Diario de un clásico en la Costa del Sol

Mircea Cartarescu fue uno de los grandes nombres entre los invitados del pasado festival Málaga 451. El escritor dice que la enseñanza es su trabajo real, pero desde pequeño la literatura parecía su destino.
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Hay escritores a los que sí hay que conocer porque sus cuerpos, su manera de cortar la carne o de ceder el paso, son una extensión de lo que cuentan sus libros. Es necesario reconocer los gestos de aquellos que escriben con el cuerpo. Mircea Cartarescu es uno de esos escasísimos ejemplos. Uno de los que nunca defraudan porque los buenos escritores saben que el otro es lo que importa, que la escritura es un esfuerzo hacia lo bueno. Por eso a Cartarescu hay que leerle y, si se puede, conocerle. Luce media melena acompañada de una media sonrisa imborrable, de esas que identifican a los más listos y que mantienen el equilibrio entre la velocidad del cerebro y la realidad de las sobremesas, de esas sonrisas que solo se permiten los locos o los sabios. El escritor rumano, uno de los grandes nombres de la quinta edición del Málaga 451: La noche de los libros (la que ya es una de las fiestas literarias más importante del país), tenía muchas ganas de llegar a la capital de la Costa del Sol. Nada más subirse al coche que lo esperaba a su llegada, preguntaba a Txema Martín, director del festival, por la posibilidad de visitar la Catedral o el Museo Picasso. Pero una de las primeras cosas que el poeta hizo nada más llegar a la ciudad fue subir a Facebook una foto del Alborán tomada desde la habitación de su hotel. Un mar azul y luminoso que en pocos minutos ya tenía medio millar de likes, y que, desde esa aparente calma, esconde un fondo de negros muertos y una superficie de cruceros y roquefort con endivias. Algo similar a ese desgarro puede encontrar el lector que se acerque a la obra de este autor que ha convulsionado la literatura europea y que se ha convertido en un clásico de nuestras letras con trabajos como la trilogía Cegador (Impedimenta, 1996, 2002, 2007), donde las partes de una mariposa dan título a los libros: El ala izquierda, El cuerpo y El ala derecha. Todo cuerpo es convocatoria. Todo título es una forma de esperanza, una negación de lo irremediable. Es este caso, como él indica, quizá sea «esa correspondencia con todo en una vasta y cristalina conspiración», donde por fin sepamos aprender lo más propio y así labrar una realidad que aspire a lo vertical y no a lo evidente del camino.

Desde muy pequeño, el único destino posible de este hombre de fijeza en las formas parecía el de la literatura. Cuando en una ceremonia religiosa su tío le ofreció varias ofrendas en una bandeja, el chaval eligió el lápiz que a su pariente se le cayó de la oreja. Y ya de más adulto, al comprar un kit genético para indagar en sus antepasados, se dio cuenta de que había escrito sobre todos los lugares por donde según aquella prueba habían deambulado sus ancestros.

En Cartarescu hay una tranquilidad que siempre está a punto de romperse, un sosiego como de trinchera. Cuando escucha algo que le interesa o conmueve, sus ojos se abren como cuando antes abrían los aeropuertos, y al rato es capaz de perderse muy lejos jugando con el trozo de pato confitado que le sirven en el Cosmopolita, un restaurante del centro de Málaga venido a más. Para mantener esa armonía con el exterior, para darle forma al esfuerzo por la belleza que para él supone vivir, escribe diarios desde que era un adolescente. Ahí reposa su verdadera obra, según cuenta, pero aquí, en esta ciudad, no ha escrito nada. Solo lo hace en la casa donde vive con su familia, en medio de un bosque a pocos kilómetros de Bucarest, por donde pasea todos los días y se hace selfies entre los olmos. “Llevo una vida muy ecológica. Mi gran placer es caminar con mi familia y estar impregnado por las bondades naturaleza”. Cree en la interdependencia. En la ética de la tierra y en una comunidad amplia donde las plantas o los animales nos necesitamos mutuamente. Habla de belleza, de igualdad, de respeto. Y por eso enseña, para aprender a mirar junto a sus alumnos: “Mi trabajo real es el de la enseñanza. Mis estudiantes y yo somos una comunidad. Aprendemos los unos de los otros. Para mí eso sí que es vivir de la literatura, de la mejor literatura”. A pesar de la ternura de este hombre afable y divertido, guasón por momentos, sus libros no son optimistas, pero desde esos descensos pretende traer revelaciones que aporten honestidad y bienestar al lector, a quien pretende tranquilizar en mitad de la tormenta: “El dolor es el nombre real de la realidad. Si ves una pintura que te agrede de verdad, como a mí me ha sucedido con la exposición de Olga Picasso que acabo de visitar, aceptas que eso es la realidad. De la misma manera funciona la poesía, nace de la oscuridad humana pero ama y busca la luz”.

Le pregunto por el sentido de la felicidad, si es feliz: “Tengo momentos de felicidad. Pero esta solo tiene sentido si es compartida. Y por eso escribo, para darle forma a la belleza que nos pasa desapercibida”.

Su visita al sur de España acabó con la lectura de sus poemas y una charla con el escritor Carlos Pranger ante un auditorio repleto, que, siendo o no lectores, conociendo más o menos su obra, sabían que había que estar allí porque era uno de esos eventos que forman la historia de un sitio, que al final es la verdadera historia de las personas.

Al finalizar el acto, ya devorando el catering, le pregunto dónde se compra esas camisas tan sutiles. Ríe a carcajadas, pero no suelta prenda. Balbucea que se las compra su mujer, y cambia de tema. Dicen que pronto le darán el Nobel, pero él, claro, evita el asunto. Lo único importante, susurra, es el amor.

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Alejandro Simón Partal es escritor. Con Una buena hora ha ganado el premio de poesía Hermanos Argensola.


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