Depresión desde los once pasos

El futbol da y quita, a veces de manera escandalosa.
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Lo confieso: las reacciones posteriores a la semifinal contra Panamá en la Copa de Oro me hundieron en un estado de perplejidad del que aún no logro emerger. Leí a muchos colegas reclamar que Andrés Guardado llevaba en los pies no sólo la posible reivindicación de la maltrecha imagen de México en el extranjero, sino la del mismísimo futbol. Al negarse a realizar un acto inédito, Guardado se convirtió en la encarnación de todo lo que está mal en el país. Un muy buen bloguero al que sigo con frecuencia llamó a la selección “brazo armado de nuestros mayores vicios”. Alguien más lamentó que Guardado no aprovechara para darle una lección a Donald Trump sobre la verdadera identidad del mexicano. Otros sugerían que la culpa no era de Guardado sino de Miguel Herrera, un tipo “vulgar”, “sin categoría”, incapaz de optar por el camino de la virtud moral. De pronto, alguien sumó una idea aún más estridente: había que apoyar a Jamaica en la final del torneo. “La selección no es México sino sólo una representación de su cara más corrupta”, escribía Petersen Farah en Sin Embargo: “Este domingo #TodosConJamaica”. Y ayer, en efecto, muchos se sumaron al coro que ansiaba, con un entusiasmo morboso y feroz, la caída del equipo mexicano: “que se jodan”, “que se les caiga el teatrito”, “que lloren”, “que vean lo que se siente”. El posible fracaso del equipo como catarsis sadomasoquista. Ver para creer…

El fenómeno merece una lectura sociológica profunda. Lo ocurrido no se explica sólo a través de la antipatía que despierta Miguel Herrera (quien, es cierto, se ha encargado de dilapidar con auténtico talento suicida toda la buena fe ganada en Brasil). Tampoco lo explica el ánimo de linchamiento chocarrero que de pronto le entra a algunos comentaristas y narradores de futbol. Quizá se entiende, más bien, desde la frustración que nos han dejado estos tiempos, marcados por una desilusión universal. Hay la sensación de estar en el más absoluto de los desamparos no solo ante la autoridad corrupta y cínica, sino ante la criminalidad impune que se burla del (des)orden establecido. No hay mucha luz en México. Nos abruma la imposibilidad de la bondad, del bien hacer. “No necesitábamos otra transa”, me decía un amigo en las horas posteriores al partido semifinal. Todo eso es posible, y merece una reflexión pausada y honda. Las depresiones colectivas no son cosa de juego.

Lo que sí está claro es que el escándalo no tiene nada que ver con la naturaleza del futbol ni con su historia. No hay precedente alguno de un futbolista que pase por encima de la autoridad arbitral —y de su propio equipo nacional— para fallar voluntariamente una pena máxima en una instancia definitiva de una competencia relevante (no: una Copa Carlsberg no equivale a una semifinal de Copa de Oro). Pero sobre todo, la histérica pretensión que la masa le endosó a Guardado está en franca oposición a uno de las convenciones básicas del futbol, inspirada en la regla 5 de juego. Todo aquel que entra a una cancha de futbol acuerda respetar la autoridad máxima y universal de un ser humano falible. En un deporte sin injerencia externa ni repeticiones instantáneas, el árbitro es la única autoridad, y sus decisiones son definitivas. Esas decisiones pueden derivar en injusticias tremendas, vergüenzas que son también parte de la esencia del futbol. El futbol da y quita, a veces de manera escandalosa. La clave no está en darle la espalda a la esencia del juego sino en respetarla, en toda su imperfección.

En estos últimos días me ha pasado por la cabeza, por ejemplo, la final del Mundial de 1990. El partido entre Argentina y Alemania, arbitrado por Edgardo Codesal, fue polémico e injusto. Codesal echó de la cancha a un jugador argentino a mediados del segundo tiempo por una entrada que, en el fondo, sólo merecía una tarjeta amarilla y una advertencia severa (el teatro del jugador alemán me hizo reír). Codesal, en cambio, sacó la primera roja directa en la historia de las finales de Copa del Mundo. Después se tragó un posible penal contra Argentina. Y luego, minutos después, pitó el penalti más polémico de la historia. Los argentinos reclamaron airadamente y el partido se detuvo unos minutos. Después, Andreas Brehme tomó la pelota y venció a Goycochea. Codesal remató su polémica obra echando a otro jugador argentino antes de que concluyera el partido.

La anécdota vale la pena no por la enumeración de injusticias, sino por la reacción de los protagonistas. Franz Beckenbauer, técnico alemán, declaró que las decisiones del árbitro le habían parecido “irrelevantes”. Jamás, por supuesto, dudó que Brehme anotaría desde los once pasos (y estamos hablando de Franz Beckenbauer, quizá el caballero más grande que ha dado el futbol). ¿Y cómo reaccionó Carlos Bilardo, técnico de Argentina? Dijo que el arbitraje no le merecía mayor opinión, que eso se quedaba en la cancha. Nadie, que yo sepa, exigió que Alemania devolviera la copa. Nadie en Argentina (más allá de ese desfachatado de antología que siempre ha sido Diego Maradona) acusó a Beckenbauer y sus alemanes de ser enemigos del Fair Play. A pesar de haber ganado con una cadena de injusticias deportivas, los alemanes fueron recibidos como héroes. ¿Por qué? ¿Por cinismo o descaro? No: ocurre que los alemanes y argentinos —agraviantes y agraviados— respetaron el contrato tácito entre árbitros y futbolistas que ilumina la esencia del juego.

Lo que nos aqueja, pues, no tiene justificación alguna en lo meramente futbolístico. Lo nuestro no es una erosión moral del deporte. El escándalo del famoso penal es sólo una señal más de que cosas mucho más importantes que el futbol están mal en México. Ocurre que la pelota es un chivo expiatorio ideal. Al final, es mucho más fácil culpar a Guardado de no salvarnos de nuestras miserias que exigirle a Miguel Ángel Osorio Chong que tenga la decencia de renunciar.

(Publicado previamente en el periódico El Universal)

 

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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