I
En 1908, un científico polaco versado en física, geografía, botánica y otras ciencias, emprendió un viaje por el continente americano que lo llevó a Guatemala, Jamaica, Puerto Rico, las Antillas menores, Cuba y México. En nuestro país residió poco más de un año, de finales de enero de 1909 a mediados de 1910, a lo largo del cual recorrió cerca de diez mil kilómetros. Visitó ciudades y poblaciones de Veracruz, Puebla, Oaxaca, Chiapas, Morelos, Jalisco, Sinaloa, Sonora, Baja California y, por supuesto, la ciudad de México. Como fruto de ese viaje, Witold Szyszllo, miembro de la Sociedad de Geografía de París, publicó en 1913 un libro de 344 páginas titulado Dix mille kilomètres à travers le Mexique.
“No se espere de mí una Odisea, y mucho menos una indagación comercial o antropológica. Tan sólo me he limitado a exponer fielmente todo lo que he visto y constatado”, explica en el breve prólogo, escrito, según se hace evidente, después del asesinato de Francisco I. Madero.
De México (“al que no le hace falta riqueza —según dice al final de su libro—, sino hombres capaces de hacerla fructificar”), Szyszllo siguió hacia América del Sur, que ya conocía, con el ánimo de darle la vuelta al mundo, pero se quedó en Perú. Allí lo sorprendió en 1914 el estallido de la Primera Guerra Mundial —el 28 de julio, justo el mismo día en que se celebra la independencia peruana— y allí lo sorprendió también el amor: dos años después contraería matrimonio con María Valdelomar Pinto, hermana del poeta Abraham Valdelomar, de quien Witold se había hecho amigo. Ya no volvería a Europa. Se afincó en Lima, cambió su nombre por Vitold de Szyszlo, se convirtió en cónsul honorario de su país en esa ciudad, y hasta su muerte, en 1963, se dedicó a investigar la Amazonía.
En 1922 nació su hija: Juana María de Szyszlo —a quien andando el tiempo habríamos de conocer en México como Juanita García Robles, esposa de Alfonso García Robles—, y el 5 de julio de 1925 nació Abraham Fernando de Szyszlo Valdelomar.
II
Divierte jugar un rato con la idea de que Fernando de Szyszlo podría haber nacido en México. Tal vez si su padre se hubiese enamorado de alguna de las tehuanas, de las jarochas o de las tapatías cuya belleza elogió en el libro mencionado, y se hubiese quedado un poco más de tiempo entre nosotros… Pero, claro, Szyszlo no sería Szyszlo. Su pintura es absolutamente indesligable del hecho de ser peruano. No por su “tema” o su “contenido”. Aunque muchos de sus cuadros ostenten nombres que remiten a sitios específicos de ese maravilloso país, a las civilizaciones preincaicas, a la cosmogonía quechua, a las obras literarias de algunos compatriotas suyos que le son particularmente afines, la razón por la que su pintura es entrañablemente peruana es otra.
Como bien lo deslindó el propio Szyszlo en el estupendo diálogo sostenido hace cuarenta años con el poeta Mirko Lauer,[1] su pintura es peruana porque se ha nutrido del estudio de la tradición plástica de esa parte del mundo —el Perú— y muy pronto comprendió que debe estudiarse con la misma profundidad e interés con que se estudia la manera de componer de Tiziano o de Rembrandt (dos de sus mayores sombras tutelares). Así como uno visita Mitla y se explica una serie de características de la pintura de Francisco Toledo, cuando uno contempla la cerámica de la cultura chavín, los textiles de Chancay, se vuelve evidente el origen de algunos de los signos de la pintura de Szyszlo. No obstante, el principal asunto de ésta es la propia pintura: la luz, el color (que es casi decir lo mismo), el trazo que sólo puede lograr la mano cabalmente gobernada por el cerebro. Lo señaló de manera precisa el historiador de arte Thomas M. Messer, antiguo director del Museo Guggenheim:
Fernando de Szyszlo es un pintor de verdadera estatura que, junto con un puñado de artistas igualmente dotados de otros países de América Latina, representan el nivel que la pintura ha alcanzado en esa parte del continente. Es uno de los pocos pintores en cuya obra el pertenecer a la América Latina es un atributo de la forma antes que una referencia pictórica. Es inevitablemente peruano como Braque es inevitablemente francés aunque comparta los problemas universales y esté alerta a las preocupaciones que todos los artistas de hoy tienen en común… [las cursivas son mías].[2]
La obra de Szyszlo es, en sus propias palabras, “el trabajo de una persona nacida en el Perú que quiere pintar cuadros relevantes y que para ello está dispuesta a emplear todo lo que su circunstancia de peruano viviendo en la segunda mitad del siglo xx le proporciona: el arte precolombino, la geografía, las conquistas pasadas y contemporáneas de la cultura universal, la situación política, la vida afectiva y sexual, el clima de la ciudad, etc.”[3]
III
Al mismo tiempo, me parece inaceptable referirse a Szyszlo (suele ser el caso) como “el mejor” o “el más conocido” pintor peruano. Klee no es “el mejor pintor suizo”. Szyszlo es un gran pintor. Punto. Cava y se adentra en lo más hondo de sí mismo para extraer el oro que luego cierne en sus telas.
Fernando de Szyszlo cumplió este mes de julio noventa años. Desde hace setenta años, pinta todos los días. Nunca ha dejado de hacerlo. Ni siquiera cuando han tocado a su puerta los heraldos negros. La pintura es su alegría, su obsesión, su medio de sobrevivencia.
Ha tratado de apresar lo inapresable en más de tres mil telas. Ha dicho tres mil veces que la pintura no es para él sino la reiteración de un fracaso. De sus cuadros sólo ve los defectos. Quisiera corregirse. No alcanza el cuadro que sueña. Cuando parece haber atrapado la llama en un puño, la pequeña flama se planta un paso más allá. Acaso Szyszlo deba su longevidad a esa interminable búsqueda. La pintura no es una profesión: es una pasión. El color lo tiene hechizado. Nada lo desengaña.
Cada encuentro con un cuadro de Szyszlo propone un enigma fascinante: ¿qué miramos? y, a la vez, entrega una revelación: miramos sus cuadros para mirarnos.
[1] Szyszlo, indagación y collage de Mirko Lauer con ensayos de Javier Sologuren y Emilio Adolfo Westphalen, Mosca Azul Editores, 104 pp., Lima, 1975
[2] Carta de Thomas M. Messer al escritor peruano Carlos Rodríguez Saavedra, fechada en Caracas el 3 de enero de 1965, citada por este último en su ensayo “Szyszlo en la pintura peruana”, en el libro Palabras, Editorial Apoyo, Lima, 1987, pp. 143-144.