El día que compré los boletos que semanas después habría de hacer efectivos dentro del Festival de México en el Centro Histórico, estuve a un paso del ahogo. Quizá si fuera un hombre de los que se reconocen como cuidadosos hubiera sabido justo en ese instante que el festival habría de significar algo nada menos que letal. Claro, esta palabra con la gustosa pronunciación del que sobrevive a la hecatombe, ya que no estaba consciente en esos instantes de que durante dos semanas asistiría a más de quince eventos, cada uno con un perfil luminoso, algunos con etiqueta de “urgente”, otros con la de “magistral” y uno con la de “cuidado, material radioactivo”.
Esta es una crónica personal de este festival que apenas nos despide, y que se ha mostrado como una piedra de toque en el panorama cultural del país, para no tomar tonos más grandilocuentes.
Don Giovanni (México)
El metro de la ciudad de México parece sentir una nostalgia insoportable cuando llueve. Sus movimientos se vuelven cansinos y no es más que suspirar y andar lento por las vías. Fue por culpa de esta melancolía que casi no alcanzo a entrar a esta función de estreno. Gracias a fuerzas que aún no logro entender el evento se demoró un par de decenas de minutos. O más bien sí comprendo esas fuerzas y, a pesar que ahora las denosto, en ese instante me parecieron un poco menos que deliciosas, ya que la santa burocracia cultural y sus discursos permitió que los interesados en la función se dieran unos respiros antes de entregarse de lleno a la pieza enorme que abriría las puertas del festival de un momento a otro. Jamás había notado la enorme calvicie de Marcelo Ebrard como lo hice en ese momento desde el palco, por no hablar de otros cráneos que se dibujaban al fondo en el momento de cada discurso indigesto.
Sin embargo empezó todo, y con la misma velocidad concluyó. ¿Qué había pasado en esas tres horas y media? ¿Por qué todo había cambiado por un suspiro ansioso? Todos los que presenciamos la función pudimos ver lo más alto que el hombre es capaz de llegar al conocer lo más bajo de cada uno de nosotros. Desde detalles técnicos que me siento incapaz de comentar hasta la interpretación de la obra, todo fue logrado con el mayor de los hallazgos, sin una nota que pudiera calificar al evento de fallido. Cabe decir que pocas veces había presenciado tal eficacia en la explotación de los recursos de escena, la escenografía (un ejercito de camas desvencijadas capaces de montar palacios y jardines) es un simple ejemplo, ya que vestuario e iluminación provocaban en el espectador la misma comprensión de los sucesos que se iban dando. Un verdadero éxito en todos los sentidos; incluso los que podrían haber sido errores (una cama casi decapita a uno de los artistas al perder su punto de apoyo) pasaron desapercibidos ante la gloriosa interpretación. Espero llevarme a la tumba ese infierno desencadenado que son las últimas escenas: mujeres como flamas y el reflejo de uno mismo a punto de perderse para siempre.
Susan Hoeppner (Canadá)
“¿Teatro del pueblo?” dijo E. al saber la localidad del evento al que ese día nos habíamos propuesto asistir. “Con tal de que no sea una pastorela…” aderezó mientras nos dirigíamos a nuestra segunda incursión en el centro histórico. Y sí, nadie sabía hasta hace unos meses, sin contar a los nativos de la zona o los grandes estudiosos, qué era el Teatro del pueblo. Sin embargo, existe, y me atrevería a afirmar que es uno de los escenarios más privilegiados de la ciudad. Esa noche albergaba a la flauta de Susan Hoeppner y sus frescos vasconcelistas de techo alto y gran desmesura no pudieron ser mejor marco para la presentación. L., otra de mis asiduas acompañantes a los eventos, dijo que sería muy divertido si al final de la función un niño aparecía jalando una vaca que al lomo trajera un letrero de neón diciendo “Teatro del pueblo, gracias por venir”. Todos reímos, pero al conocer el auditorio no hubo más que alabanzas y quiebre de cabezas por lo bello de su decoración y, sobre todo, sus butacas.
Dijo E. que Hoeppner llevaba una flauta de oro. No lo dudo. Y esta expresión se puede aplicar a cada uno de los segundos que duró su breve incursión en la tarima. Ofreciendo piezas con las que no podía decepcionar a nadie, de autores como Bach o Mozart, y una paleta significativa de canadienses contemporáneos, el concierto devino en un infatigable asombro por la capacidad instrumentista de la mujer y su delicada interpretación. Su desenvolvimiento en escena, así como los matices que lograba concretar en cada pieza, se colaban en los espectadores evitando el pensamiento y suplantándolo por el revoloteo que el instrumento áureo producía. Hubo incluso lágrimas y aún recuerdo a un niño que lloraba sin control a nuestras espaldas, sediento y conmovido.
Cuarteto Artis (Austria)
Es bueno hacerse acompañar a este tipo de festivales por gente de coraje y gran conocimiento. Sirva este pequeño homenaje para E., ya que mi entendimiento no hubiera sido capaz de absorber tanto como hizo sin la paciente ayuda de mi amigo moscovita. Y el cuarteto Artis y las piezas que tocaron esa noche en el anfiteatro del Palacio de Medicina hubieran sido la mitad de la experiencia que fue sin la sabia guía de E., siempre con apuntes y aclaraciones.
Y pensar que ese excepcional concierto empezó con el temor de que el enorme baile de sonidero que se había plantado en las calles aledañas interrumpiera la música que el cuarteto planeaba interpretar. No obstante, la arquitectura del lugar, sus gruesos muros y, a mi entender, las capas de historia que lo rodean nos dejó conocer la música sin interrupciones; claro, no sin antes presenciar una curiosa ceremonia al centro del patio, en donde unos encapuchados a las más clásica usanza inquisitorial hablaban en círculo sin dejar ver sus intenciones.
La música que escuchamos fue parte de la escuela vienesa del dodecafonismo. Webern, Berg y Zemlinski se hicieron oír ante un auditorio casi lleno que compartía espacio con una increíble reproducción de una botica de principios de siglo, escalera al vacío y máquina de escribir incluidos. A pesar de su primera dificultad, la música se desarrolló con fuerza e inquietud, sin causar dudas, esto quizás gracias a la interpretación del cuarteto, una de las glorias actuales de la escena clásica mundial. Jamás olvidaré al chelista del conjunto, un hombre alto y de barbilla casi cubista que aporreaba su instrumento con una vehemencia tal que su figura destacaba frente a sus compañeros gracias a su actitud imperiosa.
Para mi fue Zemlinski el ganador de la noche, la medalla de oro. Su cuarteto, última pieza interpretad, única del autor por esa noche, me demostró los goces de la música atonal y las diferentes gamas que un intérprete puede y debe conferir a un trabajo de esa envergadura, y fue únicamente durante esta pieza cuando dejé de pensar si en la sala estaría con nosotros Juan Arturo Brennan, enorme comentarista y figura fantasmagórica que habría de atormentarnos el resto del festival.
¿Dónde estaba Juan Arturo al momento de partir? L., E., D. y un servidor nos lo fuimos preguntando hasta la vuelta a casa sin poder tararear ninguna de las piezas, cosa que siempre duele.
– Benjamín Eliezer