No puedo decir que tenga preferencia por uno. Cuando empiezo a escribir no estoy segura, casi nunca, de la extensión que va a tener el resultado. No tomo mi pluma y la pongo sobre el papel pensando “este es el principio de un cuento” o “será una novela”. Es el principio de una historia y, como tal, es el umbral que se cruza. Como el proverbial espejo o la conejera de la Alicia de Carroll. Lo atraviesa una sin tener un mapa, simplemente se deja llevar. Cada historia tiene la extensión que necesita. Puede ser un relato de un párrafo, de una página o de dos. Escribir relatos del modo más básico, desprovistos de adornos, se ha puesto de moda, aunque yo había tratado de experimentar con ello en The assignation (1988), que escribí con un estilo muy directo y de extensiones muy breves. También puede ser que una idea, una imagen, dé para un cuento de diez páginas. O un relato de treinta. Si pasas la frontera de las cien, has llegado a lo que se conoce como la novella y cuando llevas más de cien mil palabras es que lo que querías contar era una novela. Es la historia la que decide cada vez que escribes. A mí me gustan ambas formas de narrar.
Julio Cortázar dijo que “la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knockout”.
Es un símil muy acertado. Y muy hermoso.
Aunque también escribió que la novela puede ser como una película, en la que se aprecian varias perspectivas sobre un mismo asunto, y el cuento es más bien como una fotografía, que muestra solo un fragmento de la imagen total.
Eso también es verdad. Algunas veces un relato se incorpora como parte de una obra más grande. O puede ser que un personaje menor en una pieza grande tenga su propia historia que contar, de manera independiente. La imagen que se manifiesta para crear una historia de pronto puede extenderse hacia otra. Cada parte de la estructura se embona gradualmente, y al apartarse se deja ver un cuadro más completo. La inspiración se transforma y puede dar vida a más de una sola historia.
¿De dónde surge esa inspiración? Hermana mía, mi amor y El sacrificio se inspiraron en el asesinato de JonBenét Ramsey y la violación de Tawana Brawley, respectivamente. ¿Existe un conjuro, una palabra mágica?
Si existiera una palabra mágica no sería “Eureka”, sino “obsesión”. Y sucede en el momento menos imaginado. Por ejemplo, me gusta correr, desde hace años lo hago, aunque ahora con menos frecuencia. Cuando estoy corriendo observo y pienso, puede ser algo aparentemente insignificante, pero se queda conmigo. La inspiración puede surgir también de una nota en el periódico. Algún acontecimiento que se aloja en mi mente y va germinando.
¿Lo escribe de inmediato?
Hago una nota. A veces escribo una palabra en algún lugar. Pero también he vuelto a casa con deseos de sentarme a escribir de inmediato. Puede ocurrir en ese instante o puede tomar años. Lo que importa es el grado de obsesión que nos genera esa imagen, esa situación, esa idea: que sea tan importante que narrarla se vuelva una prioridad.
¿Cuál de sus libros le ha tomado años escribir?
Blonde me tomó mucho tiempo. Me demoré en leer sobre el tema y en investigar los aspectos que más me interesaban acerca de Marilyn Monroe y su álter ego, Norma Jeane, y cómo la simbiosis entre ambas se convirtió en una destrucción mutua, la construcción de un mito o ambas cosas. Me interesaba cómo se convirtió en una referencia que trasciende al tiempo. En un momento dado sentí que ya se había escrito demasiado sobre Marilyn –la mujer, el personaje y su circunstancia–, y que se habían acercado a ella autores de todo tipo, incluyendo Truman Capote, que la conoció, o Norman Mailer. Después me percaté de que no importa cuánto tiempo pase o cuántos libros se hayan publicado, nunca se habrá escrito lo suficiente sobre Marilyn. Por eso Blonde es una novela y no pretende ser otra cosa. Claramente no es una biografía, es una interpretación imaginaria, totalmente ficticia sobre ella y las personas, hombres y mujeres, que formaron parte de su vida y que contribuyeron para formarla, moldearla y romperla. Otras veces hay novelas que permanecen en hibernación por décadas y que no sé si algún día se publicarán.
¿Este es el caso de The accursed, por ejemplo?
Sí. Esa novela la escribí, casi febrilmente, en 1981. Entonces se llamaba The Crosswicks horror, y mi intención era que formara parte de una secuencia de novelas góticas que seguían las reglas estilísticas establecidas por autores que crearon y alimentaron ese tipo de literatura, como las hermanas Brontë, Henry James, Wilkie Collins, Horace Walpole, Edgar Allan Poe, y del pasado siglo, Lovecraft, Faulkner, Daphne du Maurier. Mi idea era escribir un quinteto de novelas independientes, cada libro sería una reinterpretación de los arquetipos clásicos, pero con una perspectiva moderna: la saga familiar con elementos fantásticos [Bellefleur], la novela romántica [Las hermanas Zinn], la de misterio [Mysteries of Winterthurn], el relato folletinesco de aventuras por entregas [My heart laid bare] y, finalmente, la de terror sobrenatural. Cuando terminé de escribir The Crosswicks horror me pareció excesiva, indomable y muy perturbadora; no había escrito nada igual antes y no creí que fuera a explorar ese género de nuevo. No me sentí segura en ese momento, así que no la envié a mi editor y la dejé a un lado para ocuparme de otros proyectos. Pero no me olvidé de ella ni de sus personajes.
¿Por qué volvió a esa obra?
Aún hoy no sé la razón. Entre el primer borrador y la versión que finalmente se publicó en 2013 pasaron muchas cosas en mi modo de escribir: decidí perder el miedo a incorporar lo grotesco o lo violento en lo que escribía, que, en cierta forma, siempre había estado manifiesto en la periferia de mis relatos y novelas, pero siempre aterrizado en un realismo más específico y controlado. A mediados de los ochenta quise experimentar con otra voz narradora, y fue como surgieron las novelas de Rosamond Smith. También hubo un cambio en el panorama literario. El género del horror dejó de ser visto como una aberración gracias a escritores como Peter Straub –cuyas novelas fantásticas y de misterio son herederas de la tradición gótica y siguen su regla principal: la oscuridad del pasado se manifiesta en el presente de modo implacable para anular la posibilidad de un futuro– o Stephen King –que fusionó la narrativa popular con una prosa inquietante–. Por décadas el género había estado presente en la obra de autores considerados serios, pero fue hasta hace poco que se reconoció como literatura valiosa.
¿Cómo se podía encontrar este horror enmascarado, incógnito en la literatura?
En numerosas obras, como Beloved, de Toni Morrison, que es parcialmente una historia de fantasmas. John Updike también incorporó lo sobrenatural en algunas de sus novelas. El horror moral del que hablaba Conrad en El corazón de las tinieblas es una clara influencia en Play it as it lays, de Joan Didion, solo que traslada el horror de lo más profundo del Congo a Hollywood. O en El cuento de la criada, de Margaret Atwood, que también tiene elementos de ficción especulativa y distopía, como en las obras de Anthony Burgess y George Orwell. Incluso aparece, y sin máscara, en la obra de Carlos Fuentes, ahí está Aura, un relato gótico. O en la obra de Borges. O en Nunca me abandones, de Ishiguro. El género es parte de una literatura comprometida y no tiene por qué ser un esqueleto en el clóset. Es una catarsis. Lo fue en los tiempos de Bram Stoker, de Shirley Jackson y de Iris Murdoch. También se podía encontrar en las piezas teatrales de Harold Pinter y en el mundo después del 11-S lo encontramos todavía más.
¿Fue ese cambio de percepción del género lo que la animó a publicar The accursed?
Sí, en parte. Poco después de publicar Memorias de una viuda me reencontré con el manuscrito y piezas de la novela. Había escrito escenas a lápiz en el reverso de sobres que llevaba en la bolsa. Pensé que había ahí algo que valía la pena contar. Incorporé elementos y personajes reales e históricos, como los escritores Sinclair Lewis y Mark Twain, o el presidente Woodrow Wilson. También encontré paralelismos notables entre los horrores imaginarios de Princeton en 1905 y el clima político vigente: linchamientos figurativos y reales, el mal que se materializa, que se extiende y devora, no solo como un choque entre lo apolíneo y lo dionisiaco, sino como una prueba de la realidad que supera la ficción. Empecé a retomar piezas y la novela cobró vida de nuevo, como si fuera un ente sobrenatural ella misma, y de pronto sucedió eso que mencionaba antes: todas las piezas de la estructura embonaron y pudo fluir sin problemas. Fue un ejercicio catártico y liberador.
Ha dicho que escribir bajo pseudónimo puede ser un ejercicio experimental. ¿Es otra forma de catarsis?
Más que catarsis me parece que es parte de la versatilidad de escribir. Crear o ampararse en un pseudónimo no es tan distinto a experimentar con algún estilo narrativo; de hecho creo que usar pseudónimo funciona como una especie de tabula rasa: se borra la identidad social del autor y se suplanta su identidad con un nombre que le permite hacer otra cosa que desea hacer. Escribir detrás de una máscara, por así decirlo, es también algo lúdico.
Esa experimentación la llevó a escribir thrillers hitchcockianos, como los libros que firmó como Rosamond Smith y Lauren Kelly.
De nuevo, las obsesiones. Me resultaba frustrante, como escritora y como profesora, que existiera una noción preconcebida de lo que es ser “un escritor establecido” y lo que debe o no debe escribir. Los géneros a los que está confinado. La “literatura seria” contra la “literatura frívola”. ¿Y por qué tendría que ser forzosamente frívolo un relato de intriga? Rebecca, de Daphne du Maurier, tiene la misma inquietud psicológica de El extranjero, de Albert Camus, aunque sean relatos totalmente distintos; en ellos está presente la ansiedad, el emborronamiento de la percepción de la realidad y la opresión de una atmósfera. ¿Por qué no habrían de ser ambas literatura? Escribí la primera novela de Rosamond Smith porque tenía una vieja obsesión con los gemelos idénticos. Años antes había leído sobre el caso de los hermanos Marcus y me interesó tanto que escribí una novela muy experimental, de suspenso, sobre psiquiatras gemelos que conquistan, por separado, a una misma mujer y cómo esto se convierte en algo terrible. En ese momento quería que ese libro no se juzgara como algo de Joyce Carol Oates sino como una novela de una escritora desconocida. Por múltiples razones muchos otros escritores –Karen Blixen, Doris Lessing, incluso Sylvia Plath– han usado pseudónimos para publicar. Así que la envié a un editor a través de otro agente amigo, que no era el mío, y esperé a ver qué sucedía. Fue aceptada por una editorial. El problema vino casi un año más tarde, cuando se iba a publicar. De algún modo se descubrió que yo era Rosamond Smith y la noticia apareció en el New York Times antes de que se lanzara el libro. Pensé que ese era el adiós a mi intento de tener un campo de mayor libertad para hacer algo que me gustara. De hecho, me prometí que no volvería a usar un pseudónimo. Si ahora deseara hacerlo de nuevo, quizás tomaría más precauciones para que no se arruinara el lado divertido. Como tener un secreto que nadie, o casi nadie, sabe.
Ha publicado siete libros en los últimos cinco años. Parece que escribe sin descanso. ¿Ha pensado en dejar de escribir?
Nunca me he tomado un día de vacaciones. Escribo siempre, y cuando no estoy escribiendo, pienso en escribir. Quizá ya estoy llegando a una edad en la que no puedo escribir con la velocidad de antes, pero no siento que haya perdido consistencia. En todo caso, eso es algo que yo no percibo, eso lo ve el lector. Escribo porque es lo que he hecho siempre para vivir, para sobrevivir, para poder percibir el mundo. Mi trabajo no es una faena, es lo que más disfruto hacer en la vida, así que mientras pueda escribir y enseñar lo seguiré haciendo.
Ha dicho que usted no es una “escritora política”. Sin embargo ha declarado que es progresista y demócrata. En estas elecciones en Estados Unidos se presenta por primera vez una mujer, aunque está contendiendo con un candidato, Bernie Sanders, carismático y con ideas reformadoras.
¡Oh, si tan solo se pudiera hacer una amalgama de ambos! Hillary Clinton es una mujer con mucha fuerza, con inteligencia y sensatez enormes, y creo que representa un giro importante. Ha sido muy criticada por hacer cosas que tal vez no señalaríamos si se tratara de un hombre. El senador Sanders, por su parte, tiene buenas ideas y abundante carisma, pero es muy extremo, incluso para los liberales. Si Hillary Clinton obtiene la nominación será un episodio histórico importante y espero que siente un precedente.
¿Hay que temerle a Trump?
Por supuesto. No tener precaución con él es tan insensato como su propio discurso. ~
Miguel Cane (México DF, 1974) Es novelista y periodista cinematográfico. Su más reciente publicación es el inclasificable "Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs".