Un guijarro de sol

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Cuando terminó “Piedra de sol” en 1957 Octavio Paz pensó que “es lo mejor que he escrito”, que es “el poema en que he querido decir todo lo que tenía que decir”, como le dice por carta a su amigo Jean-Clarence Lambert. Trece años más tarde le escribe a Charles Tomlinson que “Piedra de sol” es “lo que menos me gusta, mejor dicho: lo que no me gusta nada”. Le parece verboso y retórico, un poema muy oprimido por la tradición en lengua española. Y no lo dice, pero revivía historias personales que prefería olvidar.

En 1994 “cometí la imprudencia de volver a ese poema”, le escribe Paz a Nicanor Vélez (1959-2011), el editor que estaba a cargo de las Obras completas en la editorial Círculo de Lectores de Barcelona. Fue poeta también Nicanor, hombre amable y laborioso que tuvo el privilegio de ser uno de los últimos corresponsales de Paz que, cuando la Obra poética I está por irse a la imprenta, le dice: “encontré, aparte de otras cosas que ya son irreparables, dos líneas que pedían una enmienda”. Están en la estrofa sobre la violencia en la historia:

el delirio, el relincho, el ruido obscuro

que hacemos al morir y ese jadeo

de la vida que nace

Ese verso en cursivas le parece una intrusión “que rompe el hilo”, y le pide a Nicanor que lo cambie por

el estertor del animal que muere,

el delirio, el jadeo, el ruido obscuro

de la piedra que cae,

Más tarde cambia de opinión nuevamente: en vez de el estertor del animal que muere prefiere la mirada del animal que muere (cuya acentuación es rasposa). Un par de días después (“los tres versos no me dejan”) recapacita y envía la versión final, la que aparece ahora en las Obras:

el animal que muere y que lo sabe,

saber común, inútil, ruido obscuro

de la piedra que cae

Saber que se muere es el tema. Y es que Paz estaba por cumplir ochenta años y cargaba un montón de achaques. La carta a Nicanor explica:

El saber que vamos a morir es universal, común a todos los seres vivos. Lo comparten con nosotros la mayoría de las especies animales. Quizá todas. La conciencia –el darse cuenta de la propia existencia– aparece en todos los animales, así sea de una manera informe, como sensación; a su vez, esa conciencia está indisolublemente ligada al saber obscuro de la muerte. Basta haber visto morir a un perro, un toro, una mariposa o a cualquier otro insecto, para comprobar que el saberse mortal es un atributo o consecuencia del ser vivo animal (no toco el enigma de los otros organismos vivos, como las plantas). Todos los animales saben (sienten) que están vivos y todos saben (sienten, presienten) que van a morir. Esta es la raíz del miedo de los animales y de su reacción ante el miedo: la fuga a la agresión feroz. Y esto es lo que hace tan triste al maravilloso espectáculo de la naturaleza: sobre la vida flota, como un velo o una sombra, la presencia intangible de la muerte. Pero ese saber es inútil para cada individuo (aunque quizá no lo sea para cada especie): no evita la muerte. Al contrario, nos avisa que regresaremos al lugar de donde venimos, la materia bruta: piedras y átomos o soles y galaxias.

Comulgaba así con el argumento de Schopenhauer en el sentido de que hay en los animales grados de “voluntad y representación” y son por tanto sujetos de emociones, que es la razón por la cual los humanos (salvo Kant) les tenemos compathia.

Cuando Paz envió esa carta ya escribía “Respuesta y reconciliación. Diálogo con Francisco de Quevedo” que terminó y fechó el 20 de abril de 1996. Ese fue su último poema, exaltante y sabio, sobre morir y morirse. Muere el poeta, y mueren los amantes, y el dictador y el criminal, el santo y el malvado…

La hormiga, el elefante, la araña y el cordero,

extraño mundo nuestro de criaturas terrestres

que nacen, comen, matan, duermen, juegan, copulan

y obscuramente saben que se mueren… ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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