Algunos de los poemas más bellos y misteriosos de los últimos sesenta años son obra de un psicólogo que en una época trató a jóvenes delincuentes en Suecia. Tomas Tranströmer escribió tan solo un puñado de libros, pero se aseguró de que cada uno de ellos fuese importante. Algunos de estos volúmenes contienen una docena o menos de poemas y el más largo, Bálticos, es mucho más breve de lo que sugiere su majestuoso título. Aun así cada una de sus obras se lee como un mensaje desde una frontera elemental, como el trabajo de un hombre que traza su propia mitología a través de la oscuridad. Hace poco más de un mes, Tranströmer murió a los 83 años. En agosto del año pasado, después de intentarlo muchas veces, logré visitar al poeta en la isla Runmarö, donde el Nobel pasaba sus veranos. El texto que sigue describe aquel día, así como los retos de entrevistar a un hombre que era afásico pero estaba entera, intensamente vivo.
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Rodeada de islotes que se alzan fuera del agua, la isla Runmarö se encuentra a una hora al este de Estocolmo. Para llegar a ella uno debe tomar un gorgoteante ferry que viaja a casi cuarenta kilómetros por hora. En una tarde lluviosa de agosto, el mar es verde y enigmático, de modo que no es difícil imaginar por qué algunos marinos construyeron sus hogares en Runmarö y no en cualquier otra de las treinta mil islas de Estocolmo. Cuando se perfila en el horizonte, aderezada de robles y abetos, parece la versión del paraíso que tendría un hombre de carácter firme.
A finales del siglo XIX, el abuelo materno de Tomas Tranströmer era un hombre así. Capitán de barco, necesitaba tocar tierra, y lo hizo aquí. La pequeña casa azul de madera que construyó en Runmarö todavía se encuentra en pie, y es donde Tranströmer y quien ha sido su esposa por más de cincuenta años, Monika, pasan sus veranos.
Como un verdadero descendiente de capitanes, Tranströmer no toma a la ligera que su visitante arribe por mar, aunque el derrame que sufrió hace veinticuatro años hace más difícil el gesto. A mi llegada lo encuentro esperando en una silla de ruedas, al final de un largo camino de grava, con una manta sobre los hombros. Monika está de pie a su lado. Una radio de mediados de los cincuenta descansa en su regazo, ventilando el bosque con la Sinfonía número dos en mi menor de Rajmáninov.
Mientras Monika lo empuja con suavidad hacia la casa a lo largo de una rampa que conduce a la sala de estar, todos los símbolos de la gran poesía de Tranströmer silban a nuestro alrededor. La tierra, cubierta de raíces y musgo. El viento murmura en los árboles. El aire huele a sal y resina. Sin duda un halcón o un águila ratonera planea por encima, observando la escena como un espía. Enseguida Tranströmer comienza a señalar cosas, con gestos silenciosos. Algo como: “aquí, esto es lo que estaba tratando de decir”.
En las siguientes dos horas me queda claro que la isla le ha proporcionado las notas para crear su mágica y perdurablemente bella partitura poética. Así que las preguntas sobre poesía, sobre lo que significa, siempre llevan de vuelta a la isla, al abuelo, a la mano del poeta que con frecuencia se alza para señalar los objetos y cuadros de la habitación, como si estos también fueran poemas, no el tema o aquello que los inspiró.
Nos comunicamos así. El derrame que Tranströmer sufrió en 1990 le paralizó un lado del cuerpo y le quitó casi por completo la capacidad de hablar. Como resultado, el cuarto al que nos guía Monika es pequeño pero también muy concurrido. Dos amigos –un director de cine estadounidense y su esposa sueca– se sientan en una angosta banca de piano. Un fotógrafo, el representante de Tranströmer y Monika se sientan los tres en semicírculo alrededor de él, como si se tratara de un pianista a punto de presentarse y no un poeta que responde, a regañadientes pero con amabilidad, a una entrevista.
En realidad, todos están aquí para ayudar a interpretar las respuestas de Tranströmer, quien puede decir dos palabras con mucha claridad: “sí” y “no”, además de “muy bien”. Acude a otras de forma esporádica, pero estas son su timón verbal. Su cara expresa mucho más. A menudo Tranströmer aparece en las fotografías con una mirada severa y fija, pero en persona es vivaz, interesado, de mirada bondadosa e incluso bromista.
En el transcurso de la tarde yo hago preguntas que Monika traduce al sueco. Después, él responde, ella busca la expresión más clara, y así avanzamos. En el ínterin, Tranströmer guía las preguntas y extrapolaciones de su esposa con su rostro, sus pocas palabras y el tono de su voz. Se tocan y miran de manera constante en este proceso. Resulta difícil saber, cuando se observa a ambos, quién es el director y quién la orquesta.
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Esta es tal vez la forma adecuada de hablar con un poeta que ha conservado su intimidad ante el público por tanto tiempo. Aun antes de ganar el Nobel, Tranströmer había sido traducido a casi sesenta idiomas, lo que lo convertía, según sus editores, en el segundo poeta más traducido, solo detrás de Neruda.
Entre sus admiradores se cuentan Seamus Heaney y muchos de los más grandes poetas estadounidenses de la posguerra. También lo han admirado rumanos, yugoslavos y japoneses. Paul Muldoon, poeta y editor de poesía de The New Yorker, creció en Irlanda del Norte y afirma que la locura por Tranströmer también les alcanzó ahí cuando los conflictos estaban en su punto más álgido: “El apodo local que le dimos era ‘Transformer’, el cual indica nuestro profundo respeto por sus logros.”
Estos logros son todavía más notables si tenemos en cuenta la producción relativamente modesta del poeta, quien en seis décadas ha publicado tan solo once colecciones, ninguna de las cuales contiene más de veinte poemas. Uno de sus libros se encuentra cerca de donde hablamos, a la manera de una bitácora de los lugares a los que viajó con su mente.
Le pregunto a Tranströmer si comenzó a ver la poesía como una forma de orientación. Responde con un “sí, sí” y de inmediato Monika explica: “una forma de intentar acercarse al enigma. Creo que es una buena metáfora para la poesía”.
Su territorio no era vasto, pero sí profundo. Pasó muchos años trabajando como psicólogo, primero en un correccional de menores y después como psicólogo laboral para el gobierno sueco. Sus poemas tienen una profunda potencia psicológica, el trabajo de un hombre poseído. Muchos de los símbolos y augurios se repiten: las estaciones y sus climas, estados de sueño y dobles, el arco del pasado de su familia.
Leer la poesía de Tranströmer es entrar en un tenso espacio interior hecho de imágenes, lleno de signos, señales, indicios. Sus poemas pueden usar imaginería abstracta, pero los mejores son tan íntimos como un beso en la oscuridad, una conexión lograda mediante los sentidos, así como con una gradual eliminación del egoísta “yo”. “Pájaros matinales”, por ejemplo, comienza describiendo al poeta que sube a su automóvil, después gira hacia una descripción del canto ruidoso de las urracas y luego regresa a este asombroso segmento, que podría considerarse una especie de guía a gran parte de su obra:
Fantástico sentir cómo el poema crece
mientras voy encogiéndome.
Crece, ocupa mi lugar.
Me desplaza.
Me arroja del nido.
El poema está listo.
[Versión de Roberto Mascaró, El cielo a medio hacer, Nórdica, 2010.]
La cercanía que Muldoon y Heaney sienten hacia Tranströmer es una pista sobre por qué un poema como este es tan extraordinario, pero también radical. Tranströmer comenzó a escribir poesía en serio después de la Segunda Guerra Mundial y está vivo a los 83 años al inicio de lo que parece una guerra interminable con el Medio Oriente. En todo ese tiempo, el reto que se ha impuesto fue encontrar un nuevo lenguaje para la intimidad y el compromiso, justo lo que Heaney y Muldoon hicieron dentro de un ambiente políticamente cargado.
“Después de la guerra, muchos poetas suecos comenzaron a pensar en la neutralidad del país –dice Daniel Sandström, especialista y editor en jefe de la editorial Albert Bonniers Förlag–. Era una fuente de vergüenza y de esa vergüenza nació el deseo de pensar de una forma más general y política.”
En la generación intelectual que siguió a Tranströmer, había que ser o marxista o reaccionario. Tranströmer no era ninguna de esas cosas. Viajó y se comprometió políticamente, pero no estaba interesado en el arte como un garrote.
Había otra división que enfrentar. Él había crecido en un ambiente religioso, pero de ninguna forma era un evangelista. En un país que se volvía cada vez más laico, una educación de ese tipo podría ser un problema. “Tú eras libre de todo eso”, dice Monika respecto a la doctrina religiosa, lo que provoca una irónica broma facial del poeta, que parece decirnos: “Gracias a Dios.”
De ese modo, mientras que muchos de sus contemporáneos contemplaban falsas polarizaciones, Tranströmer regresó a la isla donde pasó todos los veranos de su infancia, para convertir los sonidos, las estaciones y los humores de este lugar en la bóveda de su mitología personal.
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Le tomaría veinte años de trabajo formalizar esta conexión. Al comienzo, su mayor reto fue encontrar una sintaxis para su imaginación. Al igual que todos los poetas nacidos entre las dos guerras mundiales, se guiaba por las luces de la vanguardia y el surrealismo, pero fue una íntima experiencia personal la que provocó en él un cambio drástico.
En el verano antes de cumplir quince años, tuvo lo que él describe en sus memorias como una especie de terror existencial: le temblaban las piernas, se llenó de temor. “En ese momento era escéptico ante cualquier forma de religión”, escribió Tranströmer en “Exorcismo” (1993), donde admite que si el hecho hubiera ocurrido años más tarde probablemente habría sido una revelación.
Después de la crisis, Tranströmer comenzó a tocar el piano con frecuencia, una actividad que aún realiza (cuando hace presentaciones públicas se limita a interpretar piezas para mano izquierda). Hoy día mantiene su apreciación sobre lo ocurrido en ese periodo en que estuvo más cerca de la psicosis que de una experiencia religiosa.
Monika añade: “Creo que lo que dijiste es que, si hubieras llegado a esta clase apacible de fe religiosa o confianza en la fe a la que llegaste años después, habrías sido capaz de lidiar con la crisis de una forma por entero distinta. En cierto sentido simplemente desarrollaste una fe propia en el transcurso de tu adolescencia. Si no me equivoco, lo habrías expresado así.”
–Sí, es correcto –dice Tomas–. Pero…
–Creaste una especie de imagen de Dios para ti mismo.
–Sí…
–Aunque no asociado o relacionado específicamente con lo que se enseñaba en las clases de religión. Un sentimiento de confianza, sin importar de donde viniera. No es un tema sencillo de tratar.
Tranströmer no puede afirmar si fue esa experiencia la que hizo que se interesara por los temas psicológicos. “Creo que hubo una transición de una conciencia religiosa básica a la fe –explica Monika–. Y que tuvo que ver con la música.”
Curiosamente, de todos los poemas de Tranströmer, el que lidia de forma más evidente con la fe habla también acerca de música, “Schubertiana”:
¡Tanto tenemos que confiar para poder vivir nuestro día cotidiano sin hundirnos en la tierra!
[Versión de Roberto Mascaró, Deshielo a mediodía, Nórdica, 2011.]
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En los años finales de su adolescencia Tranströmer se alejó de la música y se acercó a la poesía y escribía tanto que encontró maneras, como todos los virtuosos, de hacer más difícil la escritura. Comenzó a experimentar con estrofas horacianas (la sáfica y la alcaica), lo que dio como resultado algunas partes de “Archipiélago otoñal” y “Cinco estrofas para Thoreau”, poemas que se publicaron en su primera colección, 17 poemas (1954).
Tranströmer abre uno de sus libros y comienza a identificar, un poema tras otro, la forma de las estrofas. “Aquí, aquí, aquí”, dice. “Supongo que la forma sáfica te dio cierta libertad”, añade Monika. Tranströmer responde “muy bien” y agrega: “una forma para trabajar desde adentro”.
No es la única restricción que se impuso. Los versos en 17 poemas esbozan un ecosistema en el que trabajaría intermitentemente el resto de su vida y que es posible reconocer en esta isla cuando se llega a Runmarö. Su verdor y sus marineros, la manera en que rompen las olas. La huella sonora de la isla se encuentra muy presente en ese primer volumen. He aquí un poeta que “empezó a buscar la herramienta de la atención”, por citar uno de sus primeros textos publicados (“Quien fue despertado por canciones sobre los techos”).
La respuesta en Suecia a este fenómeno de veintitrés años fue instantánea. Como asegura Sandström, “el avance crítico fue inmediato y sostenido. Los primeros años de la década de los cincuenta son la época dorada de la poesía. En ese entonces para ser considerado genial no tenías una banda de rock, sino que organizabas un recital de poesía”.
Tranströmer publicó tres libros más en este vertiginoso periodo y profundizó en cada uno su conexión con el paisaje mientras la economía de la imagen se tornaba más extraña, más inquietante. Cuando el apogeo terminó, el poeta se volvió aún más hacia su interior, y se convirtió, como dice Sandström, en “casi su propio género”.
En esta época Tranströmer comenzó su correspondencia con el poeta, traductor y editor estadounidense Robert Bly. Este nativo de Minnesota tenía una personalidad avasalladora y creó en Estados Unidos una revista literaria que cambiaría de nombre cada década.
En 1964, la publicación se llamaba The Sixties y en marzo de ese año Tranströmer, de 32 años, le escribió al editor, que se encontraba en Madison, Minnesota, para saber cómo podría hacerse de un número. Bly respondió de inmediato que acababa de recorrer todo el estado con el fin de hacerse del libro de Tranströmer El cielo a medio hacer en sueco.
En los siguientes veinticinco años los dos poetas intercambiaron cientos de cartas y así saciaron la sed mutua de chismes literarios a nivel internacional. La historia de esta amistad y su funcionamiento interno aparece de modo transparente en Air mail, un libro tan querido por Tranströmer que, cuando toma el ejemplar que le muestro, lo hace de tal modo que parece poco probable que me lo devuelva.
Al leer este volumen se entiende por qué Tranströmer querría mantenerlo cerca. En sus páginas se encuentra una amistad que creció como una ráfaga literaria y que cambió la vida de ambos hombres. Tranströmer y Bly traducen la obra del otro, se quejan de la política. Los poemas de Bly sobre la guerra de Vietnam no pueden publicarse y los marxistas critican a Tranströmer por mantenerse al margen: “Por lo general, en Suecia –le dice a su amigo al resumir ciertas reseñas despectivas– los jóvenes marxistas manifiestan poca tolerancia hacia la poesía” (carta del 29 de octubre de 1966).
“Tomas escribió una enorme cantidad de cartas, no solo a Bly sino a muchos otros, y en ellas realmente manifestó sus opiniones –dice Monika–. Estas cartas son a menudo locuaces, graciosas y, por momentos, severas. Creo que, aunque Tomas tenía todas esas cualidades dentro de él, no sintió la necesidad de expresarlas en su poesía.”
Aun así, en 1970 –el año en que mantuvo más intensa correspondencia con Bly– Tranströmer dio un paso decisivo en su carrera como poeta. “Estoy luchando con un poema muy largo (acerca del Báltico, desde todos los puntos de vista)”, le escribió a Bly en agosto. “Comenzó cuando encontré los almanaques de la década de 1880 que pertenecieron a mi abuelo –agregó en mayo siguiente–, donde él había anotado los barcos que estaba capitaneando… Descubrí que gran parte de mi vida tiene cierta conexión con el Báltico, así que comencé un boceto desordenado de muchas cosas.”
Tranströmer estaba siendo modesto. Bálticos (1974) no es desordenado, se mueve como una pieza de música para contar la historia de su abuelo y después la de su abuela. Olas de imágenes caen como cascadas en las estrofas, convirtiendo las preocupaciones elementales de los marineros en algo cosmológico.
Tomas y Monika debaten por un momento si Bly fue quien lo animó a escribir poemas en prosa o si él los habría explorado por sí mismo. “Pero a Bly no le gustó Bálticos”, parece decir Tomas y Monika añade: “No, no le gustó especialmente; yo diría que eras independiente de Robert.”
En Bálticos, el poeta se inserta en el poema de la forma más directa hasta ese momento. Es el que nos guía por la historia de su familia, el observador que descifra qué significa ser de un lugar y al mismo tiempo saber con certeza que uno va a desaparecer:
Aquí hay gentes en un paisaje.
Una foto de 1865. La lancha de vapor ha atracado en el
[muelle del estrecho.
Cinco figuras. Una señora con miriñaque claro, como un
[cascabel, como una flor.
Los hombres parecen figurantes en una función teatral
[popular.
Todos son guapos, vacilantes, van camino de ser borrados.
Desembarcan un instante. Son borrados.
[Versión de Francisco J. Uriz, Bálticos y otros poemas, Visor, 2012.]
Torbjörn Schmidt, el profesor universitario que compiló el material para la edición original de Air mail, me dice en un correo electrónico: “Yo diría que el enigma de Tranströmer es espiritual”, y añade: “el mismo Tranströmer siempre rechazó que lo llamaran místico. Por otro lado, ha subrayado que su experiencia de la vida es enigmática en un sentido profundo: hay dimensiones de la vida que una mente racional no puede comprender”.
En ningún otro poema de Tranströmer esta dualidad es tan personal como en Bálticos, una especie de genealogía sensual y espiritual musicalizada. En la fase final de la escritura del poema, las cartas del autor a Bly se hacen cada vez más líricas. Por momentos recuerda a Blake: “A veces tengo la sensación de que debo hacer algo para una Conciencia escondida. ¿Por qué tengo que vivir esta confusión constante, ver y oír todas estas cosas?, ¿qué significa?” (carta del 19 de enero de 1973).
Al preguntar si la postura espiritual de Tranströmer se parece al budismo, Monika recuerda que su marido ya ha respondido antes a esa cuestión. Él asiente. “Dijiste que nunca estudiaste budismo. Entonces esta otra persona respondió que, si ese era el caso, tú eras una especie de budista intuitivo. Pero no uno profesional.”
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Este sentido numinoso del deber le concede a la obra de Tranströmer una cualidad humilde. El poeta no encuentra las respuestas y tampoco necesita habitar demasiado tiempo la oscuridad. “Tomas tiene muchas cosas buenas –dice el poeta noruego Jan Erik Vold, quien ha conocido y traducido a Tranströmer a lo largo de cuatro décadas–, pero una de ellas es que sabía dónde mantener la oscuridad.”
La habilidad de Tranströmer para meditar sobre el infinito y mantener al mismo tiempo la oscuridad a raya lo hizo un poeta muy popular en todo el mundo. En la década de 1970 conoció a Allen Ginsberg en la ciudad de México y a W. S. Merwin en Suecia. Fue también durante este ajetreado periodo de viaje y publicaciones iniciales cuando el poeta sirio Adonis se topó por primera vez con su trabajo. Ambos habían ganado un premio de la Universidad de Pittsburgh.
Años después, Adonis apoyaría la traducción y publicación de Tranströmer en árabe, y llevaría a Tomas y Monika a Líbano y Siria para una gira de recitales, que Adonis describe décadas después en un correo electrónico como “un poema de esencia humana suprema, y una extensión de su poesía”.
Adonis ha leído la obra del premio Nobel con más atención que la mayoría y también lo considera un místico, pero no en el sentido convencional. “Cuando hablo de misticismo en la poesía de Tranströmer –me escribe desde París– me refiero a una visión que no separa la existencia en dos categorías (física y espiritual) sino que ve la existencia como una sola e indivisible.”
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Es difícil saber si esta forma de abordar la vida hizo más fácil la vida del poeta desde su derrame. Desde entonces solo publicó dos libros breves, la autobiografía Visión de la memoria (1993), escrita en su mayor parte antes del incidente, y el libro de haikus Góndola fúnebre (1996).
Comenzar a escribir más haikus, dice Monika, fue “una solución práctica y técnica. Y le resultó natural”. Tomas está de acuerdo y ella continúa: “Creo que estas formas estrictas pueden aportar un sentimiento de libertad. Trabajar con sus restricciones puede funcionar como un juego.”
Cuando se trata de saber qué contienen los cuadernos de Tranströmer y si podría haber todavía una jugada final, una nube cruza el rostro de Monika y el círculo en la habitación se cierra.
–Tomas, creo que puedes dejar esa pregunta sin responder –dice Monika.
Existe una colección privada de cartas y “un delgado volumen en planeación”, admite Monika, “sabemos eso”. En este punto la conversación llega a una pausa y ella nos guía a todos con cortesía hacia la pequeña cocina, donde esperan platos con pollo y arroz, pan negro y vasos de cerveza.
Una hora más tarde, después de comer y salir a visitar a unos vecinos, regresamos a la casa azul para la despedida final. Hemos tomado ya las fotografías necesarias y reservado el ferry.
Encuentro a Tranströmer en el jardín ante un solitario rayo de sol, de nuevo con su radio. Monika está sentada y ha puesto la mano sobre la rodilla de su marido. En la radio suena “Canción a la luna”, de la Rusalka de Dvořák, una de las óperas más hermosas jamás escritas.
De esa forma el universo deja en nuestro regazo una de sus pistas inesperadas. Tranströmer fue un gran poeta porque encontró una manera de contemplar el infinito y no desvió la mirada. Una de las razones por las que pudo hacerlo de forma tan hermosa, sin embargo, fue que, como cualquier intérprete que sabe que canta mejor a dueto, no siempre cantaba solo. ~
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Traducción del inglés de María José Evia Herrero.
(Cleveland, 1974) es escritor y crítico literario. Compiló recientemente Tales of two cities, The best and worst of time in today's New York, que Penguin reeditará en septiembre de este año.