Cuando faltaba muy poco para la elección presidencial en Estados Unidos, Joe Biden, hoy vicepresidente electo, le aseguró a un grupo de posibles donadores que no pasarían más de seis meses para que el mundo pusiera a prueba a un Obama presidente. El Partido Republicano intentó utilizar las palabras de Biden para atacar a Obama. La inexperiencia del candidato, decían, transformaría esa hipotética crisis a la que Biden se había referido en el principio de un periodo de debilidad estadunidense en la guerra contra el terrorismo. De acuerdo con la lógica republicana, alguna organización terrorista internacional trataría, en efecto, de comprobar la determinación de Obama, quien tendría que definirse, sin tener un minuto que perder, entre su preferencia por la diplomacia multilateral o el uso de la fuerza, como Bush. Al final, el electorado estadunidense no cayó en la trampa y optó por confiar en Obama. Pero Biden tuvo voz de profeta.
No ha pasado ni siquiera un mes del triunfo demócrata cuando el mundo y sus dinámicas crueles le han dado la bienvenida a Obama con un ataque terrorista con más víctimas que los bombazos en el subterráneo de Londres de hace años y un modus operandi mucho más despiadado (por íntimo, por confrontacional) que casi cualquier otra conflagración que se haya visto en los últimos tiempos. El baño de sangre en Bombay obligará a Obama a modificar buena parte de su estrategia en una región que, después de años de negligencia gracias a la obsesión de Bush con Irak, parecía destinada a ocupar el primer lugar en la lista de política exterior del nuevo gobierno de Estados Unidos.
Durante la campaña electoral, Obama subrayó una y otra vez su intención de trasladar el enfoque intelectual y la capacidad militar estadunidense a la frontera entre Afganistán y Pakistán, donde evidentemente se encuentran no sólo Osama bin Laden y su lugarteniente Ayman al-Zawahiri, quien llamara “negro domesticado” a Obama hace unos días. Para ser eficaz en la búsqueda de Bin Laden, el nuevo presidente de Estados Unidos sabe que requiere del apoyo de uno de los actores más impredecibles del escenario internacional: el gobierno y, sobre todo, el ejército paquistaní.
Los primeros intentos de acercamiento entre el gobierno de Obama y Pakistán seguramente han incluido un discurso de reconciliación con India. La tensión entre los dos grandes países del subcontinente indio ha sido catalogada desde hace tiempo como una de las variables más peligrosas en el frágil orden mundial. Aunque ambos países son mayoritariamente democráticos (la India con mucha mayor solidez), la hipótesis de una guerra apocalíptica entre dos poderes nucleares ha sido desde hace décadas un temor constante para el planeta. Pero más allá de la posibilidad de un conflicto improbable, la mala relación entre Pakistán y la India ha sido un enorme obstáculo para la lucha contra el Talibán y Al-Qaeda. Ningún gobierno paquistaní ha podido darse el lujo de buscar una reconciliación con la India y, al mismo tiempo, apoyar a los estadunidenses de manera realmente efectiva en su batalla contra el terrorismo que ha echado raíces en la región. El ejemplo perfecto es Pervez Musharraf. La filiación de Musharraf con Estados Unidos terminó costándole legitimidad y, finalmente, la vida política. La paradoja es que el espíritu de cooperación de Musharraf nunca se tradujo en resultados alentadores. Al final del día, el gobernante paquistaní tenía amarradas las manos y, de acuerdo con diversos analistas, terminó jugando un doble juego: apoyó a Bush pero protegió a Bin Laden. A Obama y sus asesores no se les ha escapado la lección. Seguramente saben que el primer paso para conseguir el respaldo real de las fuerzas armadas paquistaníes es distender la relación entre los dos gigantes antagonistas del subcontinente para, así, ganar la buena fe de la jerarquía paquistaní. Los ataques de la semana pasada dieron al traste con el andamiaje de esa estrategia y le regalaron a Obama su primera jaqueca en la escena internacional.
Lo primero que tendrá que hacer el equipo de Obama será asegurarse de que los principales actores políticos a ambos lados de la frontera detengan cualquier recriminación anticipada. El primer ministro de la India, por ejemplo, no tardó en insinuar que los ataques exhibían “conexiones externas”, en clara referencia a la posible injerencia paquistaní. El otro lado de la moneda fue el canciller de Pakistán, quien suplicó a su gobierno no caer en un juego inútil de reconvenciones infundadas. Por desgracia, el descubrimiento reciente de un bote secuestrado —lleno de celulares con llamadas a Pakistán— podría poner en severo riesgo ese llamado a la concordia. Si una vez que los fuegos en Bombay se apagan se descubre que los salvajes que mutilaron, asesinaron, incendiaron y secuestraron a más de 100 personas seguían las órdenes de alguna organización paquistaní, el camino hacia la paz en la región se verá comprometido. Si así ocurre, el gran desafío del gobierno de Obama podría haberle llegado en el amanecer de su presidencia: en el mundo no hay peor herida que la que sangra, desde hace más de 60 años, entre India y Pakistán; suturarla implicará un reto quizás infranqueable para el joven presidente estadunidense. Y, mientras tanto, Osama Bin Laden y sus secuaces duermen, incómodos pero seguros, en las montañas del occidente paquistaní.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.