulada Cardenio, basada en un episodio de la novela cervantina. La compañía King’s Men representó Cardenio dos veces en el teatro Globe, de Londres, durante el primer semestre de 1613. El 29 de junio de ese año, el teatro se incendió y, con él, todos los originales de las obras de Shakespeare. Por fortuna, la mayoría de sus tragedias y comedias se pudieron recuperar a partir de otras copias. Cardenio, sin embargo, se consideró perdida durante casi cuatro siglos, hasta que en 2007 la Royal Shakespeare Company reconoció una copia como la versión original del poeta y de Fletcher.
Hay quien dice que la señal de que un libro te ha gustado mucho es que, al terminar, tengas ganas de conversar con su autor. ¿Habrá sentido Shakespeare ganas de charlar con Cervantes en aquel momento? Podría haber sido el comienzo de una hermosa amistad. ¿Qué le habría preguntado? ¿De qué temas habrían discutido? Si en ese entonces hubiera existido Whatsapp, podrían haber mantenido una serie de charlas (o una sola e ininterrumpida larga charla) pese a la distancia, sus voces yendo y viniendo entre Stratford-upon-Avon y el barrio hoy llamado de las Letras, en Madrid. Al principio habrían hablado de teatro y de novelas, de sonetos y libros de caballerías, pero después se habrían perdido en asuntos de política, juego, mujeres y —si hubiera existido en ese entonces—Gran Hermano.
Shakespeare, eso sí, lo haría todo desde su iPhone último modelo. Cervantes se las arreglaría con un teléfono viejito, con la pantalla resquebrajada, remendado con cinta scotch.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.