Random Harvest
Un buen libro autobiográfico de mi amigo el historiador de cine Emilio García Riera, ya fallecido, lleva el hermoso título El cine es mejor que la vida. Yo no me atrevería a decir tanto, pues —verdad de Perogrullo— no veo cómo sin vida podría uno disfrutar del cine. Así que propongo este otro axioma: La vida es mejor con el cine.
Digo el cine en un sentido amplio, sencillamente como espectáculo, no el cine como un arte, no el de John Ford, ni el de Jean Renoir o el de Fritz Lang o Max Ophuls, o cualquier otro gran cineasta cuyas obras reveo incesantemente gracias a la videocasete o el videodisco, esos inventos que llegan tarde a realizar mi sueño de tener el cine disponible en casa, a la mano y a la vista, como sucede con los libros, sino meramente EL CINE, aquello a lo que nos referíamos en la niñez y la adolescencia al decir: “Vamos al cine” (y no: “Vamos a ver La diligencia, o La regla del juego, o Metrópolis o Viridiana”). El cine como un vasto río de imágenes, buenas, malas, anónimas, naturales o artificiales: una gran masa de referencias visuales y sonoras, de rostros y gestos, de ambientes reales o fantásticos, y que no importaba si venían de películas mediocres o geniales, con tal de que estuvieran en cualquier sala a la vuelta de la calle. “Ir al cine”, para nosotros, antes de convertirnos en cinéfilos, en admiradores de autores cinematográficos, en miembros de cineclubs, en lectores de los Cahiers du cinéma y fans del Cine de Autor, era ir a una perpetua fiesta de imágenes en movimiento y de rostros admirados y amados, los de los astros y estrellas de la pantalla, imágenes y rostros que no importaba si venían de películas mediocres o geniales pero que nos fascinaban y se entretejían en nuestra imaginación, nuestra memoria, nuestra vida.
En aquellos años cuarenta, nada de Hiroshima mi amor o El eclipse o Gritos y susurros. Éramos entonces, y con mucho gusto, a mucha honra, sin complejo de culpa, sin mala conciencia, sin mala fe, colonizados del cine norteamericano (como diría un crítico de la izclesia, es decir de la religión de la izquierda), y para cualquiera de nosotros ver cine era sobre todo entrar en cualquier sala de cine de segunda y tercera corrida a darnos gusto echándonos a los ojos un poderoso doblete o triplete de títulos tan inmarcesibles en el actual recuerdo como la sonrisa de la primera chica que besamos, digamos por ejemplo Aventuras en Birmania & Murieron con las botas puestas, dos películas que por una especie de tácita tradición de la exhibición cinematográfica en México solían exhibirse juntas, o el otro doblete de títulos, King Kong & Gunga Din, tan campanilleantes, exóticos, mágicos, o bien el triplete clásico de cine negro, El halcón maltés, La ciudad desnuda, La fuerza bruta. Y vaya que eso era cine. ¡La acción en veinticuatro golpes de luz por segundo!
Pero si debo buscar un ejemplo de cómo ocurría ese entretejerse del cine con mi vida, lo encuentro, no en un film de acción, fuese western, o film de aventuras, o de cine negro, sino en un melodrama de los que más bien gustaban a las mamás y las tías de uno: un film revisto hace unas semanas por la televisión y que yo había olvidado que recordaba, o mejor dicho: que se había quedado en una frontera siempre fluctuante entre memoria y olvido, perdiendo allí algunas imágenes, conservando otras, ganando algunas más que el film no tenía y que pongo yo.
Su título impuesto en español, en México, era En la noche del pasado (y Random Harvest era el título original en inglés). De él se me habían desdibujado casi todo el argumento, y la mayor parte de sus escenas, pero advertí que siempre había recordado con detalle su momento terminal en el que, a la entrada de un jardín, bajo un árbol florido se abrazaban Ronald Colman y Greer Garson. De la misma manera había yo tenido siempre dibujado en la memoria el rostro radiante y nunca olvidado de la actriz Greer Garson en dicho plano final, un plano que se había convertido en mi proustiana magdalena mojada en té y había permanecido en mi memoria latente. Alrededor de ella, entonces resurgían también del olvido las circunstancias en que había visto el film en compañía de mi madre hacia mediados de los años cuarenta y sin duda en programa doble en el cine Estrella.
Y ahora, tras esa revisión reciente, y ya recogido el film en una videocasete una y otra vez revista desde entonces, qué me importa que En la noche del pasado, melodrama en blanco y negro del más reconocible estilo Metro Goldwyn Mayer, filmado en 1942, provenga de una novela de segunda categoría de un autor inglés, James Hilton, que fue bestseller en el periodo entre guerras y autor de otras novelas escritas como para la nostalgia: Horizontes perdidos y Adiós míster Chips, ni que la dirección del film se deba al técnicamente solvente pero siempre mediano director Melvyn Le Roy. Lo que importa es que en torno a ese título y a unas pocas de sus imágenes me ha ocurrido un fenómeno de cristalización de la memoria como el que describe Stendhal en Del amor, tomando de ejemplo la desde entonces famosa rama de las minas de Salzburgo, o como el también tan famoso episodio de la magdalena mojada en té con el que Proust comienza su busca del tiempo pasado.
Y la secuencia de que hablo es la del final. En la Inglaterra de entreguerras, un hombre maduro, apellidado Rainier, muy bien situado socialmente (Ronald Colman), pero que ha perdido la memoria de unos años de su vida a causa de una herida de guerra, visita una pequeña ciudad en la que piensa que nunca antes había estado y, antes de tomar el tren para volver a Londres, descubre que no tiene tabaco y le dice a su secretario: “Vamos a comprar tabaco; hay un estanquillo aquí a la vuelta”. El secretario se asombra: “Pero cómo lo sabe usted, si nunca ha estado antes en esta ciudad”. Pero efectivamente, la tabaquería está allí, a la vuelta de la calle, y con la misma estanquillera de años atrás, y desde entonces empieza a revelarse al hombre, detalle tras detalle, un pasado que había estado esperándole a la vuelta de la esquina de una ciudad supuestamente desconocida, y siguiendo ese hilo de Ariadna llegará frente al jardín de una casa campestre (sin saber que ha sido su casa), abrirá la puertecilla de una valla de madera, que rechina (como en aquel otro tiempo), y al seguir la corta vereda del jardincillo tiene que inclinar la cabeza para pasar bajo la florida rama de un cerezo (igual que en aquellos tiempos que están ya vagamente solicitando ser recordados), y ante la puerta de la casa toma de su bolsillo una llave (una llave que ha tenido desde hace mucho sin saber de dónde era), y abre, y en ese instante, apenas en el umbral todavía, oye su nombre (su otro nombre, el que tuvo alguna vez y había olvidado, lanzado desde atrás, desde la valla, por una hermosa mujer (la mujer que fue su esposa y que no recordaba), y súbitamente viene a los labios del hombre el nombre de esa mujer (el nombre de antes), y corren uno hacia el otro, se abrazan y reconocen, envueltos en la apoteósica, dulzona y urgida música del happy end. (Hay todavía más intríngulis en esta historia, por ejemplo que la mujer esté casada por segunda vez con el protagonista, pero con otra identidad y sin que él sepa quién es ella, de modo que finalmente él, oh afortunado, recupera dos mujeres, dos greergarsons en una. Pero no es este vericueto argumental el que me interesa.)
Esta historia, digamos subestructural, de un melodrama común, me parece tan admirable como el cuento Wakefield de Hawthorne del que es como el reverso (el señor Wakefield sale en falso viaje y se esconde por veinte años en una casa frente a su hogar, observando todo ese tiempo a su familia en la que ha dejado el hueco de su ausencia, y un día vuelve con los suyos como si sólo se hubiera ausentado durante una tarde). Algún detalle dizque circunstancial, como la llave de una no recordada casa, el chirrido de la puertecilla de una valla, la rama de cerezo que suscita la repetición de un gesto olvidado, añaden al admirable segmento terminal del film un elemento premonitorio, casi fantástico y, finalmente poético que me hace evocar un breve poema oriental, chino o japonés (debe ser japonés) de no sé quien, ni traducido por quién, que le oí hace mucho tiempo a Jomi García Ascot en una conferencia suya sobre la poesía japonesa:
Cuando yo haya partido
y aunque muchos años dure mi ausencia,
tú, ciruelo bajo el alero,
no olvides la primavera.
Los viejos números de la revista Selecciones del Reader’s Digest tenían una sección permanente titulada “Mi personaje inolvidable” en la que se hablaba de seres comunes, nada extraordinarios, salvo para quienes de ellos escribían recordándolos. Y si alguien alguna vez me preguntase cuál es mi película inolvidable, mi película de culto ahora una y otra vez visible gracias a la videocasetera, y al margen de cualquier prestigio de cine como arte, de cine de autor, de gran cine, en fin, yo diría que es ésa y que en cierto modo es sólo mía, pues no está en las listas prestigiosas de los críticos y los historiadores del cine: En la noche del pasado (Random Harvest).
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.