Ilustración: Jonathan López

“Concebir un poema y fabricar un polvo sanador son actos de imaginación creativa”

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Los organizadores del Festival Cervantino que se celebra este mes en Guanajuato han tenido el acierto de dedicarlo a los cruces entre la imaginación científica y la invención en el arte. Será sin duda una experiencia lúdica, como siempre, pero distinta. Entre los invitados a ofrecer una conferencia magistral se encuentra el Premio Nobel de Química, Roald Hoffmann (Złoczów, 1937), una genuina rara avis por haber tendido puentes entre las comunidades teórica y experimental al aplicar reglas cuánticas en el mundo de las moléculas químicas. Y también entre los artistas, humanistas y científicos, al propiciar discusiones útiles y acercamientos reales. Como muchos polacos, se vio obligado a salir de su país ante la amenaza nazi. Sobrevivió para construir un mundo mejor, mirarlo y enfrentarlo, manteniendo un ojo en la ciencia y el otro en la poesía porque para Hofmann ambas habrán de reunirse en el horizonte.

En el prólogo de tu libro de poemas Catalista (Huerga y Fierro, 2002), mencionas el denominador común que pueden aceptar tanto las ciencias “duras” como las humanidades y las artes. Las tres llevan a cabo actos creativos refinados por la mano de un hábil artesano que sabe prestar atención a los detalles. ¿Cómo sucede esto en la química?

Estarás de acuerdo en que ni los poemas ni las esculturas crecen en los árboles, ¿verdad? Se trata de artefactos humanos, sintéticos, artificiales. Pero el nylon y la penicilina lo son también. Concebir un poema y fabricar un polvo sanador son actos de imaginación creativa que, no obstante, requieren de habilidad artesanal. Prueba y mezcla ciertas sustancias químicas al azar. Quizá obtengas un polvo negro estable… o tal vez provoques una explosión. Hacer realidad la pastilla que nos tomamos por la mañana exigió de una insospechada calidad (y cantidad) de trabajo manual que, en mi opinión, es el mismo que necesita un pintor al dibujar sus figuras y objetos en un lienzo.

¿Entonces no es cierto que científicos y poetas pretendan oscurecer y condensar sus argumentos, como deseaba Ezra Pound? Unos para mantener su bastión de reduccionismo fuerte y otros para imponer al público sus extravagancias egocéntricas.

No. Tanto quienes producen conocimiento científico como los artistas valoran la economía y claridad del discurso, la simpleza de los argumentos que conducen a la belleza. Condensar debe llevar a la precisión, no a la vaguedad. En un buen poema, basta una primera frase compacta para aclarar las emociones del lector.

Algunos vínculos entre arte y ciencia parecen falsos o muy trillados, ¿cómo se puede encontrar uno verdadero?

Es cierto que hay extrapolaciones sin ton ni son, por ejemplo, cuando se habla una y otra vez del “orden a partir del caos”, o bien se proponen interpretaciones simplistas y equivocadas de la teoría de la relatividad aplicada a las relaciones humanas. No tengo una receta para encontrar los verdaderos cruces de camino, excepto mantenerse alertas.

“Los conceptos científicos son imágenes mentales”, dijo alguna vez Heinrich Hertz. La imagen de un templo griego puede despertar una experiencia estética en el público pero difícilmente lo hará una molécula. ¿Por qué deberíamos experimentar algo similar en uno y otro caso? ¿Cómo podemos apreciar la belleza de algo tan abstracto y alejado de la vida diaria como una estructura química?

Preguntémonos primero: ¿qué tan abstracta puede ser esa molécula de cisplatino que sirve para curar tumores cancerígenos? ¿O el gas cianuro de hidrógeno que se usaba en los campos de concentración, es vago? No hay nada abstracto en algo que te cura o te mata. Pero entonces se revela la naturaleza humana, empeñada en conocer. ¿Por qué un compuesto puede aliviarnos y otro acabar con nuestra vida?, ¿cómo lo hace? Y ahí surge la experiencia estética. Quizá también un templo griego necesita una explicación antes de apreciar su belleza intrínseca.

¿Podrías enumerar las fuerzas que disocian las dos culturas?

Creo que la ciencia se esfuerza mucho en mantener las emociones a un lado. Excepto la química, las otras disciplinas están obsesionadas con los conceptos universales, no con las particularidades.

Has dicho que el lenguaje científico se encuentra bajo una presión enorme, ¿podrías explicarnos a qué te refieres?

Los investigadores no suelen pensar que el lenguaje es importante. Pero es todo lo que tenemos los científicos. Suponemos que el lenguaje común sirve para denotar algo con precisión y, no obstante, tiene resonancias que lo fuerzan a la ambigüedad. Sin querer, palabras como energía, fuerza, aceleración, relatividad empiezan “a servir a dos amos”, esto es, adquieren significados diversos, incluso contradictorios.

En su libro Science as writing (YUP, 1992) David Locke menciona la anécdota clásica de aquella velada en casa de Robert Haydon, en la que ilustres intelectuales de Londres maldicen la ciencia de Newton, “pues le ha quitado la poesía al arcoíris con su truco del prisma”. Charles Lamb, John Keats, William Blake estaban convencidos de que la ciencia no conducía a ninguna experiencia estética. En cambio Leonardo de Vinci y William Wordsworth creían todo lo contrario. Picasso y Einstein no se entendían y, sin embargo, sus ideas se corresponden. ¿La tensión entre arte y ciencia nunca cederá?

Sin duda, la explicación de Newton sobre el ángulo de inclinación (42º) de la luz con respecto del horizonte para que se produzca un arcoíris solo le agrega una dimensión nueva al acto de apreciarlo y obtener una emoción estética a partir de lo que simboliza. Pero, estoy de acuerdo, la tensión está ahí… Quizás es peor en estos días, dado que la ciencia y la tecnología son ricas en recursos y metáforas, mientras que el arte sufre por ello.

¿Entonces necesitamos otro tipo de crítico de arte? El subjetivismo, el historicismo, el psicologismo no parecen tener suficientes argumentos para ofrecernos una interpretación cabal de la obra ni de la experiencia estética, ¿los tendrá un crítico versado en ciencia y tecnología?

Creo que los críticos de arte no deberían servirse de otros artistas ni de escuelas para revisar la obra, al igual que los artistas no deberían servirse, digamos, de Rafael, Bacon o Friedrich. Cada artista debe ser considerado como un individuo, como si no tuviera influencias. Y los creadores deberían verse a sí mismos de la misma manera.

¿Cuál de tus libros sobre arte y ciencia es el que más te gusta y por qué?

Creo que Lo mismo y no lo mismo (FCE, 2000) porque es espontáneo y ha gustado mucho. Lo curioso es que no es precisamente sobre arte y ciencia, aunque se abordan estos cruces muy a menudo.

Ezra Pound quería una poesía condensada, donde triunfaría la vaguedad. ¿Escribes poesía porque crees que la ciencia es una versión de la naturaleza, y por tanto está llena de metáforas que merecen ser parte de la literatura universal?

A veces encuentro metáforas, por ejemplo, cuando estoy en un seminario científico poco interesante. Entonces pierdo la atención durante las intervenciones repetitivas y me atrapan las palabras. Obtengo ideas de las frases que, inocentemente, salen de la boca de una persona, se encabalgan y generan resonancias, significados alternos. Escribo poesía para explorar el lenguaje, para ver qué sucede con las palabras en su lucha con los sentimientos y emociones, para decir cosas que no puedo con mi ciencia.

Tu poesía ha sido traducida a varias lenguas, ¿cuáles es tu favorita? Y entre tus poemas, ¿con cuáles te quedas?

Me gusta el francés, que no domino. Para escribir prefiero el inglés por su versatilidad y manera lúdica de decir una misma cosa de diferentes formas. Con respecto a mi poesía, un día me quedo con “Enough already”, otro día con “Soliton” y al siguiente prefiero “Birdland”.

Recientemente falleció un amigo tuyo, Oliver Sacks. Recuerdo que su autobiografía está dedicada a ti.

He perdido un gran amigo, y la química también. Si bien fue conocido por su aportaciones en neurociencias, desde temprana edad la química estuvo presente en su vida. Tal vez fue la manera que un muchacho sensible encontró para soportar los terribles años de la guerra, zambullirse en historias de descubridores como Humphry Davy, Henry Cavendish, Robert Bunsen y los hermanos Elhuyar. Su cariño por sus amigos nunca decayó, como pudo confirmarlo cualquiera que lo visitara en su departamento. Cinco semanas antes de su muerte Oliver escribió un artículo en The New York Times intitulado “Mi tabla periódica”. Desde luego, allí nos habló sobre lo que estaba enfrentando. Pero también nos contó sobre su pasión por coleccionar elementos químicos, como torio cristalino, necesariamente en una caja de plomo, o el regalo de unos amigos británicos del “veneno del envenenador”, el talio, con una nota: “¡Feliz taliocumpleaños, Oliver!”. Recuerdo su sonrisa a principios de este año cuando le llevé una pequeña botella de acero con kriptón, recuperado en el laboratorio de la Universidad de Cornell por John Terry. Sin embargo, puedo llevar mejor esta pérdida cuando la memoria me lleva a ver de nuevo al niño que había en él, junto a trescientos cincuenta estudiantes de química de Wisconsin, disfrutando de líquidos en ebullición que cambian de color y que, en un momento dado, producen una larga columna de neblina mientras arrojan trozos de hielo seco en un vaso de precipitado con agua hirviendo. Los químicos estamos tan agradecidos con él, un médico, por habernos mostrado el valor de nuestra disciplina. Para cuando su enfermedad tomó un curso definitivo Oliver hizo algo más por nosotros. Escribió a mano la experiencia de acercarse a la muerte. Ya nos había enseñado en sus libros, de una manera imaginativa y elegante, cómo opera la dignidad del enfermo. Ahora nos ha heredado una forma de caminar en paz durante nuestra agonía, sin sensiblerías, simplemente contando su historia, haciendo suya la tabla periódica de los elementos. Gracias a Oliver por habernos enseñado a amar la ciencia. ~

 

 

 

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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