Los libros parecen en México una especie en peligro de extinción. El desastroso nivel de lectura, como he dicho en repetidas ocasiones, no es culpa de los escritores o los editores: la principal causa debe buscarse en la cultura hegemónica de las élites políticas y empresariales, cuyos hábitos públicos revelan un alto grado de analfabetismo. Un ejemplo lamentable de lo que digo lo acaban de dar los legisladores de una comisión de la Cámara de Diputados que han dictaminado que un gran escritor como Octavio Paz “no colaboró en la construcción del Estado mexicano” y que por lo tanto su nombre no merece figurar en letras de oro en el muro de honor. Parecen creer que los escritores no sirven para construir edificios estatales y sólo los políticos saben hacerlo.
Predomina en muchos medios la idea de que los libros son objetos poco valiosos, que se producen y reproducen con facilidad. Leer o escribir, se cree, es tan fácil como pasear por la calle o hablar con nuestros amigos. Acaso, en raras ocasiones, un don que pareciera caer del cielo es recibido por algún escritor como un regalo que reparte graciosamente entre sus lectores. Bajo la influencia de estas ideas se cree que los libros –y en general los medios impresos– por definición deben ser baratos. Por ello se suele ver con buenos ojos que el gobierno o una cadena de supermercados ofrezca a precios regalados libros producidos masivamente.
Estamos –tengo la impresión– frente a un efecto perverso de la desvalorización de la letra impresa, ya que las políticas de abaratamiento de los libros no parecen producir una rápida y masiva expansión del hábito de la lectura. Tal vez hay aquí un error: el libro es tratado como si formara parte del reino de la necesidad y la utilidad, cuando en realidad está ubicado en lo que Georges Bataille llamaba la parte maldita, es decir, en el reino del exceso, la exuberancia y el lujo. Los mejores libros, así, serían una creación excedente, superflua y, por lo mismo, cara y suntuosa. Si esto es cierto, la política cultural dominante estaría equivocada al tratar a un bien lujoso e inútil como si fuera una mercancía barata y necesaria. Desde luego, estoy llevando el argumento a un extremo irónico con el fin de inducir con pocas palabras una reflexión que debe ser, desde luego, muy extensa.
Regresemos por un momento al punto de partida, a las ideas dominantes de las élites. Veamos un ejemplo de otra época y otro país (para no ofender a ningún político local): hace un siglo el presidente Woodrow Wilson le dijo a sus estudiantes en la universidad de Princeton: “Nunca leería un libro si fuera posible hablar media hora con el hombre que lo escribió”. En esta línea de exaltación de la vida sobre su representación podríamos llegar al extremo grotesco de proponer matar a los escritores para salvar a sus libros. Sin duda la élite mexicana prefirió siempre hablar con Octavio Paz en lugar de leer los libros del gran poeta; después de la muerte de Paz los poderosos dejaron a otros la tarea de leer sus poemas y ensayos. En sus intervenciones públicas los gobernantes, los hombres de negocios o los políticos rara vez citan un libro o invitan a la lectura. Los libros habrán sido útiles como parte de la escalera hacia el poder, pero una vez pisoteados, se vuelven inútiles y superfluos. Es cuando más valen, diría yo. Pero no: a partir de ese momento, desde la altura, el político parece decidir que los libros son parte del inframundo de la miserable necesidad, y por lo tanto se cree llamado a llevar la cultura a la calle. Los gobiernos han abusado hasta la saciedad de esta política cultural populista.
Hay una nueva situación que vuelve más evidente que los libros no pueden ser lanzados a la calle impunemente, a competir con toda clase de mercancías y merolicos. Hoy en día el canal privilegiado para la obtención de información ya no son los medios impresos, sino la transmisión electrónica, televisiva y radiofónica. La popularización de la informática produce, como efecto inquietante, la aristocratización del libro. Esta paradójica recuperación de añejos títulos de nobleza nos enfrenta a nuevos problemas, y hace evidente que cada vez más libros pasan al reino fastuoso de la lujuria intelectual. Para averiguar el número de habitantes de Tucumán, saber lo que recomienda un gurú para superar la depresión o aprender cómo se prepara un curry de cordero recurrimos a los buscadores del Internet. Si queremos enterarnos de la última atrocidad cometida por un líder fundamentalista o de la más reciente discusión en la asamblea de las Naciones Unidas, encendemos la televisión. Estos y mil servicios más nos prestan las redes informáticas electrónicas. Los libros, e incluso las revistas y los periódicos, son desplazados. ¿Cuál es su nuevo lugar?
No quiero saltar a conclusiones precipitadas; si observamos el comportamiento del mundo editorial en otros países podemos adivinar –por ejemplo en la política del precio único del libro en Europa– la importancia de visiones sofisticadas que tratan de impedir que los monopolios, la distribución masiva o la producción subsidiada arruinen las editoriales inteligentes, las librerías cultas, la escritura creativa y la lectura crítica: instituciones deliciosamente superfluas que nos recuerdan cuán necesario es todo lo que las rodea y envuelve. Espero que el presidente Felipe Calderón se percate pronto de que es extraordinariamente importante aprobar en México una ley del libro que estimule los lujos de la lectura. Estos lujos son una piedra clave en la construcción de un Estado democrático moderno.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.