“¿A poco ya son neoyorkinos?”, nos preguntó desde el escenario Rubén, el vocalista del grupo Café Tacvba. La audiencia, entonces, respondió gritando a coro, “¡Mé-xi-co, Mé-xi-co!”
Hace un año, el concierto de Café Tacvba en una bodega al lado del río Hudson fue parte de la gira que celebraba el vigésimo aniversario del “Re”, un álbum editado cuando el grupo tenía apenas cinco años de carrera y que hizo historia con veinte canciones cuyas letras critican el supuesto progreso mexicano, hablan sobre la emigración y, desde luego, de amor y desamor, en melodías que recuerdan el origen un tanto folklórico del grupo y a la vez trazaban su futuro rockero.
Peco de cursilería, sin embargo, algunas veces, con la música en vivo segrego una alegría pura, que pocas veces experimento en el día a día y que en comunidad se intensifica. Joselo, el guitarrista del grupo, me dijo al día siguiente, “¡Estuvo bueno ayer, se ponen como locos!” ¿Por qué enloquecemos ante nuestra música favorita en vivo?
Un amigo me preguntaba qué me había gustado más: si los conciertos de Café Tacvba en el Distrito Federal o ese concierto en Nueva York. Son diferentes experiencias. Café Tacvba en México, además de que es un evento masivo, es la música con la que hemos crecido, que conocemos de memoria, con la que pertenecemos a una generación de rock en español de la cual seguimos participando.
Un concierto de Café Tacvba en Nueva York es un evento más bien íntimo, el tamaño del recinto es pequeño. Y la música nos reafirma como extranjeros que venimos de un país al cual extrañamos. Desde otro espacio geográfico, a partir del cual pueden medirse las distancias, nos encontramos constantemente recuperando eso que somos: mexicanos. Mexicanos migrantes. Y ritos como un concierto de Café Tacvba en Nueva York son para cantar y bailar como desquiciados junto a muchos otros que también extrañan.
A mitad del concierto apareció en el escenario una manta que reclamaba el paradero de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Para el día del concierto habían pasado apenas unos días desde que desaparecieron; no entendíamos los hechos, eran los primeros días de un malestar que un año después ha crecido, se ha endurecido y se ha enmarañado con la cantidad de fosas encontradas y cadáveres sin identificar, con la desinformación de la mentira histórica.
Aquella noche lejos de México, reivindicar lo mexicano no solo fue un acto festivo; fue también, necesariamente, un acto de duelo y de protesta que sigue vigente.
Hace poquito que regresé a la ciudad de México. Acá la experiencia de lo mexicano es, desde luego, otra: cotidiana. El último concierto al cual asistí antes de irme, hace cinco años, fue también de Café Tacvba. Desde entonces más personas, me parece, se han politizado a través de la tristeza por diferentes injusticias. Y las celebraciones con canto y baile han incorporado la manifestación de un dolor general que el caso Ayotzinapa detonó. Es el duelo simbólico de miles cuyos nombres desconocemos. Hay tanto engaño por el cual enojarnos, que la incertidumbre es parte de lo que somos. Los festejos también son formas de compartir el desconsuelo.
Ciudad de México