Hace cinco años Hugo Chávez comprendió que el carisma no era suficiente para controlar todos los hilos del poder. El caudillo militar que hizo gravitar a los venezolanos a su alrededor conservó entonces el dominio del parlamento, gracias a un oportuno cambio de las reglas de juego.
Un año antes, en 2009, una nueva ley dio luz verde al Consejo Nacional Electoral (cne) para manipular los circuitos electorales en lo que se conoce como gerrymandering, un sistema en el que el ganador se lleva más de lo que le corresponde porcentualmente.
Las modificaciones que adoptó el cne meses antes de los comicios favorecieron al partido de gobierno, que se impuso con muchos más diputados que la oposición a pesar de haber ganado por una ventaja mínima, de 1.4%. Los venezolanos se habían dividido casi a partes iguales, pero el oficialismo logró 33 escaños más, una mayoría abultada por la reingeniería electoral.
La magia del gerrymandering evitó entonces que el oficialismo tuviera que compartir la mitad de la Asamblea Nacional con sus adversarios. El presidente podía seguir contando incondicionalmente con el apoyo del poder legislativo –como si fuera un apéndice de su gobierno– por cinco años más.
Sin embargo, para un líder acostumbrado a arrasar por amplio margen en cada elección, aquella mínima brecha fue un golpe. Casi tan duro como el que había recibido en 2007 cuando, por un estrecho margen, los venezolanos rechazaron su reforma constitucional para construir un Estado socialista. Aquel pequeño gran triunfo de la oposición fue calificado por un Chávez estupefacto de “victoria de mierda”.
En 2010, el carismático mandatario se había echado sobre los hombros la campaña electoral para las parlamentarias, había recorrido cada rincón del país como si se tratara de una elección presidencial. “Vamos a demoler a la contrarrevolución, vamos a volver polvo a los escuálidos”, predijo en el acto de cierre, aparentemente seguro del triunfo. Ni polvo ni demolición. Sí hubo, en cambio, un triunfo agridulce, difícil. Agrandado por las maniobras del cne.
¿Qué había sucedido? En la Venezuela de entonces no era posible atribuir los reñidos resultados a la caída del precio del petróleo, que superaba los ochenta dólares por barril, no había escasez y la inflación era de 27%, una tasa idílica comparada con la de 2015 (168%, según el Fondo Monetario Internacional). Tampoco se podía culpar a la crisis económica, mucho menos a la falta de un líder carismático. ¿Comenzaba ya el lento ocaso del chavismo?
Los venezolanos enviaron una señal inequívoca de que deseaban un equilibrio político en la Asamblea Nacional que hiciera contrapeso al poder hegemónico ejercido por el gobierno desde 1999. En esa votación afloraba ya claramente lo que el historiador Germán Carrera Damas denomina el adn democrático del venezolano.
El balance no fue posible. La mayoría oficialista, dirigida por el capitán Diosdado Cabello en su papel de jefe del parlamento, se comportó como si los representantes populares de casi la mitad del electorado no existieran. El chavismo se pensaba como un vencedor eterno, como una fuerza indestructible, que siempre estaría en la delantera.
Cinco años después, el gobierno se ahorcaría con su propia soga. Y Hugo Chávez ya no estaría vivo para ver el efecto boomerang de la sobrerrepresentación de las mayorías.
La mueca de la historia
La medianoche del pasado 6 de diciembre, mientras el cielo de Caracas se iluminaba con fuegos artificiales y millones de venezolanos celebraban como si se hubiera anticipado el Año Nuevo, ninguna televisora nacional transmitió en vivo el estallido de alegría de los ganadores del nuevo parlamento.
La coalición opositora había vencido al gobierno en los comicios legislativos. Y lo había hecho con una enorme ventaja de más de quince puntos, que le permitió conquistar el dominio pleno de la Asamblea Nacional y apabullar a los candidatos oficialistas, gracias precisamente al gerrymandering que antes los había favorecido.
Pero ningún canal de televisión local mostró, en tiempo real, la sonrisa irónica de la historia. Todos replicaban, en cambio, una imagen desoladora: la del gran perdedor, la del submarino que ha arrastrado al chavismo a profundidades desconocidas, y amenaza con seguir acelerando su declive.
Durante 39 minutos, el presidente Nicolás Maduro reeditó el discurso que los venezolanos acababan de rechazar de manera contundente en las urnas de votación.
“Ha triunfado la guerra económica […] En Venezuela no ha triunfado la oposición. En Venezuela, circunstancialmente el día de hoy, ha triunfado una contrarrevolución.” Maduro bajó momentáneamente el tono pero no la pugnacidad que ha mantenido desde que llegó a la presidencia, como si no hubiera comprendido el mensaje de los votantes y la magnitud de la derrota.
Su gobierno perdió en dieciocho de los veinticuatro estados del país, en las grandes barriadas pobres del oeste y del este de Caracas, en las principales ciudades, en zonas rurales que eran bastiones del oficialismo, en el estado natal de Hugo Chávez e incluso en el vecindario popular donde su tumba ha sido convertida en una suerte de santuario.
La “guerra económica” de la que habla Maduro, y a la que culpa de la crisis, fue respaldada por casi ocho millones de venezolanos que invirtieron la ecuación del poder en la Asamblea Nacional y le plantaron en la cara un contrapeso.
La “contrarrevolución” a la que culpa de la ineficiencia del gobierno obtuvo la supermayoría de los dos tercios –ciento doce diputados (67%) de 167– con 56% de los votos, mientras que los candidatos oficialistas quedaron en franca minoría con 55 diputados –33% de los escaños– después de obtener un 40% de los votos.
Con esa abrumadora mayoría el poder de la oposición es tan amplio y contundente que, aparte de legislar y ponerle límites al ejecutivo, podría someter a Maduro a un referendo revocatorio –a partir de abril de este año, cuando se cumple la mitad de su mandato– o a una consulta popular para acortar su periodo presidencial mediante una propuesta de reforma constitucional.
Otras facultades, como la remoción de magistrados o de los directivos del poder electoral, están sujetas a la aprobación de la Fiscalía o del Tribunal Supremo de Justicia, controlado actualmente por el gobierno.
A juzgar por los festejos públicos cancelados la noche de la elección, se advierte que los líderes del oficialismo no esperaban una derrota, al menos no una tan estruendosa. Su fe no tenía demasiado fundamento.
Si el propio Hugo Chávez no había logrado la mitad de los votos en los comicios parlamentarios de 2010, ¿qué podían esperar sus herederos, en medio de una de las crisis económicas más profundas que haya vivido Venezuela? ¿Cómo podían detener el desgaste que era obvio ya hace cinco años y que se reafirmó en las elecciones presidenciales de 2013?
Tal vez la cúpula del poder no quiso ver esa ola indetenible. Como no ha querido ver la sostenida erosión del chavismo, ni el fracaso del socialismo del siglo XXI.
El triunfo de los malos
El gobierno leyó los resultados del 6 de diciembre con una venda roja en los ojos. Maduro ha asegurado que ese día “ganaron los malos”. Lo que no ha dicho, aunque lo sabe bien, es que el holgadísimo triunfo de “los malos” no habría sido posible sin la silenciosa estampida de cientos de miles de chavistas –o exchavistas– que decidieron castigar al gobierno con su abstención.
Cansados de padecer hasta por las cosas más simples, como conseguir medicamentos o hacer un mercado de productos básicos; de no poder cubrir sus necesidades con su salario, de los escándalos de corrupción y de vivir en uno de los países más peligrosos del mundo, le han dado la espalda. Tal vez, de manera irreversible.
El hombre al que el presidente Hugo Chávez distinguió como su mejor apóstol, al que consideró el más leal y el más capaz, se ha convertido en una máquina de perder votos: casi dos millones entre las presidenciales de 2013 y las parlamentarias del 6 de diciembre, que planteó como un plebiscito entre revolución y contrarrevolución. En promedio, más de dos mil votos diarios.
Pocas veces se ha visto en Venezuela un desgaste político tan acelerado. De hecho, la nueva mayoría opositora le debe más a la caída del oficialismo que a su propio ritmo de crecimiento (aproximadamente 350 mil votos entre 2013 y 2015).
Sin embargo, Maduro no parece dispuesto a una tregua y es poco probable que emprenda rectificaciones profundas. Guiado por la idea de que una revolución no cohabita con la burguesía ni negocia con los enemigos, como ha aseverado, pareciera dirigirse hacia un choque de poderes, que podría agravar la crisis del país y deteriorar aún más su debilitado liderazgo.
El presidente ya ha asomado su intención de bloquear al nuevo parlamento. Y puede caer en la tentación de torpedear sus iniciativas, apelando al Tribunal Supremo de Justicia para anular sus decisiones. Pero es una apuesta arriesgada, que podría tener un alto costo político. Ir a contracorriente de la voluntad popular en un año en el que se pronostica una tormenta económica, en el que hay elecciones de gobernadores y se puede activar un referendo revocatorio en su contra, luce como un peligroso precipicio.
El método Chávez
Cuando Hugo Chávez ungió a Nicolás Maduro como sucesor, en su último mensaje a la nación, tres meses antes de morir, no le concedió una autoridad incontestable. Si hubiera sido así ¿no habría aparecido solo con su delfín predilecto en ese simbólico traspaso de mando? Ese día, a su diestra había un tercero: el jefe del parlamento, Diosdado Cabello, quien terminaría compartiendo el poder con el elegido.
Desde que Maduro ganó la presidencia en abril de 2013, un mes después de la muerte del carismático líder, ha gobernado como si hubiera arrasado en la votación y no como el heredero que estuvo a punto de perder frente al candidato opositor Henrique Capriles. Con esa misma soberbia ha dirigido el parlamento Diosdado Cabello, una de las figuras políticas que genera mayor rechazo en las encuestas.
Los dos han tratado de copiar el estilo del difunto comandante sin el más mínimo éxito y lo invocan constantemente como para recordar a sus partidarios que fueron sus discípulos más cercanos, sus favoritos. Pero ya nada parece detener las pugnas internas ni las críticas contra ambos líderes dentro del chavismo.
Dos noches después de las elecciones, cuando se cumplían tres años de haber sido designado sucesor, el presidente Maduro apeló a la figura del caudillo para justificar su fracaso. “Yo todo lo hago con el método Chávez, él fue mi maestro”, dijo ante un grupo de compañeros en el cuartel donde reposan los restos del comandante.
Ese ha sido uno de sus mayores desaciertos, según la historiadora Margarita López Maya. “Maduro probó no tener la capacidad ni la estatura para una transición tan difícil. No fue capaz de labrarse una personalidad política diferente a Chávez. Tratar de imitarlo en todo ha demostrado ser fatal. No solo el carisma no es transferible sino que le han tocado circunstancias socioeconómicas muy diferentes, ante las cuales ha copiado la cartilla de Chávez, que tomaba decisiones en un contexto de prosperidad. Eso ha sido una tragedia para él y para el país.”
Ciertamente, el sucesor habría podido aminorar el desgaste natural que suele seguir a la ausencia del líder personalista, en lugar de acelerarlo, pero tampoco ha ayudado el movimiento fundado por Chávez. La figura del hombre fuerte, sostiene López Maya, ha sido un obstáculo mayúsculo del partido político como una empresa colectiva.
“Su partido era el partido del caudillo, del líder carismático. En ese tipo de partido hay poca solidaridad entre los cuadros y muchas pugnas por sobresalir, por ser los preferidos del caudillo. Eso ha creado, también, una situación de muy mal pronóstico para el partido de gobierno. No le veo la capacidad al chavismo de perdurar mucho tiempo más, a menos que surja una rectificación importante o algún liderazgo de relevo.”
Nicolás Maduro nació como líder en medio de una tragedia. Y tal vez esté destinado a ser una figura dramática en la historia del chavismo. La del responsable de su implosión, la del chivo expiatorio de la revolución bolivariana, la del elegido que no supo cuidar el legado de Hugo Chávez. Aunque ese legado ya hubiera tenido su propio declive. ~